• Revista Nº 161
  • Por Miguel Laborde Duronea

Miramundo

Juan Arnau: “Es hora de una cultura de la empatía”

Este astrofísico y reconocido pensador español concita atención. no aceptó el universo mecanicista que le ofrecieron, donde la conciencia humana es un mero accidente. Derivó en la filosofía. una donde el asombro, la imaginación y la confianza son esenciales.

Hijo de una familia que pasaba sus vacaciones en una cabaña de montaña en Teruel, fue un niño deslumbrado con la bóveda estrellada y, a la hora de escoger su camino, estudió Astrofísica. Al final, decepcionado, se buscó otro destino.

Lector de novelas de aventuras –Joseph Conrad, Herman Melville–, después de titularse anduvo un año y medio en un velero por el Mediterráneo, el Caribe y el Atlántico. Tras decidir alejarse del racionalismo europeo, estudió filosofía en la India y en México, para luego volver a Europa y comenzar a publicar libros muy celebrados, como Manual de filosofía portátil, Elogio del asombro y La invención de la libertad, en el que rinde homenaje a tres pensadores que no se sometieron a la dictadura de lo racional: William James, Henri Bergson y Alfred Whitehead.

En España es reconocido como un pensador integral, cuyo mundo se parece al común, donde la espontaneidad, la simpatía y la imaginación son importantes; y la creatividad, la empatía y la confianza son medios para acceder al conocimiento.

—Usted ha hablado de “la sociedad de la distracción”. ¿Es optimista a pesar de que las plataformas tecnológicas no dejen de crecer y nos saturen?

—Bueno, siempre que hay un imperio, surge una resistencia. Creo que somos muchos a los que no nos gusta llevar a PACA –Pantalla Autoiluminada Captadora de Atención–, que es como llamo a este pequeño invasor, táctil y luminoso, desde el que se escuchan voces. La imaginación creativa disminuye proporcionalmente a la avalancha de imágenes que recibimos, vivimos la imaginación de forma pasiva, y esto es desastroso para la psique que así no tiene tiempo de resolver sus propias inquietudes.

—En su Manual de filosofía portátil destaca lo mucho que viajaron Platón, Tomás de Aquino, Montaigne. ¿Considera que el tiempo para estar consigo y el de asomarse a otras culturas son necesarios para sentir el mundo?

—La búsqueda de aventuras es la búsqueda de los propios límites. Cuando estos ya son muy reconocibles, uno deja de buscarlos. Es una manera de ir conociéndose, un poco más cansadora quizás, y una forma estupenda de hacer amigos. Conservo los de entonces y aunque no nos vemos mucho, nos vigilamos desde la distancia. El mar es, además, un medio muy educativo, te enseña muy rápido a distinguir lo necesario de lo inútil.

—¿Qué le llevó a la India?

—La verdad es que no sé de dónde vino mi atracción por la India, quizás de los cuentos del Premio Nobel Tagore que mi madre me leía a orillas del río Turia. El caso es que tenía muy claro que acabaría viajando a la India, aunque no era hippie, no bebía té ni hacía yoga, prefería el whisky o la cerveza. Tuve la suerte de que Víctor Erice me escribiera una carta de recomendación y me dieron una beca para estudiar las películas de Calcuta, las llamadas Art movies. En la India viajé mucho, descubrí un país alucinante y antiguo, donde la modernidad parecía no haber llegado, era como visitar otro planeta. Empecé a investigar su cultura y filosofía en la Universidad de Benarés, allí conocí al sanscritista Óscar Pujol. Muchos paseos y conversaciones me decidieron a profundizar en el tema.

Viajar a la India es como ir al pasado. Ciertos rincones de ese país tienen la virtud de ofrecer el paisaje de la Antigüedad, y no hablo de arquitecturas sino de formas de vida y pensamiento. En ese sentido, nos ayuda a saber de dónde venimos y si hemos perdido algo en el trayecto. A mi regreso solicité una beca para hacer un doctorado en indología en el Colegio de México, y me fui para allá a estudiar sánscrito y el pensamiento de brahmanes y budistas. En los noventa, para conocer la India en España había que irse a América, algo parecido a lo que hizo Colón.

—Usted es filósofo, ¿por qué estudió Astrofísica?

—De niño veraneaba en Rubielos de Mora, un pueblo de Teruel. Mis padres habían construido una casa de montaña alejada del pueblo y el cielo nocturno ofrecía un contraste excepcional. A veces subía unas mantas al tejado y dormía bajo las estrellas. Esa “atracción” fue la que decidió por mí. Al principio fue apasionante. Me interesaban la cosmología, el origen del universo y la vida de las estrellas que nacen, crecen, se reproducen y mueren, se comportan como seres vivos y esa idea me fascinaba. ¡Por algo habían sido los domicilios simbólicos de la antigüedad! Pueden devorarse amorosamente o convivir pacíficamente durante mucho tiempo y morir emitiendo un destello de luz. La carrera era dura y exigía grandes conocimientos de análisis matemático, álgebra y geometría, eso ya no era tan divertido. Cuando terminé no me acabó de convencer, el universo parecía un lugar frío y desafecto, donde la vida y la conciencia no era más que un accidente.

 

Imaginar el futuro

Bien recibido en el mundo de los humanistas, obtuvo el Premio de la Crítica Valenciana y fue finalista del Premio Nacional de Ensayo por su hoy célebre Manual de filosofía portátil. En su último libro, Historia de la imaginación (Espasa, 2020), apunta a un problema del pensamiento occidental que le parece grave: dejar de lado la imaginación, a la que considera indispensable para tener una mirada capaz de abordar un tema con todas sus relaciones y vínculos, y así superar el racionalismo que pretendió explicarlo todo, dejando fuera lo misterioso del mundo.

—En ese libro dice que el destino del mundo dependerá de cómo seamos capaces de imaginarlo, y luego, de crearlo; ¿le preocupa el futuro?

—Einstein, como todos aquellos que se han formado en las matemáticas, postulaba que había unas leyes inmutables de la naturaleza, afirmación que siguen la mayoría de los físicos. Creía en un universo en evolución donde todo cambia, pero donde algo permanecía igual: unas leyes escritas en un lenguaje simbólico y que habitaban, por así decirlo, un cielo matemático. No deja de ser curioso que el genio y la imaginación de Einstein, que abrieron las puertas a la física cuántica, no pudieran aceptar una de sus consecuencias: el universo abierto, que las leyes del mundo puedan cambiar, una evolución radical en la que ese dios simbólico no está hecho, sino que se va haciendo a medida que se hacen sus criaturas. Einstein prefería un mundo acabado, donde la partida ya estaba jugada, aunque no conociéramos su desenlace (solo Dios lo sabía). El filósofo Nagarjuna lo decía de un modo elocuente: “el padre hace al hijo tanto como el hijo al padre”. Esa participación radical es la que me interesa y a ella está dedicada la Historia de la imaginación, donde se apuesta por una imaginación activa y participativa que ayuda a construir mundo, a hacer mundo.

—¿Cree usted que la especialización científica, con todos sus logros, tiene sus días contados?

—Ella es una consecuencia de la especialización del trabajo y del conocimiento que se produjo tras la revolución científica e industrial. Hoy día, y esta es una cuestión de máxima importancia, el mundo libra una batalla latente entre tecnócratas y humanistas. Los primeros detentan el poder de lo cuantitativo, los números que rigen la economía y la riqueza de las sociedades, y creen tener ganada la batalla a los humanistas, cuya ingenuidad aboga por lo cualitativo y lo creativo. Pero en el fondo del motor interno del aparato financiero, ese que hoy devora la economía real, en su raíz más profunda no encontramos los algoritmos de los ordenadores que controlan los mercados bursátiles, sino pasiones como la codicia o la envidia. Y sobre estas los tecnócratas apenas saben nada, solo se dejan arrastrar. En ellas son los humanistas los expertos, de modo que los problemas generados por un mundo en brazos de la técnica solo podrán resolverse mediante el humanismo.

—Al final de su libro menciona a los algoritmos como un pensar mecanicista que podría tener consecuencias catastróficas: ¿A qué se refiere?

—En algunas disciplinas científicas, no solo el análisis de datos se deja en manos de los algoritmos, también su interpretación. Pero ellos no son neutrales, fueron creados por un programador que tiene una visión del mundo, generalmente mecanicista o cuantitativa, y esto supone un alejamiento completo de la naturaleza.

La civilización occidental ha recorrido un largo camino hasta separarse de la naturaleza. Al principio, es el cristianismo el que la despoja de su valor sagrado; después el pensamiento cartesiano la reduce a una cosa inanimada; la revolución industrial exhorta su conquista y explotación indiscriminada; y ahora ha quedado reducida a ser una escenografía. Un agonizante “parque temático utilitario”.

—En la Toledo de tiempos del Obispo Raimundo (año 1126) confluyeron lo cristiano, lo hebraico y lo árabe, con lo que se logró –en tolerancia– traspasar el mundo antiguo e inaugurar el europeo. ¿Nos hemos alejado unas culturas de otras?

—Alguien dijo que quien no conoce una lengua extranjera no conoce la suya propia. Salir permite ver las cosas desde fuera. En mi primera estancia en India no dejé de pensar en la impronta del cristianismo en el pensamiento europeo (marxismo y positivismo). Nunca me había alejado de esa esfera de influencia y el desplazamiento me permitió ver por primera vez nuestra civilización (ese cruce de helenismo y judaísmo), por fuera. Desde entonces he vivido en Asia, América y Europa, y he pasado largas temporadas en África. Todas esas experiencias te arrojan a lo que yo llamo el “vértigo antropológico” y se corre el riesgo de no saber dónde se encuentra uno. Pero la Ilustración europea, que fue una Ilustración de salón, de gente muy poco viajada, derivó en el colonialismo y en el modelo que hoy quieren imponer el capital y las grandes corporaciones. En este sentido, los países con un pasado indígena vivo, como Chile, no tienen una perspectiva de la historia tan uniformada.

—Usted se ha referido al impulso a la modernidad que significó la aparición de América; esa apertura contrasta con la destrucción de monumentos a los conquistadores. ¿Ha fallado España en ofrecer narrativas?

—Cualquier persona bien informada sabe que se hicieron barbaridades, pero también se exportaron valores y formas de vida sin los cuales Latinoamérica no sería lo que es hoy. No podemos juzgar el pasado con las premisas del presente. Sería como pedir a italianos y griegos que pidieran perdón por las conquistas de César o Alejandro. El español fue el primer imperio moderno y sufrió embates que no recibieron otros imperios.

—Es muy hermoso lo que cita del poeta Novalis, sobre la necesidad de “una ciencia que dé cuenta de las operaciones del espíritu”.

—Si algo podemos aprender de la historia del pensamiento es que la solución al enigma del mundo no puede ser simbólica, una frase o un conjunto de frases, como tampoco una ecuación o un conjunto de ellas. Como decía David Bohm, las teorías son ventanas o no son nada. La pregunta filosófica por excelencia es: ¿En qué cultura mental debo ejercitarme para llevar una vida plena y sana? En este sentido muchos planteamientos científicos, sobre todo de las neurociencias, no ayudan.

—Con relación a eso y al intento de avanzar hacia un mundo perfecto, usted reivindica lo inacabado, a Parménides diciendo que “todo está a la vez lleno de luz y de noche oscura”; ¿debiéramos asumirnos como tales los humanos, imperfectos, insatisfechos?

—El mundo perfecto es la gran memez. No sabemos vivir en el paraíso. Fuimos una vez expulsados de él y no es un lugar que nos convenga. La vida es imperfecta, contradictoria. Esa utopía es una proyección del sueño matemático, de lo que yo llamo la tentación geométrica, en la que han caído grandes pensadores. La vía sana se ríe de la geometría y del álgebra, como nos lo enseñaron Diógenes y Empédocles, también Berkeley o Buda.

—Si el hombre imagina el mundo, y luego procede a crearlo de acuerdo a esas imágenes, ¿diría usted que este mundo es su imagen y semejanza?

—Hay que tener cuidado con lo que soñamos, pues podría hacerse realidad. Conviene desconfiar de estos grandes proyectos, de la solución total, tan americana. Hay que ir viviendo y avanzando, penetrando cada vez más en el sentir de la vida y el pensamiento, de un modo discreto, casi diría que íntimo. Todo lo demás es propaganda. Hemos abusado de la filosofía crítica, es hora de una cultura de la empatía, de ver con los ojos de otro, de congeniar. La filosofía debería ser un arte de la simpatía, y la simpatía nace en el corazón.

—¿A propósito de este presente, cree que la ciencia podrá salvarnos de la pandemia?

—Idolatrar la ciencia, como hacen algunos seguidores acientíficos, es tan necio como negar sus logros. Hoy vivimos en la época de la tecnolatría y todos estos matices se pierden en acalorados debates. No se trata de ciencia sí o ciencia no, se trata de qué queremos hacer, como especie, con los logros de las diversas ciencias y cómo han de orientarse estas. Cuando se pierde el sentido de pertenencia al orden natural, la ciencia desvaría.

Arnau está de escritor residente en la Universidad de Granada y, como profesor de filosofía moral, sigue fiel a la idea de que su disciplina es para vivirla más que para estudiarla. Le viene bien esa casa de estudios, premiada con la Estrella de Oro del Programa Erasmus por la integración de profesores y alumnos de todos los continentes.

Dice que a Chile no ha venido, pero tiene el desierto de Atacama entre sus destinos pendientes, un lugar donde, como en su infancia, las estrellas siguen siendo seres vivos.