Eduardo Vilches: expresar lo máximo con el mínimo
El artista gráfico, maestro y referente, usa con frecuencia los opuestos: espacio versus forma; blanco en contrapunto al negro. Con estos absolutos el dibujante-grabador-fotógrafo profesor-cultor de bosques y varias veces postulado al Premio Nacional de Arte se afana por llegar a la esencia. Las cruces también son recurrentes en sus obras. Una búsqueda de significados lo llevó a visitar lugares de su infancia y develó el vínculo de estos símbolos con experiencias de su niñez. Hoy, a sus 86 años, está bullente de proyectos que desarrolla mientras continúa dictando clases en la Universidad Católica.
Los 15 primeros días su madre usó luto riguroso, con sombrero y velo negro sobre el rostro. Él tenía cinco años y el acontecimiento que provocó la ausencia definitiva de su padre quedó anclado –como en tantas otras ocasiones en su vida– a la percepción de un detalle: la sábana de color blanco que de modo imperfecto cubría la camilla de la ambulancia, dejando fuera la mano que él reconoció.
“Murió Vilches”, dijo alguien en medio de la muchedumbre apostada alrededor de los dos carros bomba que chocaron camino a apagar un incendio. “Era un domingo y habíamos ido con mi mamá y mi hermana a comprar empanadas al centro de Concepción. Estábamos saliendo de la pastelería cuando supimos del accidente y corrimos hacia allá”.
Así rememora Eduardo Vilches la última vez que vio a su padre, un mártir de la compañía de Bomberos de Concepción. Su madre tenía entonces 26 años y al cabo de un tiempo pasó de “luto severo al medio luto, y luego a la ropa color lila”, cuenta Vilches, en una nueva expresión de su tendencia a asociar los recuerdos con detalles cromáticos.
Al igual que la mayoría de las mujeres de su época, ella no trabajaba y con dos hijos a su cargo decidió volver al hogar de sus padres. “Era una casa grande, de dos patios y largos corredores, ubicada a media cuadra de la Plaza de Armas de Concepción”. Ahí estaban la noche del 24 de enero de 1939 cuando el terremoto de Chillán tuvo un violento correlato en Concepción. “La casa de mis abuelos se cayó y mi hermana, que era unos años menor que yo, murió aplastada por una muralla. No podíamos bajar desde el segundo piso porque la escalera se cortó, y tuvimos que salir por los techos, mientras seguía temblando. Fue aterrador. Parecía que estábamos en guerra”. Después de una primera noche a la intemperie en la Plaza de Armas, su abuelo consiguió una carpa y estuvieron una semana acampando en ese lugar, compartiendo con otras personas que también habían perdido a sus familiares.
Sobre la muerte de la hermana no le hablaron. Simplemente desapareció de un día para otro de su vida. Eran los tiempos en que se pensaba que era mejor no dar muchas explicaciones a los niños. “Quedé traumado por mucho tiempo, tenía pesadillas y despertaba gritando. Eso me duró hasta como los 18 años. Fue algo muy duro”, confesó.
Años después, una prestigiada profesora extranjera que integraba el jurado en un concurso de arte le preguntó a Vilches por qué las cruces se repetían una y otra vez en sus obras. No aceptó como respuesta el “porque me gustan” y lo instó a buscar razones más profundas. Para responder, Vilches realizó un viaje a lugares importantes de su infancia y descubrió cuán relevante había sido en su vida el cementerio, que visitaba junto a su madre, y cómo ese paisaje se mantenía en su memoria.
BATALLA CON LOS NÚMEROS
El dibujo fue la pasión de Eduardo Vilches durante toda su vida escolar, primero en el Deutsche Schule y luego en el Liceo de Concepción.
Al terminar el colegio, pese a su evidente talento en el campo creativo, la posibilidad de estudiar una carrera acorde a su vocación era una opción no viable. “En provincia a nadie se le ocurría que alguien podía seguir Arte como una carrera, porque significaba vivir en la miseria. Además, tenían mala fama los artistas. En ese tiempo existía mucho la bohemia”.
Pensó en ser médico y rindió el bachillerato para estudiar esa profesión, pero no consiguió ingresar a esa carrera y ante la necesidad de trabajar para mantenerse, se vino a Santiago y entró a la empresa Grace y Cía., una enorme firma dedicada al comercio de grandes bienes, incluidos aviones y vapores. “Para mi desgracia el trabajo consistía en contabilidad y yo para las matemáticas era negado”. Seis años trabajó en esa firma, en una labor que no le resultaba grata y, tanto le pesó el descalce con sus intereses, que llegó a enfermarse.
Afortunadamente, la intervención de un amigo logró desviar el curso de su vida en una dirección en que coincidían vocación y trabajo. Su amigo lo animó a que le mostrara sus dibujos a una artista que había estudiado en el Bellas Artes, con maestros como Juan Francisco González. “Tus dibujos son buenos, pero tienes que tomar clases”, fue la respuesta. Y Vilches siguió el consejo. Entró a la academia de pintura en la Casa de la Cultura de Ñuñoa y durante dos años fue alumno de Gregorio de la Fuente, artista a cargo de la cátedra de pintura mural en el Bellas Artes.
PINCELAZOS DEL DESTINO
En los veranos seguía yendo a casa de sus abuelos en Concepción, ciudad que recibía a consagrados en el Arte de nivel mundial, que venían atraídos por un evento de fama transnacional, la Escuela de Verano de la Universidad de Concepción. Se enteró Vilches que en esa instancia dictarían un curso de grabado y quiso matricularse en él, pero una tía lo convenció de tomar otro, el de acuarela con Nemesio Antúnez. Al principio se resistió arguyendo que ni siquiera tenía acuarela. “Yo te presto las mías, me dijo ella. Tenía unas acuarelas sensacionales, porque los aficionados siempre están tan bien equipados. Y así, de rebote llegué a ese curso donde conocí a Nemesio Antúnez y a otros artistas”, recuerda.
Le fue muy bien, al punto que Nemesio Antúnez lo invitó a participar del Taller 99, un espacio de creación colectiva que congregaba en torno al grabado a creadores ya formados, pintores, escultores y arquitectos. Taller 99 fue para Eduardo Vilches la puerta de entrada al mundo del Arte, y para dedicarse completamente a él, renunció a su trabajo del área de contabilidad dispuesto a vivir de los ahorros que había reunido durante sus seis años de empleado con sueldo fijo.
Tenía claro su interés por las formas planas, por eso profundizó de manera autodidacta en técnicas como la xilografía, que se ajustaban más a lo que él buscaba.
Finalizaba la década de los 50 y la Universidad Católica estaba creando la Escuela de Arte. Se necesitaban profesores y Nemesio Antúnez impulsó que artistas de Taller 99 dictaran clases en la naciente unidad académica, entre ellos Roser Bru y Eduardo Vilches. Con bastante terror por su inexperiencia como docente, pero también alentado por la necesidad de tener ingresos, él aceptó.
Mientras se desempeñaba como profesor, conoció a quien sería una figura de gran influencia en su vida, el académico estadounidense Sewell Sillman, quien era ayudante y discípulo del artista Bauhaus Josef Albers.
La ocasión fue la visita que realizó Sillman a Chile para dictar clases como profesor visitante en la Universidad Católica. El consejo de Sillman a Vilches fue: “Tienes que salir de Chile. Anda a alguna parte en el extranjero, no importa dónde, pero tienes que salir”. Le sugirió postular a la beca Fulbright para ir a la Universidad de Yale, donde él hacía clases, advirtiéndole que ser aceptado en esa institución privada no sería fácil. Vilches lo consiguió y Sillman fue su tutor durante el año de estudios que realizó en la emblemática institución norteamericana, desde el año 59 al 60. Le preparó un programa especial, con cursos que le proporcionaron la base de conocimientos que necesitaba.
“Mis profesores en Yale habían sido formadores en la Bauhaus, la mejor escuela de Arte del siglo XX. Ese año de estudio lo aproveché intensamente”. Uno de los conocimientos que absorbió con voracidad fue el de fundamentos y expresiones del color, a través del curso ideado por Albers y que vivió como una verdadera revelación.
De vuelta a Chile replicó la aprendido creando el curso de color para la Escuela de Arte de la UC, una asignatura que se mantiene hasta hoy con los lineamientos que él fundó, pese a los cambios en las mallas curriculares y otras modificaciones que las carreras universitarias usualmente experimentan. En sus más de 60 años como académico, ha sido profesor de varias generaciones de artistas. Entre sus alumnos se cuentan nombres como Arturo Duclos, Mario Soro y Mónica Bengoa, por mencionar solo algunos.
Tres veces lo han postulado al Premio Nacional de Arte, una acción que él pide no repetir asegurando que no necesita más honores, aunque el dinero sí le vendría bien, agrega con picardía. “Nunca he recibido platas caídas del cielo, siempre me ha costado. Y no quiero que me pase como a la Matilde Pérez, que la presentaron varias veces y no se lo dieron nunca. A Nemesio Antúnez tampoco, ¡y se lo merecía de más!”.
En la actualidad, Eduardo Vilches continúa dictando clases en la Universidad Católica, institución que en 1999 lo nombró profesor emérito, un reconocimiento que se confiere a académicos de la más alta jerarquía, por sus méritos y contribución al saber superior. Pero hoy solo trabaja durante la primera mitad del año. La segunda la reserva para ir junto a su esposa, la profesora e investigadora de cine Alicia Vega, a Chiloé, donde está comenzando una obra que, nuevamente, conjuga formas y vacíos. El material es un bosque nativo, donde el artista va creando espacios en medio de la vegetación.
Tiene más de 80 especies de árboles, arbustos y hierbas, en las dos hectáreas de bosque. Allí introdujo nuevas especies, como el raulí. “En otoño sus hojas se ponen rojas. En Chiloé todo es verde, no hay árboles de hoja caduca o que cambien de color”, destaca Vilches. Su intervención en el bosque “es una obra viva, que va cambiando a medida que pasa el tiempo”, asegura el artista. “Tratamos de que no se note la intervención. La idea es seguir los senderos que ya existían y algunos espacios definirlos más. Como uno ya es viejo no tiene tiempo de ver crecer los árboles, entonces lo que hacemos es sacar, despejar, producir unos espacios fantásticos. El bosque es mágico”, concluye.
EL SONIDO DE LOS COLORES
Un entusiasmo desbordante se apodera de Eduardo Vilches mientras observa un video sobre el proyecto artístico que está realizando en el bosque nativo de variadas especies, ubicado en Llau-Llao, cerca de Castro. Las imágenes, que fueron parte de su más reciente exposición Diagramas, lo muestran recorriendo los senderos y miradores que forman parte de su intervención.
—¿Qué es para usted el color?
—Un lenguaje a través del cual uno se puede expresar. Los colores significan algo. Son como los instrumentos musicales, que comunican a través del sonido.
—¿Por qué trabaja tanto con el blanco y el negro?
—Es porque me interesan las formas, las siluetas…
—¿Y por qué la forma?
—Quizás por el accidente de mi padre, por el terremoto. Fueron acontecimientos muy violentos, muy radicales: blanco y negro. La vida-la muerte, el ying y el yang. El lenguaje de las formas y las líneas es lo que permite ser más definitivo. Uno no puede mostrarlo todo, porque no se entiende, entonces hay que hacer un resumen, una abstracción.
—Uno de sus alumnos decía que usted no enseña color, sino ética. ¿Cómo interpreta esa aseveración?
—Significa que lo que uno haga, tiene que tener un sentido. Las propuestas no se hacen porque sí, deben tener una causa, un fin, un objetivo.
—¿Y cuál es la finalidad del Arte?
—Tiene que ver con la gente, con el mundo que nos rodea. El Arte es para mostrar los problemas, no para resolverlos. Hay que estar atento al mundo, a lo que pasa, y manifestarse. La forma de manifestarse es lo que le da carácter a lo que uno hace.
—En sus obras evolucionó desde lo abstracto hacia el realismo. ¿Por qué?
—Por el interés por la gente. En los años 60 empezó a surgir en el país el deseo de mejorar las cosas para los más necesitados. Era la época de la reforma en la UC. Se trataba de que la universidad se abriera un poco, de que no fuera una torre de marfil. Se comenzaron a hacer talleres en poblaciones. Yo nunca había estado en una población, y mientras uno no está ahí, no sabe lo que es la miseria, no tener agua y tener que caminar varias cuadras para ir a buscarla. Quedé impactado. Hasta ese momento yo hacía grabados cada vez más abstractos que entendían solo los arquitectos. Ellos siempre han sido mi público por esa cosa sintética que tienen. Y pensé, estoy interesado en los problemas que están pasando y estoy haciendo algo que ven apenas unos pocos. Entonces decidí que no iba a mostrar los problemas a través de las abstracciones, sino que buscaría realizar un trabajo más asequible.
—Algunas de sus creaciones tienen mensajes que trascienden lo evidente… Como la serie de fotografías que tomó desde su habitación.
—Esas fotografías dan cuenta del tiempo. Puse una cámara fija en mi dormitorio y durante más de dos años tomé fotos de la plaza de enfrente, en distintas estaciones del año, siempre con el mismo encuadre. Muestran que el tiempo transcurre y la situación se mantiene igual. Las tomé en años difíciles, de limitaciones. Tuvimos 17 años de dictadura, encerrados en un ambiente, sin la posibilidad de manifestarse abiertamente. La percepción del tiempo es distinta para cada persona. Había gente que estaba feliz, y otra que estaba angustiada.
Y los cristos en el alféizar son como los cuerpos de tantas personas que murieron en esa época. Es decir, adquieren otro significado.
—¿Cómo vivió esos años?
—Yo fui muy afectado por el golpe. Perdí amigos. Y pasé susto, a pesar de que con mi mujer nunca estuvimos metidos en política, ni lo estaré, porque considero que el Arte es libre. Si uno ingresa a un partido, ahí le dicen qué es lo que tiene que hacer. En el Arte nadie me dice nada, hago lo que quiero, soy libre. El Arte es libre y hay que cuidarlo.