
Farándula non stop
En el principio, fue el papel couché. La prehistoria de la farándula chilena, afirman los que saben, se remonta a mediados de los setenta, cuando apareció la revista Cosas, seguida de Caras, en 1988. Sin embargo, ambas publicaciones no se inscribían propiamente en la categoría farandulera: cubrían, más bien, los entretelones vitales y profesionales de las estrellas extranjeras y de un puñado de rostros criollos, siempre en un tono intimista y, por momentos, condescendiente. El monstruo, alimentado por ese morbo acaso connatural al ser humano y sustentado en investigaciones periodísticas cada vez más sofisticadas, asomó a fines de los noventa y sacó las garras durante la primera década del siglo XXI, la edad dorada del género en el país.
Entonces, este animal salvaje habitaba un ecosistema abigarrado, constituido por medios impresos, tales como la revista Glamorama y los diarios La Cuarta y Las Últimas Noticias, programas de televisión abierta —Alfombra Roja, Mira Quien Habla y SQP, entre muchos otros— y hasta centros de operación nocturna, como las discotecas Bar 89 y Kmasú. Años más tarde, la irrupción de las redes sociales desvió nuestras miradas hacia las pantallas móviles y la autopromoción. Para cuando se desataron el estallido social y la pandemia, la farándula ya parecía una frivolidad indolente y demodé.

Pero, contra todo pronóstico, volvió con una fuerza inusitada. Junto con el retorno del estelar Primer Plano (Chilevisión), el buque insignia de la farándula televisiva, durante el último tiempo ha surgido una serie de otros espacios faranduleros en el resto de la parrilla abierta, como Sígueme (TV+), Only Fama (Mega) y ¡Hay que decirlo! (Canal 13), a los que habría que agregar la oferta de la televisión por cable —Que te lo digo y Zona de Estrellas (Zona Latina)— y las iniciativas nacidas en la órbita digital, como los sitios elfiltrador.cl y laexclusiva.cl, o bien los podcasts Clase Básica y Bombastic, este último a cargo de la periodista Cecilia Gutiérrez, una referente ineludible del cotilleo local.
El motor detrás de lo que podríamos denominar la neofarándula resulta difícil de describir con exactitud. No obstante, cabe aventurar que, tras un debate público —proyectos constituyentes mediante— altamente politizado, la audiencia habría optado por volver a consumir en masa contenidos ligeros que sirven de “alivio” al laberinto insondable de la convivencia democrática. Tales contenidos, en los que podría incluirse el revival de los reality shows y el regreso de Francisco “Kike” Morandé a la TV, también podrían ofrecer una especie de refugio mental ante la crisis de inseguridad y la incertidumbre económica por las que atraviesa Chile.
Cabe aventurar que, tras un debate público altamente politizado, la audiencia habría optado por volver a consumir en masa contenidos ligeros que sirven de ‘alivio’ al laberinto insondable de la convivencia democrática.
Con todo, hay quien sostiene que, por el contrario, la farándula es un arma cargada de potencial político. “La televisión y la farándula no son aberrantes en sí mismas. Al contrario, pueden ser un instrumento válido de politización, dependiendo de la forma en que se aborden”, se lee en Maldita farándula (Catalonia, 2007), de la expanelista televisiva y actual diputada Pamela Jiles. La tesis de Jiles señala que, en la medida de que da voz a personajes otrora marginados a través de la “opinología” y desacraliza a todo tipo de figuras hurgando en sus miserias, el género democratiza la palestra y fiscaliza el poder simbólico cuando el periodismo “serio” se distrae.
De cualquier modo, el mejor negocio lo tienen ante sí los incumbentes. A fin de cuentas, nuestra curiosidad atávica por los sinsabores ajenos representa una oportunidad de monetización tanto para los oferentes —vía clics y puntos de rating— como para los cuerpos que encarnan el espectáculo, los cuales aprovechan de recargar su vanidad a menudo dañada y brillar en un firmamento de baquelita, así sea durante 15 fugaces minutos de fama.