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  • Por Miguel Laborde Duronea

Columnas

Kenneth White: un poeta nómade

Poeta de espacios libres y pensador original, Kenneth White ya completó su trayectoria; el creador del movimiento geopoético – deseoso de habitar este mundo de otra manera-, dejó de existir el pasado 11 de agosto.

Kenneth White creció en esa costa pedregosa de Escocia, absorto ante la forma de las rocas, el movimiento de las algas, el chillido de las aves, el surco de los cangrejos en la arena. Así comenzó a entrar en el mundo.

Aprender alemán y francés en la universidad, y luego castellano en las vacaciones en España, fue una manera de  acercarse a otras culturas; y de ampliar su mundo. Aunque llegó a ser calificado como “el principal poeta vivo en lengua inglesa” (Le Nouvel Observateur), nunca dejó de moverse hacia otras latitudes; son notables sus textos sobre el sudeste asiático o Escandinavia, notables las citas que hacía de poetas árabes, chinos, japoneses. Fue el creador de una poesía “de vientos abiertos”, quiso que sus palabras corrieran como un río.

No era pura sensibilidad: Al mismo tiempo cultivó la filosofía y la antropología ante la creencia de que habitamos un mundo cada vez más vacío. Ya no están los chamanes inspirados, las ágoras griegas son ruinas ahora, las catedrales se vaciaron de público y el orgulloso hombre del Renacimiento comenzó a sospechar de su grandeza en el siglo XX: ¿Qué queda?

La Tierra… También se sumergió en las cosmogonías precolombinas, para las cuales la naturaleza es un mensaje del Creador, un sistema de señales para orientarse en el universo.

Fue en un viaje americano, al moverse en 1979 a lo largo de la costa canadiense de Saint-Laurent, cuando dio con la palabra que buscaba. Escribió entonces en su libreta. “Viajo a través de las Lautentidas, en ruta hacia el gran espacio blanco de Labrador. Con una noción nueva en mi cabeza: la de la geopoética”.

Percibió “un llamado que nos atrae hacia delante. Siempre más lejos y más afuera. Hasta ya no ser esa persona que conocemos sino una voz, una gran voz anónima que llega desde lejos diciendo diez mil cosas sobre un mundo nuevo. Es necesario que eso comience en alguna parte. Tal vez aquí, y ahora”….

No buscó hacer un argumento ni elevar esos paisajes como símbolos de algo. Es más, habría querido llegar a la Patagonia – quisimos promover un viaje suyo, para leer después sus visiones-, pero este fue un rincón pendiente en sus mapas. No le importaba, sentir lo inmenso del planeta era parte de su placer de vivir. Tampoco andaba haciendo listas de países; se dejaba llevar por señales y vientos, como un nómade.

Tampoco había apuro en sus traslados, ni ansiedad. Ni plan final. Escribió alguna vez que su método se parecía al del pintor: un toque aquí, retroceder, agregar algo allá, en un proceso que no es lineal, que sigue leyes propias, como el mismo viento.

Se identificaba con su imagen de América, enfrentar algo desconocido, diferente. La geopoética era, para él, otro Nuevo Mundo, al que hay que entrar sin prejuicios. Exitoso con su larga lista de libros, prefería el aire libre. Alguna vez se le planteó el tema de pasar a la historia de la literatura, pero comentó que, si se trataba de historias, prefería la de los cataclismos, algo más poderoso; o, más bien, “revelar el paisaje cataclísmico de la tierra en toda su extrañeza y en toda su belleza”.

Eso lo escribió en el prefacio de Le Plateau de l’ Albatros, libro escrito en 1993 y, por desgracia, aún no traducido.

Curioso su destino, ser tan apegado a su tierra – esos paisajes tan presentes en sus poemarios- para terminar radicado en Francia, transformado él mismo en una institución; sus clases sobre poesía del siglo XX eran una serie de conferencias atestadas de jóvenes. Lo habían echado de la universidad de provincia donde enseñaba cuando llegó mayo de 1968 – movimiento con el que simpatizó-, lo que lo empujó a vivir en el sur del país, espacio que le aportó un  periodo fecundo, fértil en lecturas y escrituras. De ahí fue llamado a La Sorbona, en la que permaneció por décadas.

Casado con una francesa, tras renunciar a la docencia terminó sus días en otra costa fría y pedregosa, la de la Bretaña francesa, de vientos fuertes como los que lo estremecían, para sentirse vivo; ahí falleció el pasado 11 de agosto, dejando diez sedes del Instituto Internacional de Geopoética repartidas a lo largo del mundo.

A comienzos de año alcanzó a bosquejarse el futuro: crear un centro cultural en el suroeste de Francia – donde fundó su pensamiento-, para ser diseñado por la arquitecta chilena Cazú Zegers; un proyecto pendiente para acoger su biblioteca y la permanencia su pensamiento.