Las raíces históricas del déficit docente
Si bien este problema es una arista más de la actual crisis de la educación, es posible señalar que la necesidad de formar profesores, la escasez de estos y la regularización de aquellos que ejercen la docencia sin contar con un título profesional son asuntos que atraviesan nuestra trayectoria nacional.
En 2022, la Unesco alertaba sobre una crisis mundial de escasez de docentes señalando que se necesitarán 69 millones de profesores para alcanzar la educación básica universal en 2030. Chile no está ajeno a esta problemática. De hecho, se proyecta para 2025 un déficit de 26.000 profesores, según un estudio de Elige Educar.
Sin embargo, por muy actual que se plantea el problema, es posible señalar que la necesidad de formar profesores, la escasez de estos y la regularización de aquellos que ejercen la docencia, sin contar con un título profesional, son asuntos que atraviesan nuestra historia, y que se han presentado en distintos momentos.
Si bien estos temas se entrelazan, nos detendremos en la falta de docentes. Desde nuestro punto de vista, este problema se ha manifestado más ampliamente en tres hitos históricos clave, que se vinculan al interés del Estado por expandir la escuela y la cobertura escolar y, por tanto, están marcados por reformas educacionales. El primer hito se visibiliza en la década de 1880 con la reforma pedagógica de la escuela de orientación alemana y la consiguiente necesidad de profesionalizar la docencia primaria. El segundo, con la reforma educacional del presidente Eduardo Frei Montalva el año 1965 y, el tercero, en la actualidad, cuando el tema es nuevamente un asunto de interés público.
Determinados estos tres momentos, se dará mayor énfasis a las décadas comprendidas entre 1880 y 1920, porque fue en aquel momento cuando la falta de profesores se agudizó e hizo evidente a los ojos de los gobiernos. Lo que se buscaba era instalar en cada escuela del territorio nacional la reforma pedagógica de orientación alemana. En aquel contexto, era necesario contar con profesores formados de acuerdo al rol que debía cumplir la nueva escuela. El punto es que se requerían muchos docentes que el Estado no pudo formar al mismo ritmo que aumentaban las escuelas primarias. Como se señala en un artículo de la Revista de Instrucción Primaria, de 1897: “En los diez años de reforma se han creado constantemente nuevas escuelas en las ciudades, villas, aldeas i (sic) lugarejos donde la autoridad local o el municipio las han solicitado… mientras tanto, las escuelas normales no han podido producir repentinamente tantos maestros titulados para ocupar las nuevas plazas. Los institutos normales recién fundados no rinden frutos sino al cabo de cinco años. I (sic) al fin de este largo lapso de tiempo, no es dado esperar un crecido número de mentores idóneos…”. A la larga, este es el problema que ha afectado al sistema nacional de educación desde su formalización, con sus matices, hasta la actualidad.
PRIMERAS ESCUELAS NORMALES: MÁS PROFESORES PARA AMPLIAR la cobertura
La ley de creación de la primera Escuela Normal de Preceptores (fundada en 1854) determinaba los requisitos para ser admitido como alumno, los ramos de enseñanza, y las características del perfil hacia donde debía apuntar su formación. Los postulantes debían tener 18 años (a lo menos), instrucción regular en leer y escribir, acreditar buena conducta por medio de una información sumaria, decidida aplicación y pertenecer a una familia “honrada y juiciosa”.
Su perfil de egreso estaba marcado por la idoneidad en las materias que debía enseñar, por un “conocimiento completo del método de enseñanza simultáneo i (sic) mutuo” (considerado como el conocimiento propiamente profesional) y, sobre todo, debía “demostrar una moral conocida”. Desde la fundación de la primera Normal “se acuñó el concepto de ‘idoneidad’ que, hasta hoy, marca la distinción entre el maestro improvisado y quienes tienen una formación específica para la enseñanza” (Núñez, I.; 2007)).
La Escuela Normal era percibida como una herramienta esencial para hacer posible la extensión de la instrucción primaria por toda la república. Pero, como se indicó, la fuerte demanda de profesores normalistas no fue acompañada de una oferta de similar magnitud, y ello se reflejó en un aumento sustantivo de docentes interinos, quienes ejercían la profesión sin haber estudiado en una Normal. Pese al interés por contar con normalistas, los interinos los superaron con creces, fenómeno reflejado en el aumento de la proporción entre unos y otros. El informe anual del visitador de escuelas de Arauco al Inspector General del año 1897 daba cuenta de esta realidad: “Las veintiocho escuelas públicas están servidas por treinta y nueve empleados. De estos son normalistas doce; los demás son todos interinos. Como se ve la mayor parte de las escuelas están servidas por preceptores que no son normalistas y que no tienen, por consiguiente, la preparación necesaria para ejercer tan delicado cargo”.
Debido a la escasez de docentes normalistas y al interés por contar con ese tipo de profesor, el gobierno decidió aumentarlos a través de una política estatal enfocada en ampliar el número de escuelas normales en el país. Lo anterior se explica también por la gran relevancia que se le otorgaba a la formación de estos profesionales. “Si hai (sic) algún cuerpo de empleados que necesite de una preparación especial y de una conducta intachable es, sin duda alguna, el preceptorado. Basta considerar la delicadísima tarea e importante misión que le está confiada, la cual no es otra que la de formar ciudadanos inteligentes, instruidos i (sic) morales, amantes de su patria, de su familia, de la virtud i (sic) del trabajo, para comprender cuán numerosos e irreparables males pueden causar los maestros ignorantes, viciosos o inmorales”. Sin embargo, la creación de nuevas escuelas normales no fue suficiente para cubrir la demanda de profesores debido a la fundación de nuevas escuelas primarias. Es decir, había más escuelas que docentes normalistas.
A inicios del siglo XX, el Estado mostró una disposición a regularizar la situación de los interinos. El número de egresados de las normales era limitado y el gobierno no tenía la capacidad efectiva para desarrollar una política de formación de normalistas de tal envergadura, que tuviese en el corto plazo un alcance nacional. El año 1908, el Estado se enfocó en una estrategia que consistió en regular institucionalmente a los interinos a través de un examen que les otorgaba la posibilidad de obtener la propiedad del cargo de profesor de escuela rural.
Esta escasez de docentes formados en escuelas normales se mantuvo entre la década del treinta y del sesenta, en un contexto de expansión del sistema escolar. Una vez más, ello se reflejó en una creciente demanda de profesores y el Estado debió continuar nombrando interinos y propietarios (que habían obtenido el cargo en propiedad tras rendir un examen), y flexibilizar los mecanismos para obtener el título. Uno de estos fue el reemplazo del reclutamiento de alumnos egresados de sexto año primario para ingresar a una Normal por alumnos licenciados en Humanidades. Ellos cursarían dos años en vez de seis de la Normal tradicional.
Lo relevante era obtener el título normalista que acreditaba la preparación recibida para la docencia. Pese a esta última medida, en 1930 los titulados no alcanzaban a los dos tercios del total de maestros. Si bien se avanzó en la diversificación y expansión territorial de las instituciones formadoras de docentes, persistió el déficit de profesores titulados, no tanto por la incapacidad de dichas instituciones para proveerlos, sino por la deserción temprana de quienes cursaban dichos estudios. El ritmo de expansión de la oferta de formación de profesores para escuelas primarias no alcanzaba a cubrir la demanda de profesores titulados. En este contexto, se ofrecieron sustitutos para los casos que no hubiera disponibilidad de candidatos con título.
“Es probable que en los lugares más apartados hayan sido esos profesores improvisados los que llevaron las luces” (Núñez, I.; 2010). Según el mismo autor, Lucila Godoy Alcayaga fue la mejor representante de ellos. El proceso de profesionalización de la poetisa simboliza el inicio del camino recorrido por un interino. Comenzó a trabajar como ayudante en una escuela rural el año 1904. Desde 1908 regentó una escuela y, algunos años más tarde, tuvo que hacerse cargo de otra pequeña escuela rural camino a la ciudad de Ovalle, en el norte del país. A diferencia de los interinos que podían, tras aprobar algunos exámenes, obtener la propiedad de su cargo, Gabriela Mistral obtuvo en reconocimiento a su labor el título de Profesora de Estado ante la Escuela Normal N° 1 de Santiago, lo que le permitió ejercer la docencia en el nivel secundario, sin haber asistido al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile.
En busca de la idoneidad
La histórica escasez de docentes en Chile ha estado marcada por el signo de la idoneidad, vale decir, no solo faltan profesores, sino que se requiere que sean idóneos. Durante el siglo XIX y parte del XX, la idoneidad fue entendida como la formación docente en una institución formal que le otorgaba un título que acreditaba las competencias pedagógicas para ejercer la docencia, es decir, un profesor formado en una Escuela Normal. En la actualidad, “la falta de idoneidad disciplinar se define como el fenómeno por el cual un profesor enseña una determinada asignatura sin tener la especialidad o certificado afín”, es decir, es aquel que cuenta con el título de profesor y se formó en la especialidad que imparte (Elige Educar, “Análisis y proyección de la dotación docente en Chile”).
Profesores “Marmicoc”
La Reforma Educacional del Presidente Eduardo Frei Montalva, del año 1965, aumentó de seis a ocho años la enseñanza preparatoria, pasando a denominarse Educación General Básica. Con la creación de 7º y 8º básico, el gobierno se enfrentó a la carencia de escuelas y de docentes. A nivel nacional se hacía sentir la falta de profesores, generada precisamente por la ampliación de la educación básica y también por la mayor cobertura alcanzada en la misma enseñanza básica. El plan tenía como meta construir 2.000 nuevas salas de clases y formar 1.600 nuevos profesores primarios en poco más de tres meses.
El presidente estimaba que el déficit educacional primario llegaba a las 248.460 personas. La construcción acelerada de escuelas se realizó con la colaboración de la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales, complementada con el apoyo de estudiantes universitarios y de las Fuerzas Armadas. Se levantaron 3.539 nuevas salas de clases entre diciembre de 1964 y marzo de 1965. Con esto fue posible disponer de matrícula para 186.105 estudiantes. Más tarde, en 1967 el gobierno anunciaba más de 500.000 nuevas matrículas las que permitían incorporar más alumnos al sistema.
A lo anterior se sumó la formación de profesores. Al igual como sucedió en las primeras décadas del siglo XX, frente a esta carencia se buscó una fórmula para formar docentes de forma rápida. Se creó un Curso de Formación Especial de Profesores Primarios, donde ingresaron jóvenes egresados de la educación secundaria que asistieron a cuatro ciclos de estudios intensivos de pedagogía (en el verano e invierno de 1965 y 1966). Quienes estudiaron en el verano de 1965, con tres meses de formación eran habilitados para trabajar como maestros iniciales ese mismo año.
Este sistema permitió contar con un cuerpo docente numeroso, pero aun así insuficiente. El aumento de la cobertura trajo como problema una formación simplificada y acelerada de docentes. Por ello surgió el apodo de “Profesores Marmicoc”, en referencia a las ollas a presión de cocción rápida. El gobierno buscó complementar lo anterior con la creación del Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigaciones Pedagógicas (CPEIP) que ofrecía cursos y seminarios a los profesores en servicio.
Un problema que persiste
La magnitud del problema se ha mantenido en el tiempo: faltan profesores idóneos, aquellos que el sistema requiere para una formación de excelencia. Si antes fue el exceso de interinos, en detrimento del normalista, en la actualidad es la falta de vocación y especialidad. Debemos considerar también que la oferta de docentes ha cambiado con el tiempo. En el pasado, ser profesor otorgaba a la persona cierta dignidad, ya que la población veía en ellos un símbolo de sabiduría y moralidad. En la actualidad, tal prestigio ha decaído. De acuerdo a un Informe del Banco Interamericano de Desarrollo sobre Latinoamérica, este fenómeno se debió tanto a la creación de cursos de Pedagogía poco regulados como también a la ampliación de opciones laborales para las mujeres: muchas de las más talentosas o motivadas se alejaron de la carrera. Al bajo prestigio de la docencia se liga el histórico tema del escaso atractivo de las remuneraciones percibidas, lo que aleja aún más a los jóvenes de los estudios pedagógicos.
Como sostiene Magdalena Vergara, directora ejecutiva de Acción Educar, si bien la idoneidad representa el escenario ideal, pueden existir excepciones, pues “una persona que no ha estudiado Pedagogía no es necesariamente un mal profesor”. Sin embargo, por mucha capacitación e interés “en ningún caso eso le puede restar importancia al estudio de la Pedagogía, que entrega o debiera entregar las herramientas que permitan un mejor aprendizaje”. Como lo hemos podido revisar en este texto, esta afirmación es tan válida hoy como hace cien años.