Fotografía de Pedro Morandé Fotografía de Pedro Morandé
  • Revista Nº 157
  • Por Eliana Rozas y Claudio Rolle
  • Fotografía de Luis Barriga

Miramundo

Pedro Morandé: una mirada con la distancia necesaria

El sociólogo, exprorrector, exdecano y más reciente doctor scientiae et honoris causa de la Universidad Católica, se aleja de las convulsiones en esta conversación. Precisamente, para interpretarlas. Con su reconocida lucidez, que convive con una proverbial falta de pretensión, acepta compartir con Revista Universitaria sus reflexiones acerca del presente de las que han sido sus grandes preocupaciones intelectuales: Chile, América latina, la universidad y la iglesia católica.

El rector de la UC, Ignacio Sánchez, lo ha definido como  “el intelectual de mayor renombre nacional e internacional que ha tenido la universidad en décadas”; y el de la UDP, Carlos Peña, como “el intelectual católico chileno más relevante del siglo XX”. Pedro Morandé, doctor en sociología por la Universidad de Erlangen-Nürenberg, exdecano por  muchos  períodos  de  la facultad de la Universidad Católica donde se cultiva esa disciplina, exprorrector también de la UC, exconsultor del Consejo Pontificio para la Cultura, es un autor prolífico. A la lista de sus haberes intelectuales recientemente ha sumado otro: su alma mater le ha conferido el grado académico honorífico de doctor scientiae et honoris causa.

Con su reconocida lucidez, que convive con una proverbial falta de pretensión, acepta compartir con Revista Universitaria sus reflexiones acerca del presente de las que han sido sus grandes preocupaciones intelectuales: Chile, América Latina, la universidad y la iglesia católica. En Cultura y democratización en América Latina, su obra más sobresaliente, Pedro Morandé indagó en los que considera son los principales rasgos de la historia latinoamericana marcada, entre otras cosas, por un abrupto paso de la oralidad a la escritura (que, a su juicio, explica que aun hoy no se entienda lo que se lee y sea lo oral lo que define aquello que se quiere comunicar); una constitución de estados soberanos no vinculada a la disputa entre reformados y católicos; y una evangelización realizada a partir de las órdenes mendicantes, sobre todo la de los franciscanos, fundamental a su juicio en la formación de la religiosidad popular. Esas son, afirma, huellas imborrables que se siguen manifestando, aunque no dan origen a una identidad homogénea: “Para mí la identidad es histórica y está relacionada con la vivencia real de las comunidades, que varía enormemente en todo el territorio de América latina”.

 

En la fotografía Pedro Morandé sentado en el living de su casa siendo entrevistado por Eliana Rozas y Claudio Rolle

LAS RAÍCES Y LA IDEOLOGÍA EN AMÉRICA LATINA

—En esa perspectiva histórica, la región está viendo la emergencia de fuertes nacionalismos y de una revitalización de lo indígena. ¿Cómo interpreta eso a la luz de su concepción de lo latinoamericano?

—Pienso que los dos temas tienen bastante de ideológico y de movimientos de ciertas élites ideológicas, más que de una reivindicación popular.

En el caso mapuche, la única novedad, aunque muy importante, es que muchos de ellos ahora ya no solo son profesionales universitarios, sino que hasta doctores en distintas disciplinas. Entonces, están pensando su propia realidad desde sí mismos, desde su tradición particular. Por eso, hay que tener las antenas muy orientadas para ver cómo elaboran e interpretan su historia. Salvo eso, el resto de los nacionalismos fue impuesto por los estados nacionales.

—De un modo algo voluntarista, ¿no?

—Claro. Por ejemplo, los mapuches estaban tanto del lado chileno como del argentino y hasta el día de hoy en la Patagonia hay un campo de libre circulación donde es difícil establecer fronteras. Los movimientos migratorios de la sierra a las ciudades también han demostrado que la población aborigen es bastante permeable y, en cierta medida, deseosa de integrarse a los sistemas que llevan a la globalización y a la comprensión más universal del fenómeno humano. Separemos, eso sí, los otros problemas que son de derechos conculcados. Hay cosas que tienen que ver con la tradición cultural, y otras, con circunstancias históricas particulares de la dominación o expansión del estado. En ese sentido, yo no veo que haya nacionalismos con un origen cultural  expresable en términos políticos, como en Europa. Entre los catalanes, los vascos, los gallegos, los escoceses, no solo hay identidades culturales ancestrales, sino también reivindicaciones de autogobierno, dentro de lo que es posible. No veo que los nacionalismos latinoamericanos tengan ese carácter.

—¿Se imponen superestructuralmente?

—Sí, como ciertas tendencias ideológicas de malestar frente a la globalización, por una parte. Se busca una cierta autonomía de lo que ocurre en otros países, de modo que no tengamos que estar dependiendo a cada instante del cambio de gobierno de nuestros vecinos o de las grandes potencias.

—¿Y esas circunstancias le hacen sentido al electorado y por eso vota a esos nacionalismos?

—Exacto, pero normalmente los vota no por nacionalismo, sino por la reivindicación social que llevan consigo. Así veo el fenómeno del peronismo, de Evo Morales y, en su origen, el de Chávez. Lo que pasa en este caso es que después se impuso una cúpula política, que no correspondía a la reivindicación social original.

—Su idea de lo latinoamericano está atravesada por lo cristiano. ¿Cómo cree que afecta la crisis de los abusos?

—Lo más afectado es el prestigio público de las instituciones religiosas. Que a lo largo de la historia de América Latina haya habido sacerdotes con convivencia marital, distintas formas de ilícito vinculado a la actividad sexual, es parte de nuestra tradición. En Bolivia, Venezuela o Brasil uno encuentra a diario fenómenos de este tipo y va a seguir encontrándolos, creo yo. Pero ¿qué es lo que marca en este caso? Primero, el abuso de menores y el carácter sagrado que tenía la educación, por la que la iglesia se jugó en este continente, incluso más que por otras cosas, como la reforma agraria o el sindicalismo. Que la educación quede cuestionada por la práctica de la pedofilia es algo muy serio; quiebra la tradición de la confianza. La otra gran fuente de desprestigio es la hipocresía o el ocultamiento de los fenómenos. Que las instituciones sean disfraces para la conducta de las personas pone la discusión en otro nivel, uno que no es el habitual en que se mueve la población. Parte de la crisis de la iglesia es una crisis de confianza en la institución, particularmente en las escuelas.

—¿Piensa que las personas, creyentes o no, están entendiendo a las instituciones religiosas y a la iglesia católica en particular como un disfraz?

—Yo creo que eso es lo que ha impuesto el peso de los hechos. A lo que voy es que hay que distinguir a una persona que está siguiendo un camino y lo desvía momentáneamente porque se enamora, por ejemplo, de otra que sigue sistemáticamente un patrón de conducta, sabiendo que se va a escudar, protegido por una institución.

Trayectoria y reconocimiento

Trayectoria y reconocimiento

Como “el intelectual de mayor renombre, nacional e internacional, que ha tenido la universidad en décadas”, definió el rector de la UC, Ignacio Sánchez, al profesor Morandé, quien en 2019 recibió el grado de doctor scientiae et honoris causa.

LA UNIVERSIDAD COMO CONVIVENCIA DE SOLITARIOS

Aunque con un carácter menos trágico que el del abuso sexual, dice que eso que describe como utilización de la institución se da también en otros ámbitos, incluido el universitario: “Siempre hablaba, cuando era una de sus autoridades, en contra de los divos que usaban la universidad para su propia imagen”.

“Por eso, en mi caso personal –ahonda–, yo tomé la decisión, tuviese el cargo que tuviese, de siempre hacer clases a los estudiantes que venían entrando. Otros decían ‘no, tienes que publicar’. Yo creo que los estudiantes de primer año son lo más importante, porque la universidad es una experiencia de solidaridad intergeneracional y no un conjunto de divos. Creo que eso responde a la esencia de cómo uno la experimenta: un espacio de libertad para aprender con otros y buscar la sabiduría con otros”.

—De sus respuestas parece deducirse que advierte una tensión no resuelta entre la investigación y la docencia en las universidades hoy.

—Yo diría mal resuelta. Eso tiene múltiples aspectos. Desde institucionales propiamente, donde se ponen los incentivos en la obtención de proyectos de investigación, y si  de más envergadura, mejor, sacrificando la docencia del pregrado. Ahí hay un problema de incentivo administrativo que consiste en no premiar la docencia y sí la investigación, que justifico en períodos determinados, cuando la investigación ha estado más de capa caída, pero no a permanencia y nunca al precio de olvidarse del compromiso con los estudiantes de pregrado, que es el primero que tenemos como universidad. Pero hay también una cosa más de fondo y preocupante, que es no entender la universidad como una convivencia intergeneracional. En el fondo, la mayor esperanza que se puede tener es formar gente que va a tomar la posta cuando uno no esté. Hay una cierta tendencia a un utilitarismo o funcionalismo excesivo, que la gente se oriente tanto a los logros y al objetivo propio y descuide que está en una experiencia cultural más amplia, de solidaridad entre generaciones.

—En la situación que describe, ¿qué posibilidad hay de que en las universidades se dé ese pensamiento de síntesis del que ha hablado y del que Cultura y modernización en América Latina es un ejemplo?

—El pensamiento por su propia naturaleza busca la síntesis, que no es desconocer la variedad, sino estar abierto a ella y al relativismo de las circunstancias, de los puntos de vista disciplinarios y de las personas según su edad, su condición sexual, en fin. Pero el pensamiento siempre trata de unificar porque el comprender algo como aún no comprendido o que exige replantear los conceptos con que se había trabajado es una forma de buscar la síntesis. Síntesis no es una sumatoria dentro del eje que uno está siguiendo. La gran diferencia entre los que se orientan a la cultura y los propiamente científicos es que el eje del horizonte de la cultura es la sabiduría, un pensamiento sapiencial. El otro es un pensamiento eficiente, capaz de producir resultados que cambien las cosas. Y los dos conviven en la universidad, pero creo que el primero tiene mayor capacidad de síntesis y amplitud que el segundo.

 

Fotografía de Pedro Morandé

 

—En el discurso del doctorado scientiae et honoris causa habló de la soledad como un valor en la universidad. ¿Cómo es que esa convivencia intergeneracional deja un espacio para la soledad como valor?

—Hay  que  tomar  distancia  para  ver  un  fenómeno  en su conjunto. Es verdad que se corre el riesgo de ocultar los detalles, pero de otra manera no se sale de ellos. El sentido siempre está referido a una totalidad, a un horizonte. Desde ese punto de vista, siempre se necesita una cierta distancia, que puede ser en el tiempo, buscando períodos de más larga duración; una distancia en relación con los intereses económicos de la aplicación. Y eso hoy no es nada trivial, porque sabemos que las ciencias y sus productos pueden generar mucho dinero y hacer riquísimas a muchas personas. También, distancia del poder político, de la discusión de  turno del foro público. Cuando vienen todos estos intereses que disminuyen el horizonte o el plazo, en el fondo no se puede pensar, y uno termina por adherir a la mayoría, simplemente. La libertad de pensamiento está sola, porque está enfrentada a sí misma, a la propia capacidad de darse por satisfecho con los resultados de la inteligencia. Ese es un punto esencial en la vida universitaria. Por eso no me gustan los premios.

—Es muy sugerente la idea que propone, la de la universidad como una aventura común, pero de solitarios.

—Claro, en la medida en que alguien está consciente y aprecia hondamente la libertad de su inteligencia, mucha más convivencia puede hacer con otros. El que duda de su propia experiencia intelectual no puede enseñar nada. Esa cuota de autonomía propia de la libertad exige considerar que uno no es el centro, sino que está en medio de un horizonte que lo envuelve y se mueve con uno. Esa idea del horizonte que se desplaza con la propia actividad es para mí la esencia de la experiencia universitaria. Y es lo que yo valoro, más allá de cualquier reconocimiento. Cada  vez  más, llego a la idea de que la libertad del espíritu es la esencia del ser humano.

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