Han Kang da en el blanco
No fue una sorpresa, aunque muchos insistan que sí. O quizás lo fue si pensamos que un premio siempre es una sorpresa para alguien. Han Kang, escritora surcoreana ganadora del premio Nobel de literatura 2024, llevaba ya años adjudicándose los galardones más importantes del mundo literario. Por solo mencionar uno: fue ganadora (con La Vegetariana, en 2016) y finalista (con Blanco, en 2018) del premio Booker International.
Sus libros han sido llevados al cine y traducidos a múltiples idiomas. El reconocimiento lleva consigo, además, una celebración de las maravillas y las influencias que vemos de esa cultura hoy en todas partes (para toda nuestra gran suerte): desde el pop al cine y, especialmente, la literatura escrita por mujeres. Esas voces feroces que nunca dejan completamente de lado la ternura, esa oscuridad luminosa, esa examinación constante de lo cotidiano, esa atención por las palabras.
La de Han Kang es una obra deslumbrante y es, ojo, una literatura que llegó primero a la traducción en español, gracias a una joven traductora argentina, Sunme Yoon, que publicó La vegetariana en Bajo la luna, una editorial pequeña de ese país, en 2012. Misma traductora que ha seguido traduciendo a Kang para distintas editoriales (Rata, Random House) en las que hoy podemos encontrar sus cuatro libros disponibles, hasta ahora, en nuestro idioma: La vegetariana, Blanco, Actos humanos y La clase de griego.
Y si bien La vegetariana parece haberse llevado toda la atención (y devoción) de los lectores, a mí me gusta siempre recomendar otro libro de Kang: Blanco. Se trata de una meditación sobre ese color (en inglés, tradujeron el libro como The White Book), una en la cual vamos pasando de reflexiones sobre la nieve, al arroz, o la leche, escritas con enorme belleza y profunda atención, para ir pintando, con ello, un retrato del duelo de una mujer por su hermana mayor, quien solo vivió dos horas, al de una madre por su hija recién nacida, envuelta para siempre en una tela color blanco que le dio la bienvenida para convertirse, pronto, tan pronto, en mortaja.
Hay pocos libros que embrujen de esa manera, que se queden en quien los lee como una melodía suave, aunque poderosa, que nunca se va del todo. Kang conoce (y se maravilla y teme y se duele) del poder de las palabras. La luz con la que apunta al lenguaje (y, sí, da siempre en el blanco) está en cada uno de sus libros y desde distintas miradas y voces: los tres retratos de La vegetariana, las múltiples y dolorosas perspectivas de Actos humanos, con voces que incluso hablan desde la muerte, desde la masacre de una violenta represión estudiantil en Corea del Sur, a la sutileza de las palabras que se pierden en La clase de griego (una mujer también en duelo, que deja de hablar e intenta aprender un idioma con un profesor que está dejando de ver). El lenguaje marca imposibilidades, pero también abre caminos, es lo que nos queda para denunciar y lo que puede acercarnos al amor y la belleza. Esa maravilla.
El premio a Han Kang es también –una vez más– un reconocimiento a la labor incansable de traductoras y traductores, que nos dan la posibilidad de acceder al mundo inmenso de la literatura. Yo siempre le pregunto a mis estudiantes y amigos a quienes les gusta leer, si podrían enumerar a veinte traductores (cómo, me imagino, podrían nombrar a veinte autores o autoras). Hasta el momento, nadie ha sido capaz de hacerlo. Ese reconocimiento nos falta. Y es una deuda grande pues les debemos a ellas y a ellos nuestro amor por tantos libros. Por la literatura rusa, la japonesa y de tantos otros lugares.
Vuelvo entonces a celebrar la literatura de Han Kang.
A recomendarles, siempre, Blanco.
Y a preguntarles, antes de despedirme de esta página: ¿podrían nombrar a veinte traductoras o traductores?