
La ciudadanía no se aprende de memoria
“¿Cómo nos transformamos en ciudadanos?”, ese fue el título de un curso universitario sobre historia y ciudadanía dictado el año pasado (2019) para estudiantes de pregrado. El desafío era inventar un país y tomar decisiones frente a conflictos reales. Tal cual. Había que imaginar un país nuevo, nombrarlo, georreferenciarlo, definir sus símbolos, el Estado, su composición demográfica, étnica y su cultura. El ejercicio fue excelente y las utopías parecieron posibles. Recuerdo que la gran mayoría de los países adoptaron la democracia como régimen de gobierno, prácticamente todos eran estados multinacionales y en sus constituciones señalaron las condiciones jurídicas de quienes “pertenecían” a la comunidad política; algunos los llamaron “ciudadanos”, otros inventaron nombres y –por cierto– sin excepción declararon el respeto irrestricto a los derechos humanos.
Sorpresivamente en una clase jugamos “Ataque”, un país conquistó a otro y ante la pregunta de qué hacer con los presos políticos, la respuesta inmediata fue demoledora: fusilamiento masivo. El silencio de la sala fue tan elocuente que los mismos estudiantes se disculparon en la clase siguiente y argumentaron a favor de la vida y los derechos universales de justicia.
Ante lo ocurrido, la primera de las lecciones es que la ciudadanía simplemente no se aprende de memoria. El punto está en que tampoco se enseña de memoria. No sirve. Es un concepto demasiado abstracto y amplio, de límites confusos, es todo a la vez y no discrimina. Sabemos que somos ciudadanos porque tenemos pasaporte y se nos instruye en las condiciones en que se ejerce la normativa, pero hasta ahí llegamos. Se nos desvanece el sentido histórico y antropológico más profundo de ser ciudadano, que es el pertenecer a un grupo, a una comunidad política definida.
Articular la ciudadanía como pertenencia supera la norma e implica el reconocimiento de un proyecto común, formado históricamente por capas a través del tiempo, de predisposiciones, conceptos, valores, destrezas, intereses, que se fundan en un pasado compartido e inclinan a los individuos a formar parte de una comunidad específica (familiar, local, nacional). La dimensión temporal propia de toda realidad humana y el sentido de “pertenencia histórica”, es lo que permite al individuo comprenderse como parte de un grupo y comprometerse, actuar, participar, ejercer una responsabilidad correlativa de cada uno con respecto de los otros y valorar la amistad cívica.
Cómo formar ciudadanos es una tarea multidisciplinaria, un campo asociado a la didáctica de la historia y de forma emergente a la formación de una conciencia histórica. Sus marcos conceptuales son novedosos y aún hay poca evidencia empírica para evaluar su impacto. Sin embargo, si hay algo que hemos podido medir estos días en las calles de nuestro país es la profundidad de la crisis de la educación, su desconexión con la formación de ciudadanos y las consecuencias que este divorcio produce en la cohesión social. Esta es la segunda de las lecciones del ejemplo inicial, el fracaso del aula y la docencia en formar una sólida ciudadanía democrática entre la juventud. La constatación actual es desgarradora y es justo hacer nuestro mea culpa e innovar con un sentido de urgencia.