• Revista Nº 179
  • Por Rosario Palacios Ruiz de Gamboa

Argumento

Ciudades: la humanidad perdida (y buscada) en un laberinto

La muerte de Paul Auster y la visita a Chile de Leonardo Padura al programa La Ciudad y las Palabras (del Doctorado en Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos UC), el año pasado, son la excusa para comentar nuevamente sus relatos de ciudad. Los personajes de Auster (en Nueva York) y Padura (en La Habana) nos parecen cercanos porque compartimos con ellos el gusto por la búsqueda. La dinámica de la pesquisa ha existido desde el inicio de las urbes y desde el comienzo de las historias de detectives en ellas. Estas nos interpelan porque nos reconocemos en su exploración de misterios escondidos entre la multitud.

La figura del perseguidor de pistas es usada por Auster especialmente en sus personajes de La trilogía de Nueva York y Leviatán, y por Padura en su compañero detective Mario Conde. Ellos transitan la ciudad y nos llevan, a nosotros los lectores, en su recorrido. Este vínculo indeleble entre la figura del detective o de cualquier persona que rastrea señales en el espacio urbano ha sido reflexionado por diversos pensadores y pareciera ser un tema inagotable.

Creo que parte de su atractivo es el que todos quienes vivimos en urbes hemos experimentado la fascinación de la sorpresa, de encuentros inesperados, de relaciones improbables, en nuestro ir y venir cotidiano. Nos sentimos protagonistas de la ciudad cuando contribuimos con la anécdota extraordinaria o con nuestra imaginación a su relato. Somos, de alguna manera, productores de ella. El vínculo que muchos plantean entre la figura del detective y del paseante (el flâneur) tiene su razón de ser en que ambos caminan y observan la ciudad.

Este vínculo es descrito en detalle por Walter Benjamin, quien se detiene especialmente en las prácticas casi arqueológicas de estas figuras orientadas a desenterrar las señales que anticipaban la modernidad, que es también su forma de trabajo e investigación. Sin embargo, interesante notar la diferencia entre ambas tipologías de observadores: el paseante camina a la deriva, sin un objetivo, sin plan. En cambio, la figura del detective es productiva, no es un mero espectador, construye la representación de la metrópolis como un misterio, como argumenta David Frisby, siendo el detective el encargado de develarlos.

La idea de la ciudad como una caja de sorpresas, como un espacio en el que no todo está visible, es atractiva, entre otras cosas, porque contiene la invitación tácita para descubrirla. Es un llamado a la acción.


El vínculo que muchos plantean entre la figura del detective y del paseante (el flâneur) tiene su razón de ser en que ambos caminan y observan la ciudad. Este vínculo es descrito en detalle por Benjamin, quien se detiene especialmente en las prácticas casi arqueológicas de estas figuras orientadas a desenterrar las señales que anticipaban la modernidad.

El registro de esta aventura urbana toma forma escrita en las novelas de detectives o misterio en las que además de buscar pistas topográficas, inscritas en la materialidad de la ciudad, los personajes exploran señales en sus habitantes, en sus relaciones y formas de actuar. Es decir, al mismo tiempo de ser un paseante, estos textos nos otorgan la posibilidad de convertirnos en detectives, como le sucede a Quinn en La ciudad de cristal de Paul Auster: “Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos y, por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no solo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se sentía como si se dejara a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a un ojo que ve, lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que nada, le daba cierta paz, un saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor, delante de él, y la velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su atención en ninguna cosa por mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de poner un pie delante del otro y permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo”.

De ser un paseante y observador pasivo, el personaje de Auster se transforma en un productor de relaciones y significados. Realiza incluso esquemas de los trayectos de su perseguido que nos llevan a imaginar el Upper West Side de Manhattan y a conocer hitos importantes en la vida del protagonista. Quinn fija su representación de la ciudad en diagramas que reconoce como letras alfabéticas y que intenta descifrar por medio de un sinfín de razonamientos. Pero no todos los misterios urbanos se logran aclarar, lo que no significa que no existan. Los borra la nieve y el quiebre de relaciones: “Luego salimos y caminamos bajo la nieve. La ciudad estaba enteramente blanca y la nieve seguía cayendo, como si no fuera a cesar nunca”.


La figura del detective en la ciudad no solo implica que hay misterios por resolver, sino que hay situaciones que vigilar. La metrópoli moderna conlleva un sinnúmero de nuevas dinámicas que pueden tener consecuencias no deseadas. La vigilancia sobre la población de las ciudades se ha intensificado a través de cámaras.

La dinámica urbana de la pesquisa

Las pesquisas de Mario Conde nos llevan por una Habana marginal: “La noche en el asentamiento hacía más tétrico aún el panorama de pobreza. La lluvia del día anterior había convertido en lodo los irregulares senderos interiores y en más de una ocasión Conde y Manolo estuvieron a punto de caer a tierra. Unas pocas luces, salidas de alguna de las casas improvisadas, daban alguna iluminación a unos caminos que ni siquiera habían soñado con el beneficio del asfalto o el alumbrado público. En cambio, desde que comenzaron el avance, el sonido de una o de distintas piezas de reguetón (jamás serían capaces de establecer la unidad o la diversidad de las obras, por llamar a aquel ruido de algún modo) los acompañó con su retumbar monótono, percutivo, como himno de guerra masái”. Podemos seguir pistas audibles, olorosas, táctiles y visuales, porque buscar en la ciudad es un buscar sensorial, que permite ensamblar cosas aparentemente inconexas, para lograr armar un rompecabezas usando la razón detectivesca.

La dinámica urbana de la pesquisa ha existido desde el inicio de las ciudades y desde el comienzo de las historias de detectives en ellas. Estas nos interpelan porque nos reconocemos en su exploración de misterios escondidos entre la multitud, y los personajes de Auster y Padura nos parecen cercanos porque compartimos con ellos el gusto por la búsqueda.

El laberinto urbano no tiene que ver solo con la forma de las ciudades, su extensión y planimetría, también se plasma en el laberinto que conforma su población numerosa y diversa, con el laberinto de las masas que oculta misterios y relaciones sociales complejas. Y es el detective quien desafía la confusión con el objetivo de aclararla. Dickens, en su novela Casa desolada, introduce al inspector Bucket y lo enfrenta a la nubosidad de Londres y sus complicadas interacciones metropolitanas: “Niebla por todas partes. Niebla río arriba, donde fluye entre verdes isletas y vegas; niebla río abajo, donde discurre sucio entre hileras de barcos y las orillas llenas de basura de una gran y mugrienta ciudad”. La niebla oculta, al igual que la multitud, en la que nos podemos esconder y hacernos invisibles ante la mirada del rastreador.

La figura del detective en la ciudad no solo implica que hay misterios por resolver, sino que hay situaciones que vigilar. La metrópoli moderna conlleva un sinnúmero de nuevas dinámicas que pueden tener consecuencias no deseadas. La vigilancia sobre la población de las ciudades se ha intensificado a través de cámaras, sistemas de seguridad, aplicaciones y registros de identidad. Estos sistemas replican la mirada detectivesca suponiendo con ello que la ciudad es descifrable y que por medio del uso de la razón, y ahora específicamente de la tecnología, podemos entender los movimientos y motivos de sus habitantes. Y en este juego hay nuevamente un atractivo, los habitantes de las ciudades somos simultáneamente vigilados y vigías, capturamos pistas con nuestros teléfonos celulares, recorridos con cámaras de video, ubicaciones con apps. Y es nuestro conocimiento del laberinto humano y físico de la ciudad lo que nos permite escapar y atrapar.

Lo que oculta la urbe

A los misterios de la ciudad se suma otro ingrediente que intensifica sus secretos: la circulación de dinero. La aparición del dinero y el establecimiento de una economía monetaria es para el sociólogo Georg Simmel una facilitación del secreto. Con esta herramienta de transacción muchas de las interacciones humanas se vuelven abstractas, menos frecuentes e intensas. Y simultáneamente, la aparición de nuevos secretos demanda la investigación de los mismos y la conexión entre secreto y ciudad se hace entonces más potente.

La metrópolis es el centro de desarrollo del secreto como forma de interacción, por lo que los procesos de urbanización y de la institucionalización del secreto por medio del uso del dinero suceden paralelamente. Así como también el desarrollo de la actitud “blasé”, como llama Simmel a la forma de ser indiferente de las personas metropolitanas. Ese modo blindado hacia los demás permite mantener el secreto hasta que lo descubran perseguidores urbanos, detectives o curiosos. O fotógrafos. La reseña de Roberto Bolaño del trabajo de Sergio Larraín en Londres ilustra la centralidad del secreto y la impenetrabilidad en la vida metropolitana: “A veces uno tiene la impresión de que él opera en el centro de la indiferencia, fingiéndose indiferente, con una predisposición voluntaria, no obstante, a cualquier accidente. (…) ¿Esos hombres tristes, razonablemente elegantes, encarnaciones milagrosas de la carencia de toda duda, son personajes accidentales o el joven chileno Larraín los ha seguido, sigiloso como un espía o importunándoles desde las calles populosas hasta las calles solitarias, hasta los rincones más apartados y negros del río o de los suburbios, con la intención de, llegado el momento, fotografiarlos? ¿Son personas a las que Larraín no conoce? Tal vez”. Como fotógrafo, Larraín persiguió lo oculto, la esencia no visible de las situaciones urbanas.

Cabe preguntarse qué perseguimos hoy en nuestras ciudades y qué hay oculto en ellas. Qué laberintos urbanos, materiales y humanos, guardan qué misterios. Hay formas y materialidades que pueden maquillar de alguna manera pobrezas y carencias, o contener estilos de vida impensables. En los pasillos enredados de centros comerciales se disimulan vidas de trabajadores precarios, deudas impagables, producciones contaminantes. En los brillantes edificios de oficinas, se ocultan tratos corruptos, lavado de dinero y tráfico. En los campamentos, surgen historias de solidaridad junto con otras de maltrato y crimen.

Es infinito lo que está debajo de la superficie y pareciera ser que nos son más descifrables las peleas de los comerciantes ambulantes del barrio Meiggs que los negocios de las grandes corporaciones. En el laberinto urbano hay una posibilidad de descubrir los arreglos subterráneos de la sociedad que los habita, y cuestionar la aparente transparencia de las interacciones sociales y de materialidades obvias y planificadas, como el suburbio de The Truman Show.

Un conocido trabajó como encuestador del Censo en Chile en una comuna de altos ingresos de Santiago, según los indicadores. Me cuenta que cada vez que entra a una casa o departamento se sorprende de lo que ve y oye. Nada calza. La imagen de una ciudad ordenada en la que cada día las personas se levantan temprano, salen a trabajar y vuelven a sus hogares es solo la fachada de malabarismos agotadores para llegar a tiempo, cuidar a niños y personas mayores, pagar cuentas, proveer algo de comer e intentar dormir.

En El hombre sin atributos Robert Musil advierte sobre el notorio giro a la abstracción de la vida que comienza en las ciudades, cuando ya no nos podemos referir a la experiencia de un individuo, sino que a la de la multitud. Pero detrás de cada unidad-persona hay experiencias misteriosas. Sería interesante indagar en los laberintos del goce, el sentido y la amistad. Develar los escondidos detalles que hacen valioso el vivir en la ciudad para tantas personas, más allá de la sobrevivencia, los engranajes que logran mantener nuestra humanidad, aunque esté perdida en un laberinto.