Argentina: Anatomía de un mito
El presidente Javier Milei, instalado en la Casa Rosada desde diciembre de 2023, ha reivindicado el boyante período histórico que Argentina conoció hace un siglo para reactivar el orgullo patriótico y anunciar un futuro promisorio, uno en que ese país será nuevamente, dice, una potencia mundial. ¿Cuán sólidas son las bases de esta narrativa? ¿Cuánto puede influir un programa de gobierno en la construcción del relato común? Cuatro plumas argentinas de reconocido prestigio internacional reflexionan sobre las horas más desafiantes de la política y la cultura trasandinas.
De pie en medio de un escenario, flanqueado por al menos media docena de banderas argentinas, el economista Javier Milei comparece ante una multitud entusiasta que a esta hora, poco antes de las 10 de la noche del domingo 10 de diciembre de 2023, se agolpa en la sede de la coalición ultraliberal La Libertad Avanza. Milei no puede o no quiere ocultar la emoción que le provoca la noticia confirmada minutos atrás: de acuerdo con los datos preliminares aportados por la Dirección Nacional Electoral, más del 55% de los votantes argentinos, unas 14 millones de personas, acaban de elegirlo Presidente de la Nación.
—Quiero decirle a todos los argentinos que hoy comienza el fin de la decadencia argentina –anuncia, espoleado por el fervor de quienes lo escuchan–. Hoy empezamos a dar vuelta la página de nuestra historia y volvemos a retomar (sic) el camino que nunca deberíamos haber perdido.
Poco después, lanza una aseveración que es, al mismo tiempo, una promesa temeraria:
—Hoy retomamos el camino que hizo grande este país. Hoy volvemos a abrazar las ideas de la libertad, las ideas de (Juan Bautista) Alberdi. En definitiva, las ideas de nuestros padres fundadores que hicieron que a 35 años de ser un país de bárbaros pasáramos a ser la primer potencia mundial.
Esta última afirmación, proferida en distintas ocasiones a lo largo de la campaña, despierta una ola de aplausos en la audiencia de esta noche. Para los expertos, sin embargo, resulta discutible. Si bien varios indicadores y series estadísticas sitúan a Argentina entre los países más boyantes de fines del siglo XIX, la condición de superpotencia con alcances globales parece, más bien, una licencia retórica al calor de la contienda electoral.
—No diría que Argentina fue una potencia mundial en ningún momento de la historia –plantea Camila Perochena, doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires y académica de la Universidad Torcuato Di Tella–. Sí fue un país que, a nivel económico, creció muchísimo entre fines del siglo XIX y principios del XX. Fue la época de mayor crecimiento. Eso lo convertía en uno de los países más prósperos, y luego igualitarios, de Latinoamérica. De hecho, en la década del 70 del siglo XX Argentina era un país, en comparación con el resto de América Latina, mucho más igualitario y con capacidad de crecimiento. Esto no significó que haya sido una potencia mundial. Eso es una exageración.
Pero lo anterior constituye apenas una parte del relato. La imagen de “un país de bárbaros” dejado atrás gracias a la contribución de los “padres fundadores” refuerza el discurso nacionalista del mandatario trasandino. Una narrativa según la cual la población argentina, dotada de un aura irreductible de excepcionalidad, enfrenta el imperativo de combatir las ideas que la tienen en el pantano, asociadas al peronismo en su variante kirchnerista de los años recientes y, más ampliamente, al llamado progresismo latinoamericano, apuntan los analistas.
Se trata, por lo tanto, de una empresa restauradora que excede lo ideológico y apela a una dimensión moral o a la necesidad de librar una batalla cultural. Reivindicar el pasado para proyectar un futuro. En sintonía con la arenga del expresidente Donald Trump en Estados Unidos, hacer que Argentina sea grande de nuevo.
¿Cuán sólidos son los cimientos de esta versión renovada del mito argentino?
La excepción
“Escribió alguna vez Octavio Paz que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros, los argentinos, llegamos de los barcos. Y eran barcos que venían de Europa. Así construimos nuestra sociedad”.
Quien lo dijo fue el ahora exmandatario argentino, Alberto Fernández, durante un encuentro con el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, en junio de 2021. La declaración, que en realidad corresponde a la letra de una canción del músico Litto Nebbia, desató una controversia inmediata tanto por el equívoco de la cita como por su componente racista. También sirvió para recordar el profundo –a juicio de algunos, excesivo– europeísmo de los altos dirigentes políticos y de la cultura oficial en Argentina.
—Han sido europeístas. Siempre. La Argentina está construida sobre un proyecto genocida, blanqueador y directamente negador de la existencia de población originaria –dice la periodista y escritora trasandina Gabriela Cabezón Cámara, galardonada este año con el Premio Ciudad de Barcelona por “la complejidad del discurso colonial y de género” en su novela más reciente, Las niñas del naranjel (Penguin Random House, 2023)–. Tanto es así, que a la conquista de los territorios que ahora son la región sur del país se la llamó “Conquista del desierto”. Obviamente no era desierto. No son necesarios los ejércitos para conquistar lo vacío, que es lo que querían significar con “desierto”.
El escritor argentino Federico Jeanmaire, autor de la desopilante novela sobre el racismo La banda de los polacos (Anagrama, 2023), complementa:
—Desde hace algunas décadas, el imaginario europeísta de la dirigencia argentina se ha convertido en una mezcla del recuerdo de algo que quizás nunca fue y el olvido o las ganas de esconder la realidad de la calle. Una suerte de fantasía o de quimera que, increíblemente, sigue funcionando.
Perochena, quien en 2022 publicó el libro Cristina y la historia: el kirchnerismo y sus batallas por el pasado (Planeta), explica que, entre 1880 y 1910, el territorio argentino recibió alrededor de tres millones de migrantes desde Europa, por lo que “tendió a consolidarse una identidad nacional que se pensó a sí misma en parte como descendiente de los europeos y, al mismo tiempo, como una identidad blanca”. Esa construcción, agrega, también implicó el silenciamiento de quienes quedaban fuera.
—La influencia de la inmigración europea a fines del siglo XIX y a lo largo del XX en la consolidación de la identidad nacional hizo que Argentina adoptara esa excepcionalidad que, obviamente, es un mito. Esa idea de nación homogénea, blanca y europea, que busca diferenciarse del resto de Latinoamérica, tapa heterogeneidades e identidades mestizas y negras que también existían en el país. Principalmente, esa visión está relacionada con la región de la Pampa húmeda y la ciudad de Buenos Aires, la provincia que en ese momento era la capital federal y sus alrededores, donde se asentaron gran parte de estos inmigrantes.
Para Cabezón Cámara, tales pretensiones identitarias, así como el proyecto político que las expresa, se han afianzado con las autoridades ejecutivas actuales.
—El proyecto del nuevo gobierno es aún más extractivista que los anteriores, más primarizador de la economía, más dispuesto a hacer del país entero una zona de sacrificio. Se entronca con el proyecto original de nación, el del General Roca y toda la clase que él representó. Por otra parte, la cultura oficial argentina se miró tradicionalmente en Europa. Se quiso integrada al “universal” europeo. Se quiso identificada con el amo. Y lo logró.
La resistencia
Mientras la narrativa excepcionalista se despliega desde las esferas oficiales, la actividad creativa e intelectual en Argentina no hace sino profundizar sus vasos comunicantes con el continente americano, aseguran quienes forman parte de esa red.
—Hoy por hoy, los escritores argentinos estamos integrados completamente al mundo de las letras latinoamericanas –dice Federico Jeanmaire–. Leemos, viajamos y nos conocemos mutuamente como nunca antes. Escribimos como latinoamericanos, si es que existe tal posibilidad.
Gabriela Cabezón Cámara enumera algunos ejemplos:
—Se publican y se leen autores de pueblos originarios. Se debaten, como salidas posibles a la trampa apocalíptica de la razón occidental (y de su economía, que nunca nos ha dejado ser más que colonia, objeto de saqueo), estas otras formas de vida, formas no alienadas del tejido de la vida de la Tierra. Carne de la carne de la tierra somos, y las filosofías amerindias lo saben. Por otro lado, aparecen cuestiones como la de la conquista y el genocidio en cada vez más textos. Así, sin pensar mucho, se me ocurren La estirpe, de Carla Maliandi, y La pez, de Gabriela Larralde.
Alejandra Kamiya, autora argentina de La paciencia del agua sobre cada piedra (Eterna Cadencia, 2023), introduce un matiz: para ella, a la integración regional le restan algunas materias pendientes.
—La integración con el resto de Latinoamérica aún requiere dar pasos que tienen que ver con la construcción de la propia identidad. Integración es una de esas palabras que logro visualizar mejor a través de su opuesto. Lo contrario a esa tarea de integración que tenemos pendiente es la desintegración, y cuando pronuncio esa palabra veo algo que vuelve a ser el polvo que alguna vez fue. Pienso que la integración es sumar las partes para que hagan un todo. Cuando miro a cada una de las partes de este todo que somos en Latinoamérica, veo partes partidas a su vez por dentro, recorridas por grietas como una tierra seca.
La política cultural del gobierno de Javier Milei, caracterizada por los recortes presupuestarios en nombre de la austeridad que exigiría la situación económica crítica del país, también podría representar una interferencia para ese esfuerzo de vinculación, manifiestan los escritores.
—Son políticas hambreadoras y de alineación extrema con Estados Unidos –observa, categórica, Gabriela Cabezón Cámara–. Aspiran a ser grandes virreyes. Y odian la cultura (entendiendo por “cultura” en este caso a las prácticas artísticas e intelectuales) en general. Y de cualquier narrativa que los cuestione o contradiga. No sé hasta dónde llegarán. No sé hasta dónde soportaremos. La sensación es que cambiaron las reglas de juego. Es un shock. Y todavía no se termina de entender.
Pero Jeanmaire advierte que, quizás, ni siquiera esto es lo más apremiante.
—Nuestra cultura va a sobrevivir –vaticina–. No estoy tan seguro de que muchos de mis compatriotas puedan hacerlo.
Frente a la desesperanza, no obstante, Alejandra Kamiya vuelve la mirada hacia lo que llama “gestos de resistencia a la desintegración”.
—Valoro especialmente los gestos pequeños de la gente común, cuando por ejemplo defiende su lengua o las formas que han gestado sus abuelos y los abuelos de estos, como ciertos rituales, ciertos saberes, comidas, modos. Saber quién es uno, de dónde viene; saber luego quiénes son sus hermanos, sus vecinos, sus congéneres. No definirse solo por oposición: ese creo que es el modo de tender puentes. Leernos entre nosotros sería otro.