
La Historia ya no se estudia, se consume
En las escuelas, la enseñanza de la Historia pierde cada vez más terreno. Se le recortan horas, se la fusiona con otras materias, se la trata como algo prescindible. En un sistema educativo obsesionado con la empleabilidad y las habilidades prácticas, esta disciplina –con sus preguntas difíciles, sus zonas grises y su mirada de largo plazo– parece fuera de lugar. Sin embargo, curiosamente, mientras la educación la desvaloriza, el mercado cultural no deja de explotarla. La novela histórica, las series de época, el cine ambientado en otros siglos: el pasado está en todas partes. La historia, parece, ya no se estudia: se consume.
No hay que despreciar el fenómeno. Muchas novelas históricas y ficciones de época cumplen un rol valioso: despiertan curiosidad, rescatan figuras olvidadas, nos permiten pensar el presente desde otros puntos de vista. Pero también hay una tendencia creciente a convertir el pasado en escenografía o en mera entretención y, cuando eso ocurre, pierde su fuerza más vital: la capacidad de incomodar, de abrir preguntas, de cuestionar.
La Historia no es un archivo polvoriento ni una lista de fechas. Es una práctica interpretativa, una tensión constante entre relatos, una disputa por el sentido de lo que ocurrió y de lo que todavía estamos interpretando. Incluso la ficción histórica participa de esa disputa. Lo que se narra, lo que se omite, cómo se construyen los personajes, qué memorias circulan: todo eso incide en cómo entendemos el mundo. No se trata de exigir exactitud documental a una novela, sino de leerla sabiendo que también está haciendo política cultural. En ese sentido, la ficción ha permitido recuperar, reimaginar y reescribir muchas historias que fueron omitidas. Pero también hay un riesgo cuando el mercado convierte ese gesto en fórmula. Las mismas historias se repiten, los mismos arquetipos circulan y se corre el riesgo de volverse un producto que no hace preguntas.
Por eso preocupa que la Historia se retire de las aulas: porque bien enseñada no forma consumidores, sino ciudadanos. No entrega certezas, sino dudas. Y en tiempos donde todo parece urgencia, esa pausa reflexiva es más necesaria que nunca.
Tal vez por eso preocupa que la Historia se retire de las aulas: porque bien enseñada no forma consumidores, sino ciudadanos. No entrega certezas, sino dudas. Y en tiempos donde todo parece urgencia, esa pausa reflexiva es más necesaria que nunca. La historia, en su mejor versión, no es evasión, sino herramienta. No nos dice qué pensar, pero sí nos obliga a mirar más allá de lo inmediato. La novela histórica, el cine, las series: todo eso puede ser útil, incluso transformador, si se sostiene en una conciencia crítica. Pero para eso necesitamos ciudadanos, no solo espectadores.
El lugar donde esa formación debiera comenzar –la escuela– hoy reduce o elimina la Historia como si fuera prescindible. Y sin ese suelo común, sin esa pregunta insistente por lo que fuimos, el presente se vuelve más débil, más manipulable y corto de memoria.