
La fuerza (sonora) del amor
“No pensé en llegar a este escenario. Gracias a ustedes, estamos haciendo historia”. Eso dijo en mayo pasado la cantante Myriam Hernández, quien lleva cuatro de sus seis décadas de vida dedicada a la música. La declaración, aunque grandilocuente, es cierta: aquella noche, Hernández se convirtió en la primera solista chilena que se presenta en el Estadio Nacional. La consolidación de la intérprete no resulta extraña tras una trayectoria colmada de hits. Pero también parece el síntoma de un fenómeno más amplio: el regreso, triunfal y sin complejos, del género romántico. O mejor: su presencia porfiada, incluso en tiempos del autotune. No debe suponerse que lo anterior obedece a una pulsión nostálgica. Ahí está David “Kidd Voodoo” León, de 23 años, instalado como un referente del reguetón sentimental. Ahí están las voces jóvenes del mainstream latino, como la argentina Tini y los colombianos Morat, imbatibles con sus canciones pop sobre amor y desamor. Y ahí está la propia Myriam, que ha tejido vínculos creativos con cantantes menores que ella, desde Javiera Mena hasta Princesa Alba.
Si el romanticismo basa su lírica en los sentimientos amorosos en general, la cebolla lo hace con una nota extra de intensidad interpretativa y una estética marcadamente melancólica.
Tal impulso contiene una defensa de nuestra cultura local, puesto que hay algo profundamente latinoamericano en la forma en que producimos música romántica. ¿Qué sería de nuestra banda sonora colectiva sin el tono cantinero de Lucho Barrios ni el timbre grave de Lucho Gatica? ¿Cómo serían nuestros karaokes sin Ana Gabriel? ¿Cuál hubiera sido el destino de nuestra cursilería sin las rimas malsonantes de Ricardo Arjona ni los crescendos destemplados de Ricardo Montaner? Habitaríamos un continente distinto. Más solemne y menos cebolla. ¿De qué hablamos cuando hablamos de canciones cebolleras? Se trata de música romántica, sí, aunque un tipo particular de la misma. Si el romanticismo basa su lírica en los sentimientos amorosos en general, la cebolla lo hace con una nota extra de intensidad interpretativa y una estética marcadamente melancólica. El vasto género romántico admite nombres tan diversos como Natalia Oreiro y Leandro Martínez. El subgénero cebolla, en tanto, cristaliza a través de artistas como Zalo Reyes y Los Ángeles Negros. Estribillo de un pueblo cantando sus penas, la cebolla con frecuencia ha sido mirada despectivamente por los árbitros del buen gusto. A cambio, el contexto popular donde nace y se despliega la ha vuelto fresca y genuina, al margen del cálculo. “Descartada la legitimidad del desprecio con el que se lo mide, podemos escuchar al cantor sentimental como el que está dispuesto a mostrarnos su modo de entender la intimidad y el dolor con más candor que estrategia”, escribe Marisol García en el libro Llora, corazón. El latido de la canción cebolla (2017). Vivimos una época en que ser latinoamericano parece un dato vergonzante, al menos para quien quiere, real o imaginariamente, habitar ciertas regiones del primer mundo. No es la primera vez. Allá aquel que juzgue desde una torre de marfil. Lejos de la autocensura, seguiremos oyendo canciones que nos hagan llorar en una misma lengua. Porque la fuerza del amor, en palabras de Myriam Hernández, hace que todo sea más importante.