Fotografía de Roser Bru Fotografía de Roser Bru
  • Revista Nº 165
  • Por Claudia Campaña

Protagónicas(os)

Roser Bru: el arte de la memoria (1923-2021)

A la artista le gustaba rememorar, reunir el pasado y el presente para señalar que no somos ni los primeros ni los últimos; la intertextualidad pictórica se convirtió en su sello. Decidió consagrar buena parte de su tiempo a las artes visuales y con un pincel, un lápiz o un buril, se dedicó infatigablemente a realizar imágenes sobre lienzo o papel. Estos son hoy su legado y testimonio de temas que consideraba relevantes, como la complejidad de la condición femenina o las biografías marcadas por la dificultad y el talento.

Guardo nítida en mi memoria la voz de  Roser Bru el día en que la conocí: “¡Hola bonita, que yo ya estoy en la ‘premuerte’!”, fue una de las primeras frases que me dijo. De allí en adelante me la repetiría una y otra vez. “Tienes aún mucha vida por delante, Roser”, le rebatía yo, y aunque ella se alegraba, insistía en su estado de “premuerte”. Lo decía con la cara llena de risa, era su muletilla, su manera de recordar a sus interlocutores la fragilidad y caducidad de la vida.

Bru decidió consagrar buena parte de su tiempo a las artes visuales y, con un pincel, un lápiz o un buril, se dedicó infatigablemente a realizar imágenes sobre lienzo o papel. Estos son hoy su legado y testimonio de temas que consideraba relevantes, como la complejidad de la condición femenina o las biografías marcadas por la dificultad y el talento.

La conmovían y obsesionaban las vidas de ciertos pintores y escritores torcidas por el destino, acaso porque la suya también lo fue; nacida en Cataluña, a los 16 años se vio obligada por la Guerra Civil Española a dejar su tierra natal y llegó a Chile un 1 de septiembre de 1939 a bordo del Winnipeg –la historia es archiconocida–. Como le importaba y le dolía el prójimo, optó consecuentemente por una obra figurativa que, poniendo el acento en el ser humano, está poblada de rostros reconocibles: Diego Velázquez, Mariana de Austria, la Infanta Margarita, Frida Kahlo, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, César Vallejo, Franz Kafka y Arthur Rimbaud (ver figura 1), por nombrar solo algunos. Se ocupó también de representar objetos cotidianos (mesas, camas) que acompañan al hombre todos los días y, con menor frecuencia, frutos como la sandía o las granadas que, para ella, eran un señalamiento de los fluidos, del sexo y del dolor femenino.

Roser Bru murió a los 98 años, el 26 de mayo de 2021; un año marcado por la pandemia, las cuarentenas y el distanciamiento físico. Fue velada en el Museo Nacional de Bellas Artes y correspondía que así fuese, pues ella integra ese selecto grupo de las únicas seis mujeres que han recibido, hasta ahora, el Premio Nacional de Artes Plásticas en Chile: Marta Colvin (1970), Ana Cortés (1974), Lily Garafulic (1995), Gracia Barrios (2011), Paz Errázuriz (2017) y la misma Bru (2015). Y estoy cierta de que, de no haber sido por la alerta sanitaria, hubiese tenido una despedida masiva pues fue una mujer amable, generosa, llena de energía y, por ende, querida y admirada por muchos.

Para recordar y celebrar la larga y fructífera vida de esta talentosa mujer menuda de melena negra, madre de dos hijas, profesora de las primeras generaciones de la Escuela de Arte de la UC y figura icónica del Taller 99 –donde concurrió hasta que el cuerpo se lo permitió–, analizo a continuación una obra muy poco conocida, que me permitirá explicar lo que a la artista le interesaba resolver estética y temáticamente.

La huella de Velásquez

La huella de Velásquez

Roser Bru delante de “Una aproximación a las meninas por encargo de Emilio Ellena”, 1984.

ENCUENTROS, MUJERES Y APROPIACIONES

En 1984, a los 61 años, Bru pintó “Venus versus Seurat” (ver figura 2), un acrílico sobre tela de 162 x 135 cm, firmado y fechado. En este reunió pictóricamente a la famosa Venus de Milo con una de las figuras femeninas más conspicuas de “Una tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte” (1884-1886), la obra maestra de Georges Seurat (1859-1891). Sé que su trabajo siempre encierra un guiño a su propia biografía, y me pregunto qué quiso comunicar al juntar a estos dos íconos del arte occidental en un mismo soporte. Aunque ahora lamento no haberle consultado directamente a ella, he estudiado lo suficiente su catálogo como para intentar una decodificación de este cuadro. Así, propongo que la obra es un comentario visual sobre los estereotipos femeninos presentes en la memoria colectiva y, a partir de ellos, acerca del rol que se le ha impuesto por siglos a la mujer en la sociedad. Pienso, además, que puede ser un homenaje a Seurat, pintor francés que murió de difteria con solo 31 años de edad–tragedia que la artista no puede haber pasado por alto–.

A la izquierda del espectador se encuentra una figura blanca, fácilmente asociable a una de las “obras símbolo” del Museo del Louvre: la “Venus de Milo” (130 a.C. a 100 a.C.), de la cual esta imagen es un eco. Dicha escultura ha ayudado a comprender lo que los griegos entendían por cánones clásicos, deidad y belleza femenina. El original de mármol está deteriorado por el paso del tiempo y no conserva sus brazos, lo que influye en que el observador la perciba algo “indefensa e imperfecta”, generándose en este un cierto deseo de protección y empatía. Consecuente con su narrativa, Bru optó por referirse pictóricamente a una escultura de una mujer bella aunque deteriorada (malherida), apropiándose nada menos que de uno de los íconos a partir del cual se construyó nuestra idea de una mujer hermosa: rostro joven, calmo y proporcionado, con nariz recta y pechos tanto rellenos como simétricos. O sea, trabajó a partir de un estereotipo de sensualidad y erotismo femenino. Un volumen donde piernas y caderas están envueltas en una tela dejando ver, exprofeso, el comienzo del pubis o “monte de Venus”. El paño podría “caer” si la extremidad izquierda –ligeramente levantada– bajara: provocando un desnudo total; el espectador entonces mira, desea y fantasea, por lo cual es posible asegurar que Bru escogió esta imagen para criticar, entre otros, el rol de objeto sexual que se ha asignado a la mujer.

 

Roser Bru. “Rimbaud a Claudia Campaña”, 2007. Dibujo a lápiz grafito sobre papel, 34 x 24,1 cm.

Figura 1. Roser Bru. “Rimbaud a Claudia Campaña”, 2007. Dibujo a lápiz grafito sobre papel, 34 x 24,1 cm.

La Venus de Bru mira hacia la derecha y en dirección a otra figura femenina de perfil y de pie, quien, al igual que aquella, parece congelada en el tiempo. Sobrevestida con ropas de colores bermellón, carmín y violeta parece ser el contrapunto de la diosa. Aparentemente, estaríamos observando dos tipos de mujeres: el símbolo erótico a la izquierda y la dama recatada a la derecha. Pero, nótese que las figuras están conectadas a nivel de la cintura por líneas diagonales con las fechas “II s. a.C.” y “1890”, en el extremo izquierdo y derecho respectivamente. Muy precisos, dichos trazos actúan como “línea de tiempo”, como vínculo o suerte de cordón umbilical que une ambos cuerpos señalando que estos comparten una historia de género.

La obra alude, claro está, a la condición femenina, tema recurrente en la obra de la artista. Así, la figura de la derecha se relaciona con la obsesión de Bru por lo que ella denominaba “mujeres clausuradas”, tanto en el pasado como en el presente. “Mi problema es la mujer clausurada, porque el hombre clausurado no existe”, me señaló en innumerables veces y, en efecto, vuelve en este óleo sobre el tema que la había ocupado desde la década de los setenta, incorporando a la muy vestida y entallada parisina de Seurat que, como la Venus, aparece monumental y volumétrica. En el que se supone es/fue un signo de fertilidad y atractivo, la figura exhibe una abismal diferencia entre caderas y cintura gracias a su aparatosa falda que, al igual que los guardainfantes de las figuras femeninas velazqueñas que tantas veces pintó Bru, dota a la mujer de enormes caderas. Estoy segura de que, mientras la artista trabajaba en este lienzo, tiene que haber pensado en la dictadura de la alta moda y el corsé –que, decía, daba a la mujer aspecto de “gran pantalla, de lámpara”–.

He señalado en anteriores publicaciones que la pintora percibía los vestuarios femeninos como un espejo de nuestra cultura: era muy consciente de que las ropas podían convertir a la mujer en un cuerpo-objeto –en un elemento decorativo–, y le interesaba subrayar que habían sido diseñadas ya sea para esconder o para resaltar el sexo de sus congéneres. Así, se tomó la libertad de añadir a su Venus una mano construida con colores rosa, que parece agarrar la tela alrededor de las caderas, aunque en realidad la extremidad superior derecha tanto cubre como señala y protege el sexo, recordando con ello la función reproductora de la mujer.

Por otra parte, firmó la obra cerca de la cintura de la “mujer recatada”, ironizando de esta forma respecto a la obra de Seurat, en la que dicha figura se encuentra a la sombra de una figura masculina (aquí solo insinuada); la cual desde el siglo XIX se ha identificado como la amante de un caballero burgués –hay estudiosos que en ella incluso reconocen a una prostituta decimonónica, junto a la cual el pintor francés colocó una mascota, un pequeño mono con una cadena que Bru, en este caso, omitió–.

 

Roser Bru. “Venus versus Seurat”, 1984. Acrílico sobre tela, 162 x 135 cm.

Figura 2. Roser Bru. “Venus versus Seurat”, 1984. Acrílico sobre tela, 162 x 135 cm. Colección privada. Derechos reservados Fundación Roser Bru.

En esta tela, dos íconos de las artes visuales comparten protagonismo y se recortan contra un fondo dividido entre campos rosas y violáceos –colores cálidos asociados a la mujer–. El binomio alude a la diversidad y la complejidad de la naturaleza femenina: en un mismo espacio/cuadro se reúnen la diosa, la seductora, la ramera, la madre, la amiga, la “clausurada”, la mutilada y más. Inanimadas y enigmáticas por siempre, ninguna puede escapar de su posición –no pueden “caminar” pues no tienen señaladas sus extremidades inferiores–, con lo cual parece que no logran eludir los roles que la sociedad les ha asignado.

Pasivas y “silenciosas”, están construidas, sin embargo, con líneas sinuosas y diagonales que dibujan contornos y les dan fluidez visual, recordando que el cuerpo humano está diseñado para evitar la rigidez con movimientos curvos; ello implica que la posibilidad de cambio está latente.

Esta pintura es evidencia de que el “ser mujer” definió buena parte del arte de Bru. Se trata de un encuentro de dos figuras femeninas, que podría interpretarse, por último, como un resumen de la biografía de la artista marcada por dos nacionalidades –por una experiencia de residencia y tránsito entre dos continentes (Europa y Sudamérica)–.

A Roser Bru le gustaba rememorar, reunir el pasado y el presente para señalar que no somos ni los primeros ni los últimos; la intertextualidad pictórica se convirtió en su sello. Entabló un diálogo permanente con sus predecesores creativos y recicló las imágenes de otros para recordar, a todo aquel que contemplara su obra, que quienes han partido merecen seguir entre nosotros.