• Por Andrés Covarrubias y Raúl Madrid

Argumento

El inviable lenguaje del terror: debate ético

La antinomia orden versus libertad ha sido la responsable de que el hombre moderno enfrente una doble sensación frente al relativismo ético propio de nuestra era. Por una parte, se siente liberado de las ataduras propias de la moral objetiva, pero, por otra, esa misma condición es percibida como un signo de abandono y desprotección. Este es el miedo que se ejemplificó materialmente en el atentado a las Torres gemelas del año 2001 y que rescatamos desde el archivo RU: el terror a lo ilimitado, a la ausencia de normas explícitas que regulen la conducta de los grupos humanos (RU, nº 74, 2002).

Los atentados ocurridos en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, que afectaron profundamente a otros países y violentaron la conciencia de millones de ciudadanos, nos llevan a reflexionar, una vez más, sobre el papel de la ética en los tiempos que vivimos.

Tiempos propicios al temor y al desaliento. Pero, también, un período que requiere de un análisis a fondo de las potencialidades humanas, de la necesidad de establecer un orden en el caos aparente; en fin, de valorar, de manera radical, una apertura a los espacios donde germina y se fortifica la auténtica libertad. En esto consiste la vocación más genuina de la ética: hacer prevalecer un orden de significado cuyo fin es desarrollar lo específicamente humano; es decir, la racionalidad y la libertad responsables, pudiendo así actuar como un eficaz antídoto contra el terror y desenmascarar a quienes lo promueven.

En la cultura popular contemporánea es muy frecuente asistir a una contraposición entre regla prescriptiva y autonomía personal. Esta lógica binaria, que opone orden a libertad, tiene dos aspectos. Desde el punto de vista moral, el hombre habría alcanzado su estatuto más pleno al independizarse de las ataduras externas a su voluntad, que lo obligaban -se dice- a dar cumplimiento a ciertos deberes personales o éticos que ahora son percibidos, más bien, como opciones, tan válidas como las conductas contrarias. El antiguo orden universal de una regla moral objetiva, común a todos los individuos en todo tiempo y lugar, ha dejado el sitio a morales fragmentadas, cada vez más infinitesimales, cuya intersubjetividad, es decir, su armonización, se presenta ya como un imposible. En este sentido, la libertad -entendida como la autoafirmación de la propia voluntad- parece como lo opuesto al orden, es decir, un principio que convoca diversos factores -en este caso-, personas en torno a una finalidad común.

Desde un punto de vista jurídico -y de la mano con el sentido recién descrito-, se ha estimado con el tiempo que la función del Derecho consiste, simplemente, en permitir que la autonomía de la voluntad se exprese del modo más libre y espontáneo, con la sola excepción de los derechos de terceros (y a veces aún contra ellos, cuando la acción viene avalada por intereses políticos). Esta comprensión “liberal” del sistema jurídico y de la vida en comunidad lleva, inmediatamente, a la idea de que las normas existen simplemente como la posibilidad de intromisión del poder del Estado sobre la vida cada vez más autónoma de los ciudadanos. La globalización cultural, qué duda cabe, ha colaborado a la comprensión del mundo como un campo de experimentación del arbitrio. Internet, por ejemplo, reduce casi de golpe las posibilidades de hacer eficaz el ordenamiento del Derecho -nacional o internacional-, situándose en un espacio supranormativo, donde el cumplimiento de las prescripciones jurídicas se ve neutralizado casi por completo.

En este contexto, la antinomia orden-libertad ha ido generando en los ciudadanos del mundo occidental una doble sensación, la que se acentúa a medida que las posibilidades individuales se potencian, como, por ejemplo, gracias a las nuevas tecnologías, que centuplican las habilidades humanas y permiten llegar mucho más lejos en todos los campos de lo que era posible hace cinco años.

Es así que, por un lado, el hombre moderno se siente liberado de las ataduras previstas en la moral objetiva y en un concepto cualitativo de bien común; ahora todo es posible y aceptado, ya no hay otros límites que la capacidad de querer y de hacer, lo que demuestra el carácter neosofístico del planteamiento. Sin embargo, por otra parte, esa misma libertad es percibida como el signo de un abandono, como la manifestación externa y la instauración institucional de un universo en el que el hombre se encuentra desprotegido, ajeno al antiguo y tranquilizador concepto de la seguridad jurídica. Esta doble sensación, como un janus bifrons -ambigua y contradictoria-, explica el desfondamiento ético al que asiste nuestra cultura. Y esto es así, en cierta medida, pues un mundo carente de leyes objetivas y universales reconvierte invariablemente toda transgresión en impunidad.

Este es el origen del miedo que se ejemplifica, materialmente, en el atentado al ícono postmoderno del poderío norteamericano: el temor a lo ilimitado, a la total indefensión. El miedo a la ausencia de marcas explícitas que moldeen la conducta de los grupos humanos -con independencia de sus opciones culturales hacia el respeto de un modo único y digno de desplegarse en paz, como es el antiguo concepto de naturaleza humana; objetivo, pero, al mismo tiempo, dinámico.

 

Volver a la esperanza

Hoy somos testigos de las consecuencias de este desfondamiento ético y jurídico al que nos referimos, y que culmina en la desvalorización de la vida humana, de su dimensión inalienable, de su sentido trascendente. Los hechos que comentamos demuestran, entre otras cosas, que la relativización de los bienes morales, de la vida humana, de la libertad, conducen necesariamente a una situación flagrante de descontrol y de ingobemabilidad. De modo que, en este escenario, y como un reflejo en la subjetividad de las personas, se percibe un ambiente depresivo producto de una fuerte sensación de vulnerabilidad, lo que deriva en la angustia de no encontrar explicaciones, de enfrentar vitalmente la carencia de sentido. Como contraparte es preciso considerar que las mujeres y niños de Afganistán están sometidos a sentimientos semejantes, a injusticias inexplicables. Mueren de frío y hambre, producto de la guerra y de la irracionalidad de un escenario no querido, sino que, simplemente, sufrido.

Frente a este escenario, tal vez uno de los peores imaginables para abrir un nuevo milenio, es necesario tomar partido. En cuestiones morales no vale la neutralidad. Desde esta perspectiva, resulta cada vez más urgente la consolidación de un compromiso ético de altura, lo que implica replantear nuestras relaciones, tanto personales y nacionales como internacionales. Volver a dar valor a los bienes morales por encima de la voluntad arbitraria de cada uno, enfrentar el terror con valentía y, sobre todo, devolver a las nuevas generaciones -que ya temen desde los aviones a la correspondencia- un principio de esperanza. La ética, en este sentido, no actúa y nunca lo ha hecho como un manual escrito con letra muerta, sino, más bien, como un conjunto de principios que es capaz de canalizar las más genuinas esperanzas, teniendo como base el respeto absoluto por el valor incuestionable de la vida humana. En efecto, en estos días ha sido herida profundamente la esperanza, la libertad, la vida de hombres, mujeres y niños, y, por lo mismo, se hace necesaria una conversión del corazón, un giro ético proveniente de lo más íntimo para comenzar, desde ya, el proceso de cicatrización de esa herida.

Dadas las actuales circunstancias, no podemos darmos el lujo de prescindir de la ética, ni de relativizarla en favor de los propios intereses particulares. Si la dejamos a un lado del camino, a fin de cuentas ella misma traza uno propio, cuya necesidad nos habla del bien y de la perfección como motivos de vida. La ética no es algo carente de sentido, sino, más bien, una pregunta punzante y decidida a los hechos que nos rodean. También es una respuesta y un modo consecuente de actuar. El odio engendra el odio, al igual que el amor da origen a un efecto cualitativamente idéntico a él. La fuerza de la verdad en esta afirmación no es puramente conceptual: también deriva en una imagen que nos lleva a recrear tanto la belleza como el miedo. El desprecio de la vida humana es un hecho intolerable. Pero, además de serlo y al intentar justificarlo, se convierte en lenguaje, en razones, en argumentos. La ética tiene el deber de confrontarlos, puesto que no es posible guardar silencio frente a esas justificaciones. El terror utiliza intencionadamente un lenguaje que genera terror. Por ello es preciso desmontarlo, evidenciar sus vacíos y falencias, y, sobre todo, mostrar que es un lenguaje inviable dado que no comunica nada humano. Nadie que tenga valores y los cultive responsablemente está dispuesto a jugar ese lenguaje, a justificar esas razones, a refrendar tales argumentos.

En el trasfondo de todo esto se está dirimiendo lo que esperamos y debemos hacer con respecto al futuro. Se trata de nuestra postura frente a las condiciones que permitan situar en su verdadera dimensión una idea del hombre que sea capaz de restituir el equilibrio entre razón y mundo. De este modo, se le otorgará a la ética el lugar que le corresponde, como un saber fundado y con la posibilidad de mostrar auténticos caminos de vida para las generaciones actuales y futuras.