Fernando Pérez Oyarzún: “La arquitectura es una forma de pensamiento”
El director del Museo Nacional de Bellas Artes reflexiona sobre los actuales desafíos urbanos, las tensiones entre lo digital y lo presencial, y su propia trayectoria como maestro: “Mi manera de tratar de ser un buen profesor ha sido siempre vinculando el rigor con el entusiasmo”.
Lo que iba a ser una entrevista terminó siendo una clase magistral. Es lo que sucede al conversar con Fernando Pérez Oyarzún, Premio Nacional de Arquitectura 2022. Escucha atentamente las preguntas, guarda silencio antes de responder, piensa lo que va a decir… y solo entonces lo dice. Habla con esa pausa y pasión que tienen los buenos profesores cuando quieren explicar algo complicado.
Su trayectoria por escrito ocuparía gran parte de estas páginas. Basta con señalar que en 1977 se tituló como arquitecto en la Universidad Católica –fue un alumno destacado–, y en 1981 como doctor en Arquitectura por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona. Fue decano de la Facultad de Arquitectura y Bellas Artes de la UC (1990-2000), donde ejerce como maestro desde 1974. También dirigió la Escuela de Arquitectura UC (1987-1990) y el Centro del Patrimonio Cultural. Eso, sumado a múltiples experiencias académicas en universidades como Harvard y Cambridge.
Acaba de llegar de Europa, tras dos semanas de descanso junto a su familia. Conoció ciudades que nunca había visitado: Praga, Viena, Bratislava. “Fue muy interesante poder aprender más sobre la herencia del imperio austrohúngaro”, cuenta.
Sentado en su sencillo despacho del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) –donde funge como director desde 2019–, Pérez reflexiona sobre lo que ha sido su trayectoria.
—Ni siquiera en vacaciones deja de estudiar…
—Nunca. Para mí la vida es aprender.
—¿Con qué espíritu recibe el Premio Nacional?
—Me ha permitido mirar de manera retrospectiva la labor realizada durante tanto tiempo, pero de una forma distinta. Lo que te regala el premio, de cierta manera, es poder hacer algo que uno no suele hacer porque no tenemos tiempo: mirar en conjunto las cosas que a uno le ha tocado enfrentar y ver que para uno, y eventualmente para otros, eso tiene un sentido. Eso ha sido lo más impresionante, además de lo honroso que es formar parte de una comunidad de arquitectos que uno ha admirado tanto y que han obtenido también ese galardón. Pero creo que eso no es tan profundo como esa sensación de poder recibir una nueva imagen, mediada por otros, de lo que uno haya podido hacer.
PENSAR CON CUIDADO
—Ahora debe preparar una clase magistral para la próxima Bienal de Arquitectura, ¿tiene ya pensado qué va a enseñar?
—Hace muchos años que presté atención a esa afirmación del gran arquitecto estonio-norteamericano Louis Kahn que dice “La arquitectura no son los edificios”. Y eso que él hizo muchos edificios y muy notables. Pero lo que él quería decir es, tal vez, que la arquitectura, esa disciplina heredada desde siglos –porque la arquitectura se pierde en
la noche de los tiempos–, es el modo en que esos edificios se piensan. Es algo que yo he repetido muchísimo. La arquitectura es cargar de sentido la actividad constructora que tenemos los seres humanos. Introducirle cuestiones prácticas, intelectuales o espirituales a algo tan básico como construir, poner una piedra sobre otra, te entrega una manera de pensar. Eso es la arquitectura, una forma de pensamiento. Por eso los arquitectos podemos prestar servicios en ámbitos muy distintos. De hecho, lo hacemos: hay gente que está en la administración pública, que hace un tipo de edificios, otros que hacen cosas diferentes, hay quienes se dedican a enseñar, otros que hacen teoría e historia. A mí me ha tocado una vida más mezclada, más amplia, quizás fruto de una vocación personal interesada por muchas cosas a la vez. De eso es lo que quiero hablar en la Bienal.
—Ha ejercido como profesor durante más de 50 años, ¿qué se requiere para ser un buen profesor?
—A pesar de haber comenzado a enseñar muy joven, a mí me tomó muchos años, incluso quizás décadas, comprender y aceptar el valor y la responsabilidad de ser profesor. Y así como hay muchas formas de ser arquitecto, también hay muchas maneras de ser profesor. En mi caso, siempre he procurado vincular el rigor con el entusiasmo. La docencia no es trasladar contenidos a la cabeza de otro, sino que despertar el interés y la necesidad de adquirir esos conocimientos. Si uno logra entusiasmar a un alumno, puedes estar seguro de que él ya se puso en marcha y que continuará aprendiendo. Pero eso debe hacerse con el cuidado de que tenga una base firme, un rigor. Lo que uno enseña debe ser la punta de un iceberg de algo que uno ha ido madurando mucho tiempo. Eso los estudiantes lo perciben.
—El arquitecto Alejandro Aravena, quien fue su alumno y ayudante, decía que usted le enseñó a “pensar con cuidado”. ¿Cómo se piensa con cuidado?
—Pensar es como caminar. El pensamiento es un decurso, es un discurso. Y hacer ese decurso de una manera cuidadosa significa medir paso a paso y hacerlo con certeza, con rigor, con coherencia. Creo que eso es pensar con cuidado, es tener momentos de detención frente a las cosas que a uno se le presentan, y no proceder precipitadamente, automáticamente o convencionalmente.
VIVIR EN LA CIUDAD
Pérez es autor de importantes edificios como la Facultad de Medicina de la Universidad Católica, su Escuela de Arte, el Instituto del Cáncer y del edificio, fachada y patio del Centro de Extensión Oriente de la UC, entre otros. Además, ha escrito más de diez libros sobre teoría e historia, entre los que se encuentra “Arquitectura en el Chile del siglo XX”, cuyo tercer tomo ya está elaborando.
—Usted nació en Colchagua en 1950 y llegó a vivir a Santiago cuando apenas tenía 7 años, ¿cómo fue ese proceso?
—Fue un cambio muy grande. Yo vivía bien confinado en el campo. Venirme a la capital significó separarme de mi familia y comenzar a funcionar solo. Fue un primer golpe de adultez. No lo recuerdo como un trauma, pero significó un esfuerzo. Estuve cerca de dos años con mis abuelos (…) Puede parecer cómico, pero yo no sabía vivir en la ciudad. Tuvieron que enseñarme a cruzar las calles y otras cosas que un niño de esa edad ya domina. Pero aprendí rápido; pasaba tensionado entre mis abuelos paternos y maternos que vivían en los dos extremos de la ciudad, en la zona oriente y en la zona poniente, y tenía que cruzar Santiago en trole. Mi abuela me encargaba al chofer para que llegara sano y salvo a la otra punta del recorrido, donde me estaban esperando mis otros abuelos.
—Y antes de la arquitectura, probó suerte en la música…
—Siempre me interesó la música. Como a los 15 años empecé a estudiar guitarra clásica en el Conservatorio Nacional de Música. Después estudié arquitectura sin conocer lo que era. Esto parece muy irresponsable, pero fue así. Durante mis estudios aprendí lo que era la ciudad, por ejemplo. Solo entonces pude valorar la vida urbana, sus contenidos, su densidad, la relación con la cultura, etcétera. Arquitectura me ofreció una carrera que me permitía no disminuir mucho la amplia gama de intereses que yo tenía. Elegí esta disciplina porque decía “esto tiene de todo”, y yo estaba interesado por el arte, pero también por la física, y la literatura, la filosofía. Y en arquitectura pude tener ese espacio abierto, y lo he tenido toda mi vida, donde he podido desarrollar diferentes líneas, cuestiones que tienen relación con el hacer, con proyectos nuevos o cuestiones más del mundo del pensamiento, la investigación y la escritura.
—Imagino que los años estudiando música, sin embargo, no fueron años perdidos.
—¡Para nada! El haber estudiado música marcó mi sensibilidad y mi forma de pensar. En su minuto, cuando estaba en la universidad, se me fue haciendo cada vez más difícil compatibilizar los estudios musicales, que iban progresando, con los de arquitectura. No es fácil estudiar dos carreras al mismo tiempo. Y justo un profesor, Claudio Ferrari, me pidió que fuera su ayudante. Yo tenía 20 años y le dije que gracias por el ofrecimiento, pero que había decidido dedicarme a la música y que no me parecía responsable. Y me respondió que no, que en primer lugar mis estudios de música eran una formación válida para lo que él requería, y porque en segundo lugar “tú vas a volver”, me dijo. Gracias a ese profesor yo entré en el mundo universitario, como ayudante y luego como académico, y no salí más.
—¿Cómo recuerda su paso como alumno de la UC?
—Tengo muy buenos recuerdos, a pesar de que los estudios de arquitectura son fuertes, son densos, a uno le duelen a ratos. Pero la universidad y la escuela me permitieron encontrar muchos amigos y a muchos seres semejantes, con los mismos intereses que yo. En el colegio era un bicho raro, las cosas que me interesaban se salían de la norma. Además, tuve excelentes profesores. A mí me tocó vivir los primeros años de la Reforma Universitaria, donde las aguas curriculares fueron muy turbulentas, en un momento la escuela se dividió en tres departamentos, fue difícil navegar, y sin embargo la preparación que tuve fue sobresaliente. Cuando llegué a estudiar el doctorado algunas personas me preguntaban “¿y tú dónde aprendiste todo eso?”. Nunca me sentí alguien mal preparado, que no sabe de qué están hablando. Pude estudiar un postgrado sin ningún gran contratiempo.
UN RACIMO DE PROBLEMAS
—Usted ha dicho que “muchos de los problemas que vivimos hoy tienen su raíz en lo urbano”. ¿A qué se refiere?
—La ciudad y la vida urbana tienen la capacidad de afectarnos de múltiples maneras. Nos impactan cultural, medioambiental, económicamente, etcétera. Por lo tanto, tomar en serio los problemas urbanos y poner foco sobre ellos y sobre su calidad nos puede permitir abordar muchas de las dificultades que vivimos. Las protestas sociales, por ejemplo, y no solo en Chile, están ligadas a alguna forma de marginación urbana. No es que sea una solución para todo, pero abordar estos temas es tomar un racimo de problemas, sintéticamente. Creo que fue el mismo Alejandro Aravena el que decía que enfrentar los ámbitos urbanos era como “un atajo” para enfrentar aspectos de otra índole.
—¿Cómo se pueden recuperar los barrios que quedaron destrozados tras el estallido social, tanto en Santiago como en otras ciudades?
—Con cierta visión histórica uno se da cuenta de que este tipo de fenómenos ocurren una y otra vez. Son fenómenos pendulares en que los problemas sociales, políticos y culturales tienen una manifestación urbana, y a veces estas son tensas o complejas. Hay montones de ejemplos en Santiago y el mundo entero. Uno confía en que las cosas se reequilibren, se calmen. Y es de esperar que, en cada una de esas pasadas, que son complejas, subamos nuestro grado de conciencia sobre las condiciones que nos permiten vivir adecuadamente juntos. Porque eso es una ciudad, en definitiva: poder vivir juntos y adecuadamente.
—El Museo de Bellas Artes es vecino de la zona cero, ¿cuál es su diagnóstico del barrio y sus alrededores?
—Es un barrio que se vio bastante afectado durante el proceso del estallido social, aunque no estuvimos en el epicentro mismo. Pero últimamente he visto levantarse la vida social, la vida cotidiana y comunitaria, por ejemplo, en el uso del Parque Forestal. Confío en que podamos tener una apreciación conjunta de los valores de la vida urbana. Si la vida urbana pierde, todos perdemos un poco. Destruir la ciudad es dispararnos en los pies, porque todos terminamos pagando. Espero que sobre eso se imponga un amplio consenso.
ARTE Y PRESENCIALIDAD
—¿Qué sello quiere darle a su gestión a cargo del MNBA?
—Estamos haciendo un gran esfuerzo por volver a tener una muestra permanente de la colección, que desde algunos años no existe, y eso nos va a tomar tiempo. Por otra parte, queremos ampliar las capacidades expositivas del museo, darle a la infraestructura eficiencia y contemporaneidad, convertirlo en un lugar atractivo y acogedor dentro de la ciudad. Y también, en una preocupación de los museos en general, está la idea de llegar más lejos, abrirse a nuevos públicos, traer nueva gente, multiplicar las itinerancias. Somos un museo nacional y, como tal, tenemos cierta obligación de territorialidad, de estar presentes por todas las vías posibles, en todo el país.
—La pandemia del covid-19 nos forzó al confinamiento. ¿Cómo es para un museo tener que cerrar?
—¡Un desastre!
—¿Y puede el arte vivir en el mundo digital?
—Recuerdo muy bien aquellos días en que podíamos venir a trabajar al museo, pero no abrir al público. Teníamos un museo vacío y eso es una tremenda contradicción, que afecta mucho a los equipos. Los museos modernos, a partir del siglo XVIII, son entidades públicas. Los museos de Ciencias, de Historia, de Arte, ponen a disposición de todos colecciones, saberes y prácticas que antes estaban recogidas en ámbitos privados. Entonces la ausencia de público toca al museo en su esencia. Ahora bien, las acciones a distancia de los museos vienen desde hace rato. Lo que tuvimos que hacer durante la pandemia fue multiplicar esa práctica. “Esto no se ha cerrado, no nos fuimos para la casa, aquí estamos, les enviamos estos contenidos, les queremos contar estas noticias”. Y eso se logró. ¿Qué viene después? Lo presencial y lo digital son dos dimensiones que pueden convivir: es como hacer un viaje y luego revisar las fotografías… ya estuviste en ese lugar, pero ver las fotos es como volver a estar, de alguna forma.
—Pero lo digital nunca reemplazará lo presencial, ¿o sí?
—No. Los museos nunca van a desaparecer. Pienso que no. Y esto es una cuestión central de los desafíos culturales que tenemos que enfrentar hoy: la relación de lo real con la imagen de lo real. La imagen de lo real es muy importante, pero nunca reemplaza a lo real. (…) He tenido tantas experiencias, en los viajes que he podido hacer, frente a obras de arquitectura en que la presencialidad te da otra visión de las miles de fotos que has visto antes. La escala, por ejemplo, nunca se refleja bien en la fotografía. Las cosas son más grandes o más pequeñas de lo que uno pensaba, son diferentes.
—¿Algún ejemplo?
—Nunca olvidaré la primera vez que pude ver pinturas de Toulouse-Lautrec: había visto sus famosos afiches, conocía su figura, pero cuando vi pinturas suyas y me di cuenta del modo en que él manchaba o marcaba las pinceladas, mi relación con el artista cambió definitivamente. Y eso es imposible verlo en una fotografía. Lo presencial permite que haya cosas que se potencien o cosas que decepcionen. Nada va a reemplazar tampoco una conversación personal, aunque tengamos todas las ventajas que nos da Zoom. Otro ejemplo: a pesar del enorme desarrollo de las grabaciones musicales, uno siempre seguirá asistiendo a conciertos, simplemente porque la música está ocurriendo en ese mismo momento.