punta de una pluma para escribir punta de una pluma para escribir
  • Revista Nº 174
  • Por Manuela Martelli

Columnas

1976: un ejercicio para recuperar la voz

No conocía a mi abuela materna. Murió en 1976. Un año crudo; de los más sangrientos de la dictadura. Un año en que gran parte de nuestro continente se encontraría bajo regímenes militares.

Los últimos años de su vida, mi abuela sufrió de una fuerte depresión. En la familia muchas veces se explicaba ese estado como algo inherente a ella, como si fuera parte de su personalidad. Con el pasar de los años sentí la necesidad de revisar hacia atrás. Algo se sentía incómodo, incompleto. Seguramente había un rasgo depresivo en mi abuela, pero

¿Era posible separar el contexto, cuando era tan evidente el horror y la oscuridad de esos años? ¿Cuánto del espacio íntimo, doméstico, se contaminaba por lo que pasaba afuera?

¿Cuánto de un estado individual no es también uno social?

Quise ir a observar la violencia de esa época desde otro ángulo, concentrándome en ciertos aspectos hasta entonces marginados por la Historia –esa con mayúscula– o la prensa; asuntos que principalmente tenían que ver con las dinámicas familiares y la posición de las mujeres en esos años. Observar la frontera, ese margen difuso entre lo privado y lo público, desde el espacio familiar, en el doble sentido de la palabra.

1976 comenzó como el estudio de un personaje femenino y su entorno. El punto de partida era la historia de mi abuela, pero luego, la película comenzó a abrirse hacia otros relatos de mujeres que quedaron al margen: vidas dedicadas a la crianza y a las cuestiones domésticas; asuntos que aparentemente resultaron irrelevantes para la política.

Carmen, la protagonista, una mujer burguesa cuya vida parece bastante resuelta, sin querer abre una pequeña fisura de esa frontera que la protegía, su comodidad, y se encuentra de frente con el horror. Podría ser una heroína. Alguien que viene a dar una lección de vida, que arriesga todo, y se compromete por una causa política. Pero ese camino me pareció demasiado seguro. No hay duda de que la dictadura fue de los períodos más oscuros en la historia de Chile, pero junto a la oscuridad de la violencia está la oscuridad de los que no quieren ver. Quise situarme en ese lugar más incómodo, donde la heroína es también una antiheroína. Sentí que ese era un lugar que interpelaba en el presente.

Durante el régimen militar, dos mundos opuestos coexistieron. El horror por un lado, un estado de comodidad, por el otro. Esa comodidad exigía ciertas restricciones para que la vida no se volviera una pesadilla; una importante era no mirar al otro lado. Así, esas dos realidades corrían cada una por su propio carril, y si no se presentaba una falla, podían no toparse nunca. Al menos esa era –y me parece que sigue siendo– la ficción.

Pertenezco a la generación de la transición, la que nació en dictadura y fue testigo del retorno a la democracia. Se nos tildó de apolíticos; no hablábamos, no salíamos a la calle, no rompíamos ni rayábamos nada.

Mi sensación, en cambio, es que cargamos no solo el miedo propio, sino también el de nuestros padres. En ese contexto, era mejor quedarse en silencio, no mirar hacia atrás, no revisar ni poner nada en duda. Para mí, 1976 es un ejercicio para recuperar esa voz y esa mirada. Tomando el pasado, hacer un acto de presencia en el presente.