Bernabé Santelices: científico de aguas profundas
Figura relevante como especialista mundial en algas del Pacífico Sur, Bernabé Santelices, Premio Nacional de Ciencias 2012, descubrió cuánto nos falta para incorporar más valor a nuestros productos de exportación y así crecer en un contexto competitivo global. Luego de su sensible fallecimiento, rescatamos este diálogo con el académico desde nuestro archivo RU ( nº119, noviembre 2012)
Su metódico trabajo en el Departamento de Ecología de la Facultad de Ciencias Biológicas se alteró con el Premio Nacional. Y es que su visión de ciencia y desarrollo –relación que ha estudiado con casos de todo el mundo, pero especialmente de Iberoamérica–, más su condición de miembro del Consejo Superior de Educación, colaborador en Conicyt –fue uno de los gestores del sistema de fondos– y del programa Fondecyt, lo han transformado en un referente más allá de la ciencia pura. Hoy es un promotor de políticas públicas para que Chile, ciencia y tecnología mediante, cumpla sus metas de crecimiento en las décadas próximas.
Titulado de la UC en 1966 como profesor de Ciencias Naturales con mención en Biología, Santelices está cerca del medio siglo de investigaciones en ciencias del mar, una tarea pendiente hasta ese momento en un país con tantas costas e islas. Así, ha sido testigo y también protagonista de cómo los pescados y mariscos se han incorporado a la agenda nacional, sobre todo en millonarias exportaciones. Hasta su especialidad –las algas– entró en esta escena gracias al auge gastronómico del sushi.
Es un dinamismo que jamás soñó cuando, con su diploma de doctor en Ciencias Botánicas de la Universidad de Hawaii bajo el brazo, regresó al país dispuesto a una labor anónima y discreta en la Facultad de Ciencias Biológicas UC en un Chile que parecía olvidado del mar.
Pero nada fue en vano. Conocer la riqueza de los mares de Hawaii, los herbarios de algas en Europa, los centros de cultivos de algas en China y Japón, y un año sabático para ordenar sus investigaciones –1988– le hicieron avanzar al máximo en su especialidad. De paso, con grandes reconocimientos internacionales, como el Premio en Ciencias Biológicas de la OEA, el de la International Foundation for Sciencies de Suecia y el Marinalg International –número uno entre 250 presentados, por ser “el más útil al desarrollo económico de los recursos algueros del mundo”–. En realidad, no hay espacio para enumerar todas sus distinciones, aunque las más duraderas provienen de colegas que han bautizado dos especies con su nombre en reconocimiento a sus trabajos: la Petrohua bernabei y la Gelidium bernabei.
En síntesis, cuando Chile comenzó a aprovechar y exportar sus productos del mar, el nuevo Premio Nacional estaba más que preparado para entregar su aporte.
—La Pedagogía fue su inicio y es una de las razones del Premio Nacional. ¿Ella es su vocación fundamental o fue un modo de acercarse a la ciencia?
—Fue casi un accidente histórico. Desde el colegio me gustó la Biología y tenía en mi casa un microscopio, una lupa para mirar organismos y, por entonces, con esos intereses solo cabía ser médico o profesor de Ciencias Naturales. Mi puntaje en el Bachillerato lo decidió, porque alcanzaba para ser profesor y no médico, pero tuve la fortuna de que justo, en el segundo semestre de 1962, en la UC se hizo un experimento que marcó mi vida. Fue un curso impartido por dos médicos con formación biológica, Patricio Sánchez y Luis Izquierdo, especial para los que estudiábamos Pedagogía. Nos presentaron todas las especies, desde los protozoos hasta el ser humano, su citología, morfología, genética, embriología, tres veces a la semana con prácticas en las tardes; una verdadera “bacanal” de biología. Ya no pude pensar en otra cosa. A nivel de tercer año esos mismos profesores, como querían formar biólogos en la UC, ofrecían unas prácticas de investigación en que pagaban algo pero, sobre todo, transmitían su entusiasmo. De ahí salimos varios científicos, en mi caso orientado a la Botánica.
—¿Y cómo llega a lo marino?
—Para investigar escogí hacerlo con Patricio Sánchez, quien con su equipo se planteó el tema del encuentro de las especies: descubrir dónde y cómo se relacionaban las marinas de mares cálidos, tropicales, con las de zonas frías que suben de Magallanes. Tuvimos que recorrer toda la costa de Chile desde Concepción al norte, estudiando los organismos, y es ahí donde yo empiezo a fijarme en las algas, más que en peces o mariscos, ya que venía de la botánica. Como no se sabía nada de ellas, de su capacidad de absorber elementos sin raíces, de la razón de sus colores, resultaba muy estimulante entrar en ese mundo.
—Su partida a Hawaii, a especializarse en una isla de otra latitud, debió ser como una fiesta para Ud.
—Fue el mismo Patricio Sánchez, gran maestro, quien me orientó luego de investigar por dos años. Yo iba para Oregon en realidad, donde había un especialista más interesante para mí, pero justo a tiempo alcancé a saber que él se había ido a la Universidad de Hawaii. Fue fascinante esa realidad, esa isla tiene una mezcla de razas y culturas, de lenguas y costumbres, incluyendo africanos y asiáticos, muy distinta al Chile aislado de los setenta. Y, por supuesto, cuenta con un nivel excelente en botánica y biología marinas.
—¿Cómo se compara Chile con países que se identifican con el uso de algas, como Japón?
—Somos un país alguero por la gran cantidad de nutrientes de la corriente de Humboldt, de aquí a Perú, aunque sin la diversidad enorme de los tropicales o de Hawaii, donde uno con un snorkel y anteojos flota sobre los arrecifes y ve de 50 a 70 especies. Lo nuestro es mucha biomasa y especies que contienen extractos de gran interés comercial. Ya somos un país que tiene ciencia, hemos formado una escuela con varios científicos jóvenes, hay producción importante, organizado eventos internacionales con sede en Chile… El encuentro de 1995 en Valdivia, con investigadores de más de 40 países, nos dejó instalados en los mapas de la ciencia y de la industria.
—Pero el consumo interno es escaso.
—La gastronomía nuestra es muy europea, y allá no hay tradición. En el Mediterráneo no comen algas, como sí en Japón y Corea, que encabezan la lista con mercados tan importantes que hacen subir o bajar los precios; ahora está entrando China de manera relevante… Son países que tuestan algas, las aliñan en ensaladas, las incorporan en platos diferentes; es un tema de tradiciones, lo que uno conoce de niño. Aquí en Monteverde, por ejemplo, en el asentamiento indígena más antiguo, de 10 mil años y más, se encontraron evidencias de consumo de varias especies, algunas de muy alto valor proteico. Esa cultura se perdió, pero la gente joven, ahora, las está descubriendo a través del sushi.
—Ud. tuvo el privilegio de un año sabático: ¿Cómo se vive esa experiencia?
—Cuesta mucho parar cuando uno tiene alumnos de doctorado, ayudantes que se están formando junto a uno, todas personas con las que se genera una relación casi familiar, y que necesitan desafíos para seguir avanzando. Ahora el mundo está conectado, pero en 1988 todavía era necesario viajar para estar al día. Yo volví a Hawaii ese año porque era lo que conocía, sin perder tiempo comencé a trabajar en 11 ó 12 investigaciones que tenía sin terminar, orientadas al mundo alguero, para mostrar que Chile está en la brecha, en la frontera de esta área del conocimiento. Además, Hawaii es un lugar donde pasan científicos de Japón, de California, de la India, de China, expertos que no llegan acá.
—China es el actor nuevo…
—La primera vez que fui, en 1981, estaban comenzando. Era el país donde andaban todos en bicicleta, vestidos con mezclilla, pero ya cuenta con 125 mil jóvenes estudiando en Estados Unidos y otros tanto en Europa; todo apenas una década después de abrirse al mundo. La última vez, el año 2005, me encontré con especialistas de punta.
—Ud. ha escrito sobre los aportes de la ciencia iberoamericana. ¿Cómo ve el escenario actual en ciencia y tecnología?
—Hasta los años sesenta, Chile no tenía un sistema de desarrollo de investigaciones; Conicyt se funda al final de la década, pero los sajones ya lo tenían a mediados del siglo XIX, y aún antes… Al leer la biografía de Darwin, por ejemplo, se ve que la ciencia no se desarrollaba en las universidades; él trabajó en una granja gracias a la fortuna de su mujer; fue así o con museos, muchas veces gracias a la filantropía, que creció el conocimiento. Es con la universidad humboldtiana que se incorpora la investigación en las universidades, y recién en los sesenta y setenta en nuestros países. Incluso en Estados Unidos solo se expande después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se advierte que difícilmente pueden crecer los países que no investigan.
En el ámbito iberoamericano, hay que reconocer que hubo frivolidad en los conceptos, en los respaldos, entonces se generó una desconfianza que, para ser superada, obliga a entregar mucha evidencia, mucho soporte, para que sepan que lo que uno dice es real y puede ser citado. Obliga a ir al extranjero y sacar un posgrado, para tener un aval, una carta de presentación. Por supuesto, el que los de países desarrollados trabajen con presupuestos cien veces mayores a los de Iberoamérica influye para que se sientan en una posición dominante.
—¿Y Chile en ese contexto?
—La imagen, en ciencia y tecnología, tiene varias aristas. El número de personas es bajo, no más de ocho mil creando o ampliando conocimiento, lo que es poco en relación a nuestra población y nivel de desarrollo. La calidad, eso sí, es buena; el índice de citas, la influencia, es número uno en Iberoamérica, aunque en recursos estamos en séptimo lugar, después de España, Brasil, México, Portugal, Colombia y Argentina. En el caso de España y Brasil, bombean millones de dólares anuales, 20 y 14 veces más que nosotros, respectivamente.
—Usted ha estudiado la relación entre ciencia, tecnología y desarrollo: ¿Cómo se genera?
—Tradicionalmente, la creación científica era la expresión de los talentos de un grupo de personas; el derecho a expresar lo que sale del interior de una persona. En ese sentido, era un aspecto de la cultura. A eso se agregó su función en el desarrollo, a mediados de los ochenta, cuando las dos grandes potencias, que tenían una ciencia determinada por la Guerra Fría, enfrentan un nuevo escenario. Por ejemplo, había oceanógrafos de Estados Unidos estudiando las algas y fauna marina que se adhiere al casco de los barcos, aumentando su peso, el costo de moverlos, y entonces tenían gente trabajando en cómo removerlos, qué pintura repelente usar… Finalmente sus descubrimientos llegaban al mercado, pero algunos en Estados Unidos advirtieron que a los investigadores se les podía orientar hacia la innovación; que generaran directamente avances con interés comercial. Eso no se ha detenido: el mismo presidente Obama produjo su estrategia, escrita y detallada, al respecto.
—¿De ahí viene la sociedad del conocimiento?
—Son algunos sociólogos los que empiezan a hablar de la sociedad posmoderna, que da paso a una sociedad del conocimiento, en la que el capital se concentrará en el que tenga conocimiento, en el que sepa aplicarlo a las materias primas y productos de su país, para incrementar los retornos. Pero también hay que innovar, para poder descubrir y ocupar nichos nuevos. Es como Nueva Zelanda y el kiwi, país exitoso en instalar esa fruta en el mundo, tanto que Chile y otros entraron a competirle; pero los neozelandeses no se detuvieron y entretanto llegaron al kiwi dorado, amarillo y más dulce, aromático al madurar; y con eso siguieron a la cabeza. Son buenos los emprendimientos, pero no es lo mismo que descubrir nichos e innovar.
—No estamos haciendo eso en Chile…
—Se comenzó a hablar de sociedad del conocimiento, de innovación para la competitividad, se dedicó el royalty minero a financiar avances, pero no ha habido continuidad a nivel gubernamental, ni tampoco con los clusters, de los que tanto se habló.
—¿Y las universidades?
—En Iberoamérica, el número de patentes de las universidades varía del 40 al 80% de las que crean sus países; el resto es de las empresas. En España y Brasil es donde hubo en estas dos décadas un esfuerzo mayor para apoyar o atraer empresas innovadoras, ellos están entre el 60 y el 70% de patentes no universitarias, lo que implica un grado mayor de desarrollo. Es muy importante saber en qué punto se está de esa escala, para saber hacia dónde orientar la estrategia. No sirve tomar a Finlandia como referencia, con sus Nokia, o a Alemania con sus turbinas; eso es falta de realismo. En toda América Latina tenemos el 4% de los recursos mundiales en investigación, menos que Japón, que es un solo país. Alcanzamos a un décimo del número de investigaciones por millón de habitantes que Estados Unidos, a un quinto de las de la Comunidad Económica Europea… Tenemos que focalizarnos, concentrarnos donde haya un nicho, tomar posiciones y no esperar saltos, porque las promesas y sueños impiden hacer diagnósticos críticos para establecer la estrategia adecuada.
Hemos sido exitosos en la macroeconomía, cuidando los balances, los equilibrios. Me imagino que estamos bien ahí, pero tal vez se requiere desafiar alguna norma de equilibrio para cambiar las prioridades, como Brasil o Irlanda, e interesar a la empresa privada para que participe en la estrategia de desarrollo. Esto no se ha planteado nunca de manera central en los gobiernos: el creer, realmente, que la ciencia y la tecnología pueden resolver la pobreza y generar crecimiento. Es algo que supone un cambio de mentalidad, y que me gustaría ver en Chile antes de morir.
Ex alumnos destacados
Siguiendo su ejemplo, varios de sus ex alumnos son científicos que aportan desde la dirección académica y en proyectos país, como Juan Correa, actual decano de la Facultad de Ciencias Biológicas UC; Daniel López, ex rector de la Universidad de Los Lagos; Alejandro Buschmann, a cargo del programa Consorcios para generar biocombustibles a partir de algas; Myriam Sequel, con quien comenzó a estudiar la producción propia de nori para sushi; Renato Westermeier, vicerrector de la Universidad Austral, con quien inició la evaluación del pelillo; Marcela Ávila, dedicada a la producción industrial de algas orientadas a sumarles valor agregado; y Julio Vásquez, especializado en huiros, decano de la Facultad de Ciencias del Mar en la Universidad Católica del Norte.