
Esperanza: la fuerza que nos moviliza
En estos días de pérdida de fe, de incertidumbre y de falta de motivación, esta virtud surge como un catalizador de energía. Un anhelo que expresa el fin de la indiferencia hacia los otros. Un compromiso con la continua búsqueda de lo posible y el intento de alcanzar lo imposible. Esta cualidad no es ingenua, pues se basa en la experiencia y en la reflexión crítica sobre lo vivido.
La esperanza, una de las virtudes teologales, es considerada por la tradición católica como un don, un regalo del Creador que permite que el ser humano se realice en plenitud a través de ella y las otras dos cualidades que comparten esa condición teologal: la fe y la caridad.
La esperanza se presenta íntimamente enraizada en la experiencia histórica, que es propia de la condición humana, que integra y relaciona pasado, presente y futuro en el diario vivir, y la percepción del tiempo. Se presenta también como una fuerza movilizadora que nos empuja a esperar un futuro que está por llegar. Es una dimensión que, en su significado más amplio, puede ser descrita como el deseo de algo aunado a la expectativa de obtenerlo. De hecho, la antigua escolástica planteaba a esta cualidad como un movimiento del apetito hacia un bien posterior que, aunque difícilmente, puede ser alcanzado. Esta espera se relaciona con la toma de conciencia de lo no presente pero deseable; es generadora de expectativas y un estímulo para la creación y la imaginación que nos impulsa en la búsqueda de alcanzar un futuro en el que nos proyectamos cotidianamente.
Este impulso movilizador y expectante se relaciona con el reto de conocer y asumir la noción de los límites y las posibilidades propias. Se relaciona, también, con el anhelo de realización y las posibilidades de hacer y promover un mundo diverso, lo que se traduce en metas y propósitos.
La esperanza se funda en la confianza que da creer en valores y en un destino que empuja a la búsqueda de un horizonte de plenitud que, en la tradición católica, radica en la caridad, en la plenitud del amor y con ello, en la felicidad. No debe ser considerada como expresión de escapismo o ingenuidad, sino, por el contrario, como una virtud orientadora. Fundada en la consideración de la experiencia histórica, con sus dificultades y logros, la esperanza sirve como fundamento de la visión crítica del presente y de la proyección del futuro.
En cierta medida, la idea de la esperanza, distanciada de un optimismo voluntarista, apunta justamente a fortalecer la noción crítica sobre la historia y la sociedad, sobre cómo hemos llegado donde estamos hoy, vinculándose de modo sustancial con un principio de responsabilidad, discernimiento y criterio de realidad. Esta cualidad requiere necesariamente un espíritu de reflexión, expresiones de racionalidad y modos de proyección para alcanzar ese tiempo y ese mundo que aún no es.
(La esperanza) no debe ser considerada como expresión de escapismo o ingenuidad, sino, por el contrario, como una virtud orientadora que, fundada en la consideración de la experiencia histórica, articulando la experiencia de las vivencias del pasado, con sus dificultades y logros, sirve como fundamento de la visión crítica del presente y de proyección del futuro.
La tierra prometida
Se puede apreciar la esperanza como virtud formadora de un carácter, dotada de un sentido crítico y de una proyección formativa. En ese sentido, es lúcida, activa, y permite pensar al mundo cristiano, que es un vehículo para buscar el reino de la virtud, de una espera de plenitud y un nuevo horizonte para la vida.
Una manifestación significativa de la esperanza en la vida de las sociedades puede asociarse a una experiencia de viaje, de desplazamiento y de un continuo fluir. Así, su expresión histórica se puede encontrar en los procesos migratorios. En ellos, encontramos situaciones en las que, con el dolor de la partida, se lleva como equipaje y compañía el tamaño de la esperanza, que rivaliza con la resistencia de la melancolía y de los temores frente a lo desconocido.
Las canciones y poemas de los migrantes evidencian el dolor del adiós, sin por ello renunciar a la fuerza de atracción de la promesa de la tierra imaginada y construida por expectativas gobernadas por la esperanza, en su significado más amplio, que se manifiesta por la pulsión de un deseo de cambio significativo, aunado a la expectativa de obtenerlo.
En parte, en este “ponerse en movimiento” se articula también la idea cristiana que se funda en la fe que, sin evidencias, invita a creer, y que está ligada de manera muy nítida con la figura de Abraham y el sacrificio que está dispuesto a realizar. Él ya había emprendido el viaje, porque creyó en la promesa que parecía difícilmente alcanzable, y continúa su aventura vital en la que se encuentra el pasado de la fe, la esperanza del futuro y la eternidad del amor, confirmada por el Ángel de Yahvé en el libro del Génesis. “Yahvé dijo a Abraham: ‘Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré’”. Y se enfatiza ese espacio de futuro que aún no ha llegado, pero sí ha sido prometido y esperado: “Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”.
Esta fuerza movilizadora de la esperanza se funda en la confianza que da creer en valores y en un destino, que empujan a la búsqueda de un horizonte de plenitud que, en la tradición católica, radica en la caridad, en la plenitud del amor y con ello, en la felicidad.
Esta referencia a la larga tradición multisecular de la experiencia bíblica se funda en la idea de que habitar la esperanza es conocer las experiencias anteriores. Estas sirven para cultivar el futuro que tiene un corazón lejano y hace posible que podamos considerar las responsabilidades propias de cada ser humano en el proceso y deseo de alcanzarlo.
Se puede pensar que esta virtud teologal puede asumir, en cierto modo, la condición de invitación al cambio, a la búsqueda de la utopía, enfatizando el sentido de la espera como un modo no pasivo, sino más bien como un vehículo para alcanzar un orden. Este supone en su fórmula el pasado fundado en la experiencia de la fe, la esperanza de alcanzar ese “tiempo por llegar”, que es el futuro, y la expectativa y el deseo de eternidad del amor.
La articulación de espera del futuro se constituye en el territorio propicio para la emergencia de esa virtud, que da a las personas fuerza y convicción, que las moviliza y las involucra en la búsqueda de escenarios nuevos, muchas veces marcados por los apremios y preocupaciones de un presente que se quiere escapar.
Buscar la felicidad
En otro momento, muchos siglos más tarde, podemos encontrar un hito significativo respecto de esta cualidad. A inicios del siglo XVI, un humanista inglés escribió un original y atractivo diálogo que hablaba sobre los males y los retos de su tiempo. El humanista propone sembrar las semillas de la espera –o de la búsqueda– de un lugar donde se podría encontrar un nuevo orden, más justo y feliz.
Por su parte, Tomás Moro desarrolla en el primer diálogo de Utopía un examen severo de los males de su patria para, en el segundo diálogo, indicar que existe un buen lugar, que es el eutopos y el espacio de la esperanza. Esta propuesta humanista puede ser vista como la combinación de la esperanza humana y el movimiento en búsqueda de oportunidades y de nuevas posibilidades, planteado en un tiempo de expectativas y de apertura de horizontes. Es creer que existe un territorio que habitar en el futuro próximo y su búsqueda, lo que nos impulsa a ir más allá de lo inmediato. Se trata de una propuesta de expectativas fundada no en la fantasía prometeica, sino en la respuesta responsable frente a los retos de los escenarios nuevos, de las posibilidades que se abren y de la seducción de las expectativas desbordadas.
La medida de la esperanza es también la del alcance de la proyección de la experiencia y las expectativas de creación. Al articular las vivencias del pasado, estas se desenvuelven en un espacio que plantea la espera de una existencia en una dimensión que no existe aún, pero que, desde el presente, se desea inventar.
La articulación de espera del futuro se constituye en el territorio propicio para la emergencia de esa virtud, que da a las personas fuerza y convicción, que las moviliza y las involucra en la búsqueda de escenarios nuevos, muchas veces marcados por los apremios y preocupaciones de un presente que se quiere escapar.
Surgen así itinerarios que marcan espacios y territorios recorridos empujados por la esperanza. Por una esperanza ilustrada y progresista que contiene una matriz tradicional y creyente, fundada en las posibilidades de la búsqueda continua de la felicidad y la libertad, de una plenitud dada por la gratuidad y el anhelo de humanidad. En este anhelo, expresa también el principio de responsabilidad, de rechazo de la indiferencia frente a los otros, y de compromiso con la búsqueda de lo posible, que se alcanza por el continuo intento de lograr lo imposible.