La voz de los 90
Los Prisioneros tienen la culpa. En realidad, Carlos Fonseca, su mánager. Él insistió en que el primer disco del trío debía llamarse La voz de los ’80. Cuarenta años después, y convertido en un imprescindible de la música chilena, el nombre del álbum posee un peso lapidario.
En términos pop, el ingenioso bautizo sugiere que hubo una voz en aquella década paradójica, entre la monocromía oficial de la dictadura y la efervescencia subterránea de las artes nacionales.
Con el retorno de la democracia, los colores del arcoíris del No anunciaban unos noventa diversos, tolerantes y desprejuiciados. Hoy sabemos que no fueron esa copia feliz de la movida española. Cierto espíritu binario, de elección de bandos, permaneció arraigado en la mentalidad local. Nació una obsesión por identificar La voz de los 90. Esa corona, para la mayoría de los críticos y del público, recayó en Los Tres. Un título revalidado con hiperbólicos titulares luego del anuncio de la reunión del cuarteto clásico en 2023: la banda “más legendaria”, “la más importante del rock chileno”, “la que mejor representó el cancionero nacional de los 90 y la transición”.
Si bien Doble opuesto (1991) es el álbum más popular de La Ley en nuestro país, Invisible (1995) es para mí su obra cumbre. Decidí contar su historia en una crónica retrospectiva. El viaje revisitó una época en que bullía un ecosistema de medios impresos con abundante cobertura a los artistas criollos.
Este enfoque reduccionista invisibilizó a La Ley, una fuerza creativa y comercial como pocas ha presenciado nuestra pequeña y frágil industria discográfica. Me parecía injusto que una banda tan relevante no contara con un libro dedicado a su legado, a diferencia de los dos grupos mencionados y también de Los Jaivas y Los Bunkers.
Si bien Doble opuesto (1991) es el álbum más popular de La Ley en nuestro país, Invisible (1995) es para mí su obra cumbre. Decidí contar su historia en una crónica retrospectiva. El viaje revisitó una época en que bullía un ecosistema de medios impresos con abundante cobertura a los artistas criollos.
En la era predigital, los sellos discográficos ostentaban su poder en la forma de discos de oro y platino por miles de copias vendidas, en casete y cedé; las radios eran la gran puerta de acceso a la nueva música; había mucho espacio para el misterio, el mito y la sorpresa alrededor de los ídolos. Pocas cosas estaban a un clic de distancia.
Invisible fue el disco grabado tras la trágica muerte del guitarrista y fundador de la banda, Andrés Bobe. Fue el registro que los transformó en un referente continental. Canciones como “El duelo” y “Día cero” son las banderas de un relato de sobrevivencia y resurrección, de éxito y residencia en México, de remontada épica en medio de la adversidad. Interpreté el álbum como una radiografía pop sobre la década. Un espejo de nuestros triunfos y temores. Una proyección de la memoria. Los mecanismos de la nostalgia operan y suenan fuerte: los noventa que recuerdo y los que leí se sobreponen, adoptan formas vertiginosas e incluso desconcertantes. Fui fan adolescente de La Ley desde que presencié su espectáculo arrobador en el desangelado Gimnasio Municipal de Curicó; en la ruta vital, con sus álbumes de fondo, me convertí en periodista musical.
Creo que la pasión por un artista no nubla el espíritu crítico; muchas veces lo aguza.
El tiempo expuso que los ochenta no fueron unívocos, sino un coro, una expresión colectiva. Todo período lo es. Pero si tengo que elegir, La Ley fue mi voz de los 90.
Estar comprometido emocionalmente con una obra es un amplificador portentoso de sus alcances y capas más internas. Además de su altísima factura técnica, en coproducción con Humberto Gatica, el alma de Invisible radica en una conjunción sobrenatural de elementos: Bobe, el arquitecto del sonido, operando e inspirando desde el más allá; Beto Cuevas, el letrista y cantante trilingüe en su hora más inspirada; el bajista Luciano Rojas, el baterista Mauricio Clavería y el tecladista Rodrigo Aboitiz, tres músicos excepcionales cohesionados en una fuerza monolítica; Pedro Frugone, el sucesor de Bobe, expandiendo la paleta eléctrica con bienvenidas ondulaciones. El resultado fue un disco sobre la muerte, el cambio y la ausencia. Una excitante mezcla de oscuridad y dolor, pero también de esperanza y hedonismo.
Un álbum de motor oscuro y fúnebre montado en una carrocería pop brillante y viva, igual que la década
que lo vio nacer. El tiempo expuso que los ochenta no fueron unívocos, sino un coro, una expresión colectiva. Todo período lo es. Pero si tengo que elegir, La Ley fue mi voz de los 90.