• Por Francisco Cardemil Pérez

Idea propia

También podría ser un sistema de registro, la ciudad 

La escritura es la medida de sus circunstancias. Como cualquier medio de representación que se acciona sobre su objeto, esta elige qué tomar, posiciona, jerarquiza, acentúa. No existe una escritura completamente inocente de sus efectos ni de sus afectos. “También podría ser un sistema de registro, un libro. Únicamente eso, o hasta eso”, dice Cristina Rivera Garza en Viriditas, donde la escritura es una herramienta para guardar eventos, visiones de lo que hay y de lo que aún no llega. La ciudad aparece entonces como ese lugar otro al que nos arrojamos, casi invariablemente, en el trabajo de escribir. Una psicogeografía –al más puro estilo de los situacionistas– podría ser uno de los símiles más precisos sobre la actividad del escritor o escritora.

La literatura, independientemente de si lo hace desde la ficción o la no ficción, ha funcionado como un espejo que le devuelve a la ciudad una de sus imágenes posibles para luego ofrecerla a su público. Así, el libro que la toma como escenario –o protagonista– nos presenta una forma de entender ese contenedor de la complejidad humana: sus vínculos sociales, políticos, culturales, identitarios, sus ritmos, etcétera. “La ciudad y las palabras” es un ciclo de conferencias que desde 2007 ha preguntado a una serie de escritores sobre la relación entre la ciudad y la escritura. Algunos ofrecen pistas que han recogido de sus colegas, otros se preguntan por las capas que la literatura puede tomar y revelar a partir de sus propias experiencias, donde la urbe resulta inagotable. Siguiendo a Guadalupe Santa Cruz, podríamos decir que la ciudad se compone de ciudades o, casi como si pensara a la par del arquitecto Oswald Mathias Ungers, que vivimos en un gran archipiélago de representaciones.

Esa multiplicidad coincide con la mirada que Iain Sinclair tiene de Londres en la charla incluida en La ciudad de los escritores (Ediciones UC, 2024), donde comparecen una miríada de sus referentes formativos, desde Geoffrey Chaucer hasta J. G. Ballard, y que sintoniza con el resto de las charlas que la acompañan, casi reversionando la idea de Rivera Garza: “También podría ser un sistema de registro, la ciudad”. Alan Pauls profundiza sobre esto en el estimulante retrato que hace de Ricardo Piglia, donde el novelista aparece plenamente dedicado a conocer mediante el extravío, con caminata sin rumbo y conversaciones sostenidas en el vagabundeo.

Pero ¿por qué organizar estas charlas en una Facultad de Arquitectura? Hay cierta resistencia a comprender la escritura como un medio de representación. En palabras de Adrian Forty: “Mientras se le ha prestado bastante atención al rol del dibujo (…) ha habido una tendencia a excluir al lenguaje de la discusión sobre los diferentes medios de la arquitectura, como si no contara”. Este “como si no contara” también ha implicado una despreocupación formal en la producción de textos de arquitectura y una especie de descarte de los textos literarios –y no literarios– que trabajan problemas disciplinares pero que no pertenecen a arquitectos. Quizás vale la pena abrir un poco la mirada y preguntarnos si estos trabajos pueden ayudarnos a ver algo distinto a lo que vemos mediante las herramientas y referentes tradicionales de la arquitectura.

La publicación de este libro deja por escrito lo que algunos escritores ya han pensado y elaborado sobre la ciudad, lo mismo que generaciones más recientes han leído para hacer sus propias exploraciones. Y es justamente ese punto en el que podríamos avanzar. Contrastar, por ejemplo, la Santa Teresa/Juárez de Bolaño con el México fronterizo de Rivera Garza en Autobiografía del algodón, o pensar cómo Buenos Aires se pliega desde Piglia hacia La ciudad invencible de Fernanda Trías. Atender estas dislocaciones podría darnos lugares inesperados para mirar de nuevo la ciudad.