Discapacidad: de la atribución personal a la responsabilización colectiva
La comprensión de “discapacidad” ha cambiado en el tiempo y los paradigmas a la base han condicionado el trato, el lugar y rol de las personas con discapacidad en la sociedad.
En distintos momentos de la historia se las vio como “menos válidas” (o inválidas), “objetos” de intervención o caridad, con escasa “capacidad” (o discapacitadas) para participar en la educación y, sobre todo, en el mundo del trabajo. La connotación negativa a una corporalidad distinta fue atribuida únicamente a condiciones médicas que debían “normalizarse” y “rehabilitarse” gracias al esfuerzo individual.
Desde la década de los 70, diversos movimientos sociales, la exigencia de derechos civiles y el creciente desarrollo del mundo globalizado, han impactado la comprensión que tenemos de discapacidad. La reciente crisis sanitaria, además, evidenció desigualdades en distintos niveles, el acceso a internet y a la información tomaron un rol protagónico y, con ello, creció la inquietud por pensar formas distintas de participar en las escuelas, universidades, trabajos u otros.
Muchas reflexiones de este tiempo reconocen la diversidad de situaciones, y se valoraron más los compromisos que hemos adquirido como sociedad en torno al ejercicio de derechos fundamentales. En ese contexto, las formas en que hoy definimos la discapacidad y nos referimos a ella, se relacionan estrechamente con la posibilidad de impulsar esos derechos. Las transformaciones sociales del último siglo, especialmente aquellas asociadas a movimientos de vida independiente ampliaron la mirada, permitiendo salir de la calificación de condiciones médicas para avanzar hacia el análisis de barreras y facilitadores del entorno. Esta comprensión de la discapacidad desde un paradigma social se ha visto reflejada en las convenciones y definiciones que hoy utilizamos e impactan en cómo ciertos contextos favorecen los derechos no solo a servicios, sino también a la autonomía y autodeterminación.
Hablar de “personas con discapacidad” en vez de “discapacitados” marca un precedente que afirma que hablamos, ante todo, de “personas” que, como tantas otras, tienen características que las vuelven particulares. Se replantean algunas de nuestras más típicas formas de hablar de discapacidad, y aunque aún no existe acuerdo sobre si el término más adecuado es “persona con discapacidad” o “persona en situación de discapacidad”, lo mínimo es poder referirnos a personas.
Importante es no evadir la referencia a discapacidad mediante el uso de términos como “capacidades diferentes” o expresiones como “todos tenemos una discapacidad”. No todos tenemos discapacidad y no todos enfrentamos barreras ni requerimos de apoyos para participar plenamente. Por tanto, reconocer la discapacidad como una interacción entre las características particulares y el entorno es tan relevante como saber que no podemos hablar de inválidos o discapacitados.
También es necesario distinguir que las personas con discapacidad tienen distintas edades, no obstante, es muy común que aún tratándose de personas adultas tendamos a infantilizarlas.
Usamos sus nombres en diminutivo, en espacios públicos les preguntamos a quienes les acompañan por sus preferencias o pensamos que no pueden formar familias. Las personas con discapacidad no siempre “sufren” una condición médica que debe ser rehabilitada o eliminada, pueden participar de distintos espacios con ajustes y apoyos pertinentes y cuando crecen, pueden tener las mismas necesidades e inquietudes vitales.
Como país tenemos grandes desafíos y la forma en que nos referimos a la discapacidad, desde el lenguaje, nos da pistas sobre qué ámbitos debemos intervenir para avanzar hacia transformaciones que aminoren las desigualdades y permitan el acceso no a beneficios, sino a derechos. Para ello, desde nuestro lenguaje, podemos reflexionar sobre nuestras concepciones e incidir en nuestros entornos inmediatos, para avanzar hacia una responsabilización colectiva de la participación de todos y todas.