• Revista Nº 176
  • Por Carolina Urrutia

Columnas

El cine chileno y sus resonanciasen una época cambiante 

Si tuviese un adjetivo para calificar el cine chileno, sería diverso. Rico en el ámbito del documental, reflexivo en el campo de la ficción, con varias apuestas que hibridan lo ficcional con lo experimental, con algunas incursiones en el campo de la animación. A veces con narrativas clásicas, otras con películas de época y otras, inspiradas en la convulsa realidad nacional. Filmes de presupuestos altos, y otros muy independientes que se hacen con un mínimo de financiamiento. La mayoría de estos filmes viajan por el mundo, exhibiéndose en ciudades lejanas y cercanas, en festivales de cine, casi todos han tenido sus estrenos en salas locales y muchos de ellos –cada vez más– terminan su recorrido en alguna plataforma de streaming (Netflix, Mubi, Amazon, Ondamedia). Este paisaje vasto y florido del cine chileno actual da cuenta de ciertas transformaciones en el tipo de creaciones que se están realizando.

La primera tiene que ver con el surgimiento e interés, por parte de los directores, de aquello que podríamos denominar como “ficción histórica”, que se relaciona con cintas de época que examinan el pasado poscolonial de Chile, desde una investigación del universo de pueblos y territorios que cambian con la llegada de extranjeros que vienen a modificar una tierra, a explotarla, a educarla, a blanquear formas de vida para reemplazarlas por otras. Me refiero a filmes como Brujería (Christopher Murray), Los colonos (Felipe Gálvez), Blanco en blanco (Theo Court) y Notas para una película (Ignacio Agüero), entre otras. Obras que se pueden agrupar junto a otras que buscan figurar el pasado reciente, desde filmes que abordan el período de la dictadura militar, a partir de ciertos hechos que marcaron la época: el atentado a Pinochet (Matar a Pinochet, de Juan Ignacio Sabatini), el escape de la cárcel en 1990 (Pacto de fuga, de David Albala) o Araña (de Andrés Wood), sobre el grupo Patria y Libertad; o de modo más sutil e intimista en la película de Manuela Martelli, 1976. A diferencia de lo que el público cree, estas cintas no son muchas en el gran espacio de la producción y marcan una suerte de excepción en un cine chileno que es mucho más amplio.

El segundo punto, que aparece como una tendencia, tiene que ver con la multiplicidad de obras contemporáneas inspiradas en hechos reales, locales y actuales, a partir de historias donde la noticia opera como punto de partida, donde los temas, que han estado en el centro de la opinión pública, llamando la atención ciudadana, despertando muchas veces manifestaciones o incluso alcanzando territorios jurídicos, se vuelven centrales a los argumentos. Solo un ejemplo: sobre el problema del Servicio Nacional de Menores, que mucha indignación ha provocado en la opinión pública, han aparecido numerosos filmes: Mala junta y Mis hermanos sueñan despiertos (ambos dirigidos por la cineasta Claudia Huaiquimilla), Blanquita (de Fernando Guzzoni), Ema (de Pablo Larraín) o Los sueños del castillo (de René Ballesteros).

Ambas categorías de películas de ficción que observan e investigan la realidad se relacionan con modos de figurar una época convulsa e incierta: espejo de los conflictos sociales, pensativas en torno a nuestra época. No extraña, entonces, la percepción de que el público se resiste a ver películas nacionales en las salas de cine: si nuestro cine ha alcanzado un lugar relevante en el ámbito internacional es, en buena medida, porque el territorio en los que las obras se muestran se asocia al arte y se aleja de la mercancía, del mero objeto de consumo. Ahora, si nos abrimos al universo del streaming, vemos que aparecen nuevas ventanas de difusión expandiendo no solo el número de espectadores, sino también los alcances y resonancias de nuestro cine.