Liderar en tiempos de desbordes
En la actualidad, el deber de los intelectuales públicos no es ofrecer certezas sino guiar a las personas a cuestionarse, a mantener a raya el triunfalismo, a desconfiar de la ilusión de tener el control; tal como aprendimos a hacerlo con los contagios y las pandemias, aún sin tener todo claro y sin contar con una solución definitiva.
Vivimos tiempos de desbordes. El fenómeno que se produce cuando un sistema o proceso se sale imprevistamente de su cauce, provocando impactos que se contagian como una epidemia y crean alarma, ansiedad, incertidumbre, tensión, polarización, segregación; también desconfianza en las autoridades, sean brujos, sacerdotes, científicos, políticos o intelectuales públicos, porque no lo previeron ni saben cómo controlarlo.
Los desbordes hacen estallar; provocan situaciones donde el conocimiento anterior se percibe obsoleto y superado, así como los protocolos y prácticas que derivaban del mismo. Se abren controversias radicales en las que todo está mezclado: cuestiones científicas y morales, políticas y técnicas, médicas y económicas, locales y globales.
En estas situaciones es fácil confundirse. De pronto se escucha a científicos que más parecen políticos, a políticos que más parecen profetas, y a profetas que más parecen expertos. Se escucha también la voz de actores que estaban en los márgenes, que eran excluidos, que no tenían voz. Ellos se levantan y, sin pedir permiso, dicen: “Perdónenme, pero lo que está ocurriendo afecta a mi vida y, por lo mismo, yo quiero tener una opinión, quiero participar en la mesa de decisiones”.
Sucede, por ejemplo, ante el calentamiento global. Las generaciones que hoy día habitamos la Tierra no tenemos ninguna experiencia incuestionable a la cual echar mano, ni un liderazgo moral, económico, político ni religioso que sea puro e inimputable, capaz de dirigir a la humanidad para salvarla de esta amenaza. Con la pandemia del covid 19 fue parecido. También en Chile con el 18-O y el proceso constitucional.
¿Hay más incertidumbres que ayer? ¿O más inseguridad? ¿O más amenazas o peligros? No. Lo que pasa es que antaño éramos más ciegos, o más crédulos, o más locales. Acudíamos a la divinidad, a la naturaleza, al destino, a la ciencia, a las ideologías, a los modelos. Contábamos con relatos y liderazgos que nos brindaban confianza o nos consolaban. Esto nos liberaba de la angustia que produce la incertidumbre.
Es la “falacia de la planificación“, concepto acuñado por Daniel Kahneman (Kahneman, D.; 2012). Los humanos, señala, tememos a la incertidumbre por sobre todas las cosas. Para mitigarla, agrega, nos dejamos llevar inevitablemente por un sesgo optimista. Este nos conduce a tener una fe ciega en la amplitud y el poder de nuestro entendimiento, así como en las entidades o personas que –en los tiempos modernos– lo crean y gestionan. Nos lleva también a confiar tozudamente en la fuerza de nuestra voluntad, a minimizar las dificultades y obstáculos, a desechar los escenarios negativos. En otras palabras, el miedo a la incertidumbre nos hace inclinarnos naturalmente a tener una “visión del mundo más benigna de lo que es realmente, a creer que nuestros propios atributos son más favorables de lo que efectivamente son, y a imaginar que las metas que nos ponemos son más alcanzables de lo que son en verdad”. El resultado es que no logramos asumir –o bien derechamente negamos– las debilidades de nuestros proyectos, aun cuando muestren fallas evidentes o no cumplan con lo que se había planeado.
En los tiempos actuales, sin embargo, una humanidad más educada, más sofisticada, más conectada, con más recursos de conocimiento a su disposición (entre otros, la IA), ha dejado de creer “a pie juntillas” en los artefactos, dispositivos, narrativas, instituciones y figuras sagradas o expertas que construían y avalaban la “falacia de la planificación”. Dejamos de “comprarnos” esas respuestas categóricas a las que en el pasado acudíamos para defendernos de la duda y el desasosiego. La secularización, el conocimiento y la conectividad, a la vez que nos arropan y nos dotan de poder y autonomía, paradojalmente nos dejan al desnudo frente a un mundo externo que se nos presenta más complejo y, por lo mismo, amenazante. No hay modo de evitarlo ni de volver atrás.
LA AMENAZA DE UN VIRUS
Antes mencionamos la pandemia del covid 19. Es bueno traerla a colación ya que, aparentemente por arte de magia, ella se ha olvidado, o aparece lejana como una mezcla de sueño y pesadilla. Lo que sucede, en realidad, es que preferimos negarla y rechazarla, pues su recuerdo estropea ese porfiado optimismo al que aludía Kahneman, que lleva a reprimir las dificultades y accidentes, y a creer que tenemos más manejo de nuestras vidas del que realmente tenemos, y que el futuro es más benigno de lo que podría llegar a ser.
¿Por qué no la vimos venir? Sabíamos del comercio de animales vivos en los mercados de China, de los peligros de una fuga de laboratorio, de la ruptura de los equilibrios ecológicos con la industrialización, de la falta de inversión en el sistema público de salud. Pero, a excepción de Bill Gates, no vimos que para la humanidad el peligro más grave provenía de un virus que desataría una pandemia global, antes que de una crisis económica o una conflagración militar.
Lo mismo pasó en Chile con el estallido social de 2019. Con el tiempo también lo hemos olvidado y negado; o bien caricaturizado, como cuando se lo interpreta como el simple fruto de una élite afiebrada, del “octubrismo”. Aquí se aplica otro concepto acuñado por Kahneman: la “falacia narrativa”, esos relatos que “se enfocan en pocos pero llamativos eventos” y que dejan de lado los “innumerables eventos que no ocurrieron” o que pasaron pero de un modo diferente a lo previsto o planeado, con el fin de reforzar nuestra propia visión del mundo, la cual resulta siempre coherente, regular y predecible, fruto de causalidades y no del azar.
Ante el 18-O, sin embargo, prevaleció la misma ceguera que con el virus SARS-CoV-2. No vimos que el sueño meritocrático, que habíamos abrazado y diseminado, se había agotado y se había vuelto una bomba de tiempo. En vez de hacer algo, seguimos diciéndoles a los jóvenes: “Ingresen a la educación terciaria y van a poder alcanzar la cima; inviertan en educación, hipotequen la vida de sus padres y la propia si es necesario: sus esfuerzos serán premiados”. Lo seguimos haciendo en circunstancias que el rendimiento de ese esfuerzo se volvió cada vez más mediocre. Fuimos aún más lejos: ofrecimos gratuidad, de tal modo que se masificara todavía más la educación terciaria, postergando así el momento en que iba a estallar la burbuja, cuando llegara la hora de incorporarse al mercado de trabajo y descubrir de sopetón que las expectativas que se habían creado se frustraban.
Apostamos todas las fichas al crecimiento económico. Con crecimiento pensamos que podíamos soportar el debilitamiento en los nexos familiares, el fin de la religión –con toda la sana dosis de resignación que ella nos otorga–, de los partidos políticos, de los sindicatos, de las juntas de vecinos y del sentimiento de comunidad que ellas generan. Fue como una droga. Hasta que el crecimiento económico se volvió mediocre o al menos insuficiente. Entonces, la ausencia de esos airbags que creaban vínculos y fabricaban resignación frente a las desigualdades y las miserias de la vida terminó teniendo un efecto catastrófico.
Se había venido acumulando, además, otro déficit crítico: una falta de confianza en las instituciones democráticas y en la capacidad del Estado para producir un orden que produjera al mismo tiempo adhesión y temor. Es el rol de las instituciones, como nos enseñara Durkheim, cualquiera sea su tipo. De hecho las más perfectas son las religiosas, porque son instituciones capaces de producir ambas cosas, adhesión y temor; de un lado la salvación y la posibilidad de acceder al paraíso, y del otro la amenaza del infierno y la excomunión o algo similar. Pues bien, esto mismo es lo que tiene que proporcionar el Estado; lo que entró en crisis desde antes de 2019, y que se acentuó exponencialmente con el estallido, la pandemia y sus secuelas: descontrol de la inmigración, inflación y un cariz más osado y violento de la delincuencia. De esta crisis Chile se ha venido recuperando lentamente, a lo que ha contribuido la autoridad mostrada frente a la pandemia, la inflación, la inseguridad, y, a pesar de sus excesos y falta de resultados, el proceso constitucional.
LA ENERGÍA POSITIVA DEL INTELECTUAL
En tiempos de desbordes es obvio que habrá de cambiar el papel de los intelectuales públicos. Ofrecer certezas urbi et orbi, como lo hacían antaño, no tiene destino: ya no disponen de la credibilidad de otras épocas, y sus sentencias y promesas caerán en un saco roto frente a audiencias que han hecho de la incredulidad hacia las elites un rasgo de identidad y seguridad en sí mismas. A los intelectuales públicos lo que les corresponde es, con modestia, enseñar a hacerse las preguntas, a mantener a raya el triunfalismo de los gestores, a poner en duda a los líderes que declaran tener todo bajo control. Su papel, en fin, es contribuir a que las sociedades aprendan a vivir con los desbordes, tal como aprendimos a hacerlo con los contagios y las pandemias, aún sin tener todo claro y sin contar con una solución definitiva.
Como escribe Daniel Innerarity: “En sociedades más simples la ignorancia se debía a la escasez de datos e interacciones, (…) a los peligros naturales, a la imprevisibilidad de los enemigos exteriores. En las sociedades actuales (…) obedece a la ininteligibilidad de un mundo de interdependencias, al exceso de información y ruido, (…) al comportamiento imprevisible de nuestras tecnologías y sus posibles impactos…” (Innerarity, D.; 2022).
Esto no significa, sin embargo, que los intelectuales públicos deban renunciar totalmente al sesgo optimista de otros tiempos. Mejor sería que lo mantengan o lo recuperen. No puede ser que complejidad se conjugue con desesperanza, o desborde con decepción, o inteligencia colectiva con caos, o lo peor, futuro con catástrofe. Las y los intelectuales públicos tienen el deber de no sumarse a ese coro y a su confort moral.
Aunque la guerra no tenga fin hay que seguir batallando por ampliar el poder de nuestro entendimiento, confiando en la capacidad de la voluntad humana para tener un mejor mundo. Sin esta “falacia” –lo afirma el mismo Kahneman– no se emprendería proyecto alguno, en ningún dominio. Todo proyecto envuelve una ilusión, una exageración de las oportunidades, una cierta ceguera hacia las dificultades; en fin, una apuesta.
El gran Albert O. Hirschman lo decía de un modo magistral: “Sin minimizar sus costos y dificultades y sobrevalorar su viabilidad y beneficios no es posible obtener la energía que exige poner en marcha un cambio o un nuevo proyecto u obra”. Aunque se equivoque una y mil veces, el intelectual público debe seguir contribuyendo a proveer esa energía.