Sergio Larraín García Moreno: la emoción y la regla
La voluntad de no subordinarse a la norma será el sello de su trabajo y de su vida y el buscar, en cambio, el trabajo innovador y arriesgado. Desde aquellos años formativos en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica, Larraín quiso aportar a los proyectos una cuota de fantasía. La búsqueda de la libertad creativa será una constante en su vida profesional y, con el paso de los años, el reconocimiento de un patrimonio colmado de experiencias en el cual inspirarse.
En su vida extensa, que lo llevó casi a vivir un siglo (1905-1999), Sergio Larraín García-Moreno hizo numerosos aprendizajes, a través de la atenta observación del mundo y el actuar humano. También de los retos que enfrentó al asumir tareas de conducción y de responsabilidad, de formación y creación, de comunicación y reflexión con comunidades y equipos en el desarrollo de su ejercicio profesional. En esa trayectoria, Larraín ha sido reconocido como maestro y figura fundamental de su andadura a lo largo del siglo XX.
Esos aprendizajes alimentaron su docencia, su arquitectura, su servicio público y su generoso aporte a la sociedad con sus legados patrimoniales. He usado en el título de esta nota una expresión que el sociólogo italiano Domenico Di Masi propuso hace ya treinta años. Este autor destaca que, frente al significativo esfuerzo teórico y práctico de regular, maximizar y parcializar el trabajo ejecutivo, han surgido en el tiempo propuestas para aprovechar las potencialidades del grupo creativo. De este modo, el trabajo de equipo, la cooperación, la importancia de la informalidad y la estética hicieron posible el cultivo de un terreno emotivo, donde nacen las grandes ideas que cambian al mundo. Sergio Larraín fue protagonista de un esfuerzo de este tipo en el medio nacional, resistiéndose al peso excesivo de la regla que en sus años de formación y estudio estaba representada por la arquitectura clásica y, en particular, por la dimensión normativa que tenía en el tratado de Vignola una clara expresión.
Desde joven, aún antes de ingresar a la universidad, Larraín se había formado en la apreciación de las artes durante los años en que vivió en Europa y pudo barruntar los aires de integración entre la arquitectura moderna y la creación artística, que se desarrollaba con vigor en esos años.
Será el sello de su trabajo y de su vida esta voluntad de no subordinarse a la norma y la regla técnica seca y el buscar, en cambio, el trabajo innovador, arriesgado y libre. Desde aquellos años formativos en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica, Larraín buscó aportar a los proyectos una cuota de fantasía, intuyendo entonces que no hay regla sin emoción. A lo largo de su vida profesional será una constante la búsqueda de la libertad creativa y, con el paso de los años, el reconocimiento de un patrimonio colmado de experiencias en el cual inspirarse en el estudio y en la práctica de la arquitectura.
El reconocimiento de la experiencia y la temprana valoración de lo patrimonial tenían, en parte, fundamento en los años de vida que pasó en Europa, en los de formación por el arte y la educación de los sentidos, así como por el contacto con las grandes obras de la historia de la arquitectura. A lo anterior se suman las expresiones de una nueva arquitectura y sus propuestas a la docencia de la historia de esta disciplina, que desarrolló por varios años en la escuela que lo formó.
UN “ESPACIO” FECUNDO
El estudio necesario para la enseñanza y los aprendizajes que la educación reporta al docente lo hicieron descubrir dimensiones y retos de las formas más antiguas de la creación humana y de las arquitecturas arcaicas. En este momento se encontró con la creatividad americana que lo iniciaría en un ámbito que luego será fundamental en su vida. En ese estudio para la docencia, Larraín se convirtió en un mediador, en pasador de experiencias, ideas e intuiciones que complementaron su obra como arquitecto con obras innovadoras.
Ya convertido en profesional y trabajando en una oficina con Jorge Arteaga, Larraín proyectó el primer edificio de arquitectura decididamente moderna de Santiago: el edificio Oberpaur, un hito en la historia de esta disciplina en el país. Con muy poca distancia de tiempo, Larraín construyó el edificio Santa Lucía, situado al frente del cerro del mismo nombre, en el que persistió en el uso de una arquitectura de vanguardia.
En el año 1929, a los 24 años se mostró capaz de proponer formas audaces e innovadoras para el Santiago de la época, con proporciones, materiales, técnicas y lenguajes en cierto modo inéditos. Esto le valió críticas que se manifestaron, en parte, con llamar “Barco” al edificio Santa Lucía, pero también admiración ante el valor de una propuesta nueva y moderna.
En el curso de la década del treinta, con las dificultades derivadas de las crisis económica, política y social que vivieron Chile y el mundo, Larraín centró su atención en el desarrollo urbano y en los retos que la reflexión teórica y la experiencia práctica de otros países mostraban como posibilidades. Este interés se profundizó con el tiempo dejando huella en su actividad como regidor por Santiago y en edificios emblemáticos de esa concepción de la arquitectura articulada con las áreas verdes –como ocurrió con el edificio Plaza de Armas–. También lo llevaron a impulsar en los años 60, desde la UC, la creación del CIDU (Centro Interdisciplinario de Desarrollo Urbano).
En esta materia en particular, Larraín mostró una atenta escucha, respondiendo a necesidades más o menos urgentes y demostrando una capacidad de propuesta y convicción para la construcción de escenarios nuevos, proporcionando al debate político y social conocimientos y un desarrollo profesional orientado a mejorar la calidad de vida de los chilenos.
Larraín entendió el trabajo de arquitecto como una labor de equipo que, en sus primeros años, desarrolló con Jorge Arteaga, pero que más tarde se extendería incluyendo a profesionales más jóvenes, varios de ellos exalumnos de la UC.
La idea del trabajo creativo de equipo rondaba en las mentes de los arquitectos formados en las universidades de Chile y Católica durante la tercera década del siglo XX. Frente a esta inquietud, algunos de ellos buscaron el encuentro y espacios de expresión y, para ello, crearon un grupo de discusión y propuesta al que denominaron Espacio. En este círculo, las experiencias y encuentros de Larraín a través de sus viajes y lecturas se transmitieron de manera fecunda e informal, de modo vital y libre, contribuyendo a la apertura de horizontes renovadores y a la disposición y la búsqueda que caracterizó a esa generación de arquitectos.
EL MAGISTERIO DE LARRAÍN
Desde mediados de los años cuarenta, Sergio Larraín desarrolló aún más esa voluntad de trabajo colaborativo uniéndose a Emilio Duhart, con quien tuvo una larga relación de trabajo y a la que se incorporaron luego otros arquitectos jóvenes y talentosos como Mario Pérez de Arce y Alberto Piwonka. Con este equipo abordaron varios proyectos de alta significación para la ciudad y la disciplina, entre los que destaca el Colegio del Verbo Divino, en Las Condes, y el ya mencionado Edificio Plaza de Armas. El trabajo de búsqueda y creación colectiva, de cooperación y de equipo, estaba desarrollándose de manera significativa en el mundo de la arquitectura, donde la figura de Larraín era reconocida y respetada, respaldada por su obra significativa y por el trabajo de formación ejercido como profesor universitario.
En efecto, Larraín trabajó durante muchos años en la Universidad Católica y fue allí donde desarrolló alguno de los rasgos que lo han hecho una figura memorable como líder intelectual, innovador y conductor de procesos de crecimiento. Con la distancia de los años se puede apreciar aún con mayor claridad la centralidad del magisterio de Larraín en ese estilo que, sin descuidar ni la regla ni la emoción, buscaba la innovación, la eficacia y la belleza, como resultado de un proceso de libre y debatida búsqueda.
Con su experiencia de vida, con su talento profesional y su libertad de espíritu, Larraín fue siempre un hombre abierto al mundo entero y servidor, con esa mirada, de su comunidad más cercana. Por eso ocupó cargos públicos –no solo políticos sino de Estado– como cuando fue embajador de Chile en Perú durante los años sesenta. Por eso también fue sensible a las necesidades de cambio y a las realidades emergentes al pensar la arquitectura, el urbanismo y la sociedad.
UN AIRE DE TRANSFORMACIONES
A fines de la década de los cuarenta, los estudiantes de arquitectura de la UC iniciaron un movimiento de protesta y contestación del modo de enseñanza de la disciplina, aún ancladas en las formas clásicas que ya habían sido cuestionadas por la generación de Larraín. Los jóvenes deseaban la afirmación de una arquitectura modernista y abierta al mundo contemporáneo y, por ello, el acto con el que el movimiento alcanzó su momento de mayor visibilidad fue la rupturista quema de los ejemplares del tratado de Vignola, texto esencial en la formación básica de la arquitectura hasta esa época. Se trató de un momento liminal para la Escuela de Arquitectura y para la apertura de oportunidades de cambio en dirección de las formas y modo de trabajo que Larraín y su equipo cultivaban. Comenzaba a soplar un aire de cambios que algunos años más tarde se consolidó cuando Sergio Larraín fue nombrado decano.
En ese momento, se inició un proceso de conducción de la vida institucional de una comunidad comprometida con las transformaciones de la sociedad, que veía en su decano a una figura que, con la autoridad de su obra y la apertura de su estilo, permitiría un desarrollo significativo para el trabajo formativo de la facultad.
Larraín no defraudó esas expectativas. Se ocupó tempranamente por fomentar la formación de profesores con programas de becas de perfeccionamiento fuera del país y, al mismo tiempo, promovió una iniciativa que dejó una profunda huella en la vida de la Facultad de Arquitectura y de la universidad: la creación del programa de profesores visitantes. Fruto de este llegó a Chile Joseph Albers, que se convertiría en uno de los fundadores de la Escuela de Arte nacida en el periodo del decanato de Larraín.
La decisión de trasladar la facultad a la actual sede de Lo Contador fue uno de los gestos más representativos de esa audacia creativa y valoración de la experiencia. Fue un gesto elocuente y significativo el elegir a la vieja casona colonial como el lugar desde donde se formarían en el oficio los arquitectos. Se ponía de relieve un reconocimiento de ciertos saberes ancestrales que se podían ver en las alamedas, las acequias y las pircas. En los modos de demarcar el espacio que han determinado la vida de la ciudad y su lugar en ella. El propio Sergio Larraín optó por dejar la casa moderna que se había construido para trasladarse a una construcción de faena, adyacente a la casona de Lo Contador. Él mismo diría más tarde: “Dejé la vanguardia para trasladarme a una casa de barro y paja”. En esta expresión de libertad y convicción, de coherencia y valoración del patrimonio, concepto que aún no tenía ni la visibilidad ni la centralidad de hoy, Larraín fue un hombre adelantado, atento a poder compartir lo que en su vida había recibido en el ámbito de las artes y la arquitectura, ampliando horizontes y ofreciendo espacios de encuentro.
FASCINACIÓN POR LOS PUEBLOS ORIGINARIOS
Una última manifestación de esa noción de reciprocidad, por lo mucho recibido en una vida académica y profesional, se hizo evidente en uno de sus legados más potentes y que reflejan una característica de Larraín desarrollada a lo largo de varias décadas de coleccionismo de arte.
El arte de los pueblos originarios de este continente lo había fascinado desde sus años de juventud, pero desde los cuarenta había comenzado una notable tarea de búsqueda de obras y creación de una colección extraordinaria. El arquitecto quiso donar a la ciudad de Santiago este tesoro, en un esfuerzo por sensibilizar a los chilenos frente al patrimonio artístico americano y dar la posibilidad de mostrar a los visitantes la variedad y la riqueza de la sensibilidad de los pueblos “precolombinos”, como quedó plasmado en el nombre del museo. El Museo Chileno de Arte Precolombino es, en cierto modo, un monumento a la memoria de Sergio Larraín quien, con alma grande, libertad y genio, supo poner sus talentos al servicio de la vida en mejores espacios, en mejores ciudades. El arquitecto dio parte importante de su vida a la UC con sus años de docencia y gestión universitaria, y también, con su inagotable creatividad, con su capacidad de fundar y refundar, de proponer y sostener iniciativas, de cultivar campos e ideas entre las que el despertar de la conciencia patrimonial tiene un lugar particular. Por ello, es significativo que uno de los creadores de la arquitectura modernista en Chile, un hombre de novedades y vanguardias, dejara a la universidad la casa de barro y paja que eligió para vivir y, en donde, de manera vicaria vive aún en los profesores y estudiantes y, especialmente, en el Centro del Patrimonio de la UC.