• Por Matías Broschek

Dossier

Margaret MacMillan: “La guerra tiene su propio impulso y no siempre puedes detenerla”

La célebre historiadora canadiense Margaret MacMillan, especializada en las consecuencias de las guerras, es entrevistada en estos momentos en que, entre Rusia e Israel, el clima bélico regresa a la vida cotidiana de millones de uniformados y también civiles.

En el mundo soplan vientos de guerra. Aquí, la destacada historiadora canadiense, autora de exitosos libros que abordan esta temática, invita a reflexionar sobre las complejas consecuencias que generan los conflictos bélicos para los países y sus ciudadanos. A menudo esos efectos alcanzan a civiles, mujeres y niños. La experta también ha sido criticada porque ha sostenido que, en ocasiones, los enfrentamientos armados han generado progresos para la humanidad.

La opinión prejuiciosa de un profesor de colegio fue muy determinante en la vida de Margaret MacMillan. “Ella nunca debería estudiar historia, no es nada de buena”, le dijo con osadía al director del recinto escolar. Luego le reiteraría ese mismo parecer a los padres de la alumna. Pero las objeciones del maestro no la amilanaron. “A veces haces cosas por la sencilla razón de que… ¡ya se los voy a demostrar!”, cuenta la historiadora y catedrática canadiense de la Universidad de Oxford.

Ampliamente reconocida y premiada es su obra Los pacificadores: La Conferencia de Paz de París de 1919 y sus intenciones de terminar la guerra (Tusquets, 2017), y también su libro más reciente La guerra: cómo nos han marcado los conflictos (Turner, 2021). Los trabajos de MacMillan, quien además es profesora emérita de la Universidad de Toronto, han sido traducidos a 26 idiomas y ella ha escrito columnas de opinión en medios como The New York Times. En 2022, el rey Carlos III del Reino Unido la nombró miembro de la Orden del Mérito.

Nacida en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, entre sus primeros recuerdos de infancia está el viaje que realizó en un barco carguero a Inglaterra tras el final del conflicto bélico. Ella conoció a su padre recién cuando tenía dos años, porque él servía en la marina canadiense. Los estragos de la guerra eran palpables, por todas partes se encontraban daños producto de los bombardeos y los edificios a maltraer eran derribados. Sus abuelos maternos ingleses, que lograron sobrevivir a la tragedia, le contaban sobre sus vivencias. “Posiblemente fueron sus relatos y los de mis padres los que me llevaron a interesarme por la historia”, sostiene.

—Hoy tenemos dos guerras ocurriendo, una en Ucrania y otra en Gaza, cuando pensábamos que existían otros desafíos más relevantes en el mundo, como el cambio climático. ¿Qué explica estos conflictos o el riesgo de guerra siempre estuvo latente?

—Siempre existe el riesgo de guerra, en ciertos períodos puede ser mayor, cuando hay un gran número de personas en un Estado o en una sociedad que se siente amenazado y que cree que no existe otra alternativa más que combatir, pero también hay riesgo de guerra cuando los que están al mando piensan que la única forma de conseguir lo que quieren es luchar. En el pasado hemos tenido muchos conflictos y la guerra incluso se ha visto como algo noble, una forma de conseguir lo que se quiere. Por supuesto, también ha habido momentos en el pasado en los que no hemos querido combatir y hemos desaprobado el enfrentamiento. Y siempre hay alguien como Vladimir Putin, que ve un conflicto bélico como algo que puede utilizar para conseguir lo que quiere. Lo que él quería era Ucrania y pienso que pretendía restaurar el Imperio Ruso. En este momento tenemos una serie de tensiones en el mundo que al menos ofrecen posibilidades de guerra, y no nos gusta pensar en ello. Pero a veces estas tensiones llegan a tal punto que la gente no ve otra alternativa.

—¿Cree que el ejemplo de una guerra, como la de Rusia y Ucrania, podría ser un factor para que se contagie en otras latitudes?

—El poder del ejemplo es muy fuerte. Putin se apoderó de Crimea en 2014 y se salió con la suya. Esto puede llevar a otros a mirar y decir: “no tenemos de qué preocuparnos, podríamos hacerlo también”. Ya sabes, si ves a alguien rompiendo una ventana –los psicólogos han estudiado esto– otra persona podría romperla. De modo que si alguien piensa que puede salirse con la suya podría seguir el ejemplo.

—¿Hay algún país o pueblo en el mundo que no haya tenido guerras a lo largo de la historia?

—Es muy difícil pensar en una. América Latina es interesante porque ha tenido muy pocas guerras importantes desde el siglo XIX, y no ha estado en la escala de Europa, Asia u Oriente Medio, por ejemplo. Pero me resulta muy difícil pensar en algún pueblo que no haya luchado, incluso aquellos que viven muy lejos unos de otros, como en Australia, la evidencia parece ser que los aborígenes se dividieron en grupos y lucharon entre sí al igual que todos los demás en el mundo.

—Y la paradoja de toda esa organización, esfuerzo y planificación es que la destrucción y el costo puede ser muy alto…

—Muchas veces los líderes de las naciones cometen el error de pensar que pueden combatir en una guerra muy ordenada y que pueden darle término cuando quieran. Sin embargo, la guerra es impredecible, y una vez que empiezas, nunca sabes cómo va a terminar. Esto se puede ver en el ejemplo de Putin. Pensó que iba a ser muy fácil derrotar a Ucrania, que llevaría unas semanas, y aquí estamos dos años después. Los líderes necesitan recordar que la guerra tiene su propio impulso y no siempre puedes detenerla.

LOS EFECTOS DE LA GUERRA

Margaret MacMillan se ha referido en múltiples oportunidades a las complejas consecuencias que generan los conflictos armados para los países y sus ciudadanos. A menudo esos efectos alcanzan a civiles, mujeres y niños. Pero en ocasiones ha sido criticada porque ha sostenido que también tiene capacidad para producir cambios relevantes, algunos incluso positivos.

—Las consecuencias de una guerra pueden tomar años o décadas de recuperación para un país…

—A menudo lo que hace la guerra es imponer tremendas cargas a las sociedades, no siempre pueden sostenerlas. La Primera Guerra Mundial es un buen ejemplo. Muchos de los países involucrados pensaron que sería corta y se prolongó por cuatro años. Le sumó una tremenda tensión a algunas sociedades. Creo que sin la Primera Guerra Mundial el régimen ruso no se habría derrumbado de esa manera en 1917. También Austria y Hungría cayeron a pedazos, y de nuevo fue porque no podían sostener esa guerra. Alemania tuvo una revolución, se deshizo de la monarquía y se convirtió en una república. De modo que los enfrentamientos pueden dar lugar a tremendos cambios sociales, a grandes convulsiones y dejar tras de sí una sociedad muy diferente.

—Pero usted ha señalado incluso que en ciertos casos los cambios pueden ser positivos… ¿A qué se refiere?

—Sí, me han criticado por decir esto, pero a veces, la guerra, por su propia naturaleza, mejora las cosas. La posición de las mujeres en muchas sociedades cambió como resultado de las dos guerras mundiales, porque ocuparon los puestos de trabajo que los hombres dejaron. Se había esgrimido que la razón para no emplearlas era no darles educación o el derecho al voto, porque no eran capaces de hacer esos trabajos y las dos guerras demostraron que eran capaces. La guerra también puede traer una mayor igualdad social. Tras las dos guerras mundiales los gobiernos se dieron cuenta de que tenían que tratar mejor a sus clases más bajas, a sus clases trabajadoras. En el Reino Unido, el estado del bienestar, que surgió tras el final de la Segunda Guerra Mundial, fue en gran medida una respuesta a la forma en que los británicos de a pie habían apoyado el esfuerzo bélico que se había realizado. Se les debía eso.

—También en otros ámbitos suele tener efectos…

—Creo que los conflictos armados también pueden tener un impacto real en la cultura. Pueden dar lugar a un florecimiento de esta, en la medida que los artistas tratan de lidiar con los horrores de los enfrentamientos, pero también intentan decir algo sobre el lado bueno de las guerras, como el heroísmo. Algunas de las grandes obras de arte que tenemos se han producido como resultado de las guerras. Grandes pintores como Goya, que hizo toda esa serie extraordinaria sobre los desastres de los conflictos bélicos, o Picasso y su famosa obra de Guernica. La guerra afecta enormemente a la sociedad en muchos niveles diferentes: a la imaginación, a las emociones y al intelecto.

—Ciertos líderes buscan capitalizar los enfrentamientos, ¿cómo cree que pueden moldear a una nación o sociedad?

—Puede implicar una mayor unidad y la gente sentirá que tiene que unirse porque está en una situación de guerra. Eso ocurrió en el Reino Unido durante las dos guerras mundiales. Hubo quienes criticaron la guerra, pero en general la gente sentía que tenían que trabajar unos con otros. A veces se habla con cierta nostalgia de cómo, en Londres, durante los bombardeos alemanes, todo el mundo tenía un papel que cumplir y cómo las personas se cuidaban mutuamente. Lo mismo ocurre con las guerras civiles.

En Irlanda del Norte la gente dice que, a pesar de los problemas, “al menos teníamos una fuerte cohesión social”.

—¿Por qué cree que hay algunos países y culturas que están más dispuestos a combatir?

—Es una buena pregunta y creo que se debe en parte a la naturaleza de la sociedad.

Pienso que si tienes una sociedad muy jerarquizada, los que están en la cima tienden a querer tener el monopolio de la fuerza, y en ciertos tipos de sociedades en el pasado, los que estaban en la cima eran buenos luchando, porque esa era una de las formas en que se mantenían. Y en tales sociedades se promulgaba el fomento de los valores militares. En Esparta, por ejemplo, los hombres jóvenes de familias libres eran llevados y entrenados para combatir. Era lo honorable. Así se llega a una serie de sociedades y culturas en las que la lucha se considera algo positivo. Las culturas también pueden cambiar.

—¿Cómo se dan esos cambios? ¿Qué los explican? Usted ha mencionado el caso de Suecia, que es visto como un país bien pacífico.

—Parece un país muy pacífico, pero tuvo una historia de guerras durante el siglo XIX. Los suecos eran extremadamente buenos en la guerra, eran muy duros y disciplinados. Durante el siglo XVII estuvieron en todas partes de Europa, conquistaron grandes áreas de lo que hoy es Polonia y Rusia, eran una gran potencia europea y mucho de eso dependía de su ejército. Pero hubo un cambio notorio. En primer lugar, perdieron la guerra. Y eso te lleva a una cierta reflexión, luego se empobrecieron como país, tuvieron cambios sociales y creo que también la religión tuvo algo que ver. Se dieron cuenta de que había otras maneras de destacar, llegaron a ser muy buenos en el comercio, en el diseño y en la fabricación. Hay otras formas diferentes a la guerra que permiten demostrar la fuerza y el poder de una nación.

—¿Cómo alimenta la guerra este espíritu nacional de los países?

—La guerra suele formar parte de los mitos e historias nacionales. A menudo se enseña a los jóvenes sobre el pasado. En Chile me sorprendió la cantidad de cosas que llevan el nombre de Bernardo O’Higgins: calles, estatuas, pinturas… Él todavía parece ser una figura muy importante en Chile. Las guerras exitosas, pero también las grandes derrotas pueden convertirse en parte de la historia y en factor de unión de un país. En el caso de Serbia, lo que ocurrió en 1389 en la batalla de Kosovo, que fue una derrota para sus fuerzas, se convirtió en un hito muy importante de su historia.

—¿Por qué en ciertos casos los países logran retomar sus relaciones después de un conflicto armado, y en otros se generan divisiones que perduran en el tiempo, por más de 140 años, como lo que ha sucedido con Chile y sus países vecinos, Bolivia y Perú?

—Pienso que a menudo son los políticos quienes agitan estas cosas para sus propios fines y las utilizan para mantenerse en el poder. Y una de las herramientas más efectivas para hacerlo es encontrar un enemigo y echarle la culpa de todo, aprovechando la sensación de agravio. Es algo similar a lo que ocurrió en Yugoslavia al final de la Guerra Fría, cuando Slobodan Milošević, el hombre que se convirtió en el jefe de Serbia, que siempre había sido comunista, de repente descubrió que a nadie le importaba ya el comunismo. Pero si hablaba de los agravios serbios, era una forma muy buena de conseguir lo que él quería, que era permanecer en el poder. Así que creo que a menudo este tipo de cosas son promovidas y agitadas por líderes sin escrúpulos, únicamente para sus propios fines.

—¿Finalmente los líderes cumplirán un rol muy significativo para superar esas diferencias?

—Son muy importantes. Pienso en los líderes de Alemania y Francia en los años cincuenta y sesenta, que estaban dispuestos a hablar entre ellos, y si nos fijamos en la amistad entre esos dos países, si bien tiene sus altibajos, es muy sólida. También tenemos líderes del otro tipo que piensan que no hay nada como un buen enemigo para intentar mantener el poder. Y creo que Putin está haciendo esto. Pienso que los ayatolás de Irán también utilizan la guerra y la amenaza de guerra para intentar mantenerse en el poder. No se trata solo de un líder, sino a menudo de toda una élite gobernante.

—Mencionaba que existe el riesgo de que llegue al poder un líder insensato…

—Las democracias fuertes son mucho menos propensas a ir a la guerra, ya sabes, porque tienen que tener al público con ellos. Y por eso un país como Chile, que tiene una constitucion fuerte, aunque sigan intentando cambiarla, es mucho menos propenso a ir a la guerra que un país como Venezuela, que tiene muy poca voz popular y un gobierno que se mantiene en el poder a través de una combinación de corrupción y fuerza.

—Uno de los temores que ha existido desde hace muchos años es el poderío nuclear y con ello el riesgo de que se utilice ese tipo de armamento devastador. ¿Cuán cerca estamos de eso realmente?

—No se han utilizado armas nucleares desde 1945, con las dos bombas nucleares lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. A veces han estado muy cerca de ser utilizadas, a menudo por accidente, pero creo que el tabú que existe en este caso es que una vez que las utilizas no sabes cuándo parará. Siempre ha existido ese peligro de escalada. Sí tú lanzas una bomba sobre mi ciudad… yo arrojaré una en la tuya. Las armas ahora son mucho más poderosas, 10 veces más que las que fueron lanzadas en Hiroshima y Nagasaki. Así que el daño que podría causar es absolutamente gigantesco. Nadie sabe muy bien lo que va a pasar, pero me parece muy preocupante porque todavía tenemos la proliferación de armas. Hasta ahora se ha contenido y me parece aterrador. También están las armas químicas y biológicas. Somos una especie muy inteligente, pero nuestra inteligencia también nos hace muy buenos matándonos unos a otros.

—¿Cuál sería el riesgo actualmente?

—Creo que el riesgo siempre está ahí. Si Hitler hubiera tenido armas nucleares, las habría utilizado aunque hubiera significado la destrucción de Alemania. Si alguien como Kim Jong-un es arrinconado, si se siente amenazado, ¿usaría armas nucleares? Es lo único que le da algún tipo de poder y autoridad en el mundo, y ese es el peligro, creo. El peligro es que tendrás a alguien a quien realmente no le importa cuánta gente muera y está preparado para usarlas por cualquier razón, y el otro aspecto grave es que se pueden producir accidentes.

—Hay bastantes cuestionamientos desde hace un tiempo sobre el rol y la limitada injerencia que tiene el Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Cree que ha perdido su capacidad de mediar en este tipo de conflictos?

—Llevamos mucho tiempo hablando de la reforma de la ONU y que existen problemas con el Consejo de Seguridad. Para empezar, refleja la distribución del poder al final de la Segunda Guerra Mundial y en mi opinión, debería haber un único miembro de la UE. Además, es absurdo que no haya ningún país de América Latina. Creo que Brasil sería uno de los más obvios y, probablemente, no tiene mucho sentido que India no sea miembro, ya que refleja un mundo muy diferente.

Sin embargo, pienso que el problema básico de la ONU es que solo es tan fuerte como sus miembros quieren que sea, y las potencias del Consejo de Seguridad tienen derecho de veto. Eso les da una enorme oportunidad de vetar cosas que no quieren que ocurran. Si ellos no están dispuestos a hacer que la ONU funcione, no va a funcionar. Durante la Guerra Fría, los soviéticos utilizaron el veto muchas veces para bloquear muchas cosas. También Estados Unidos lo ha usado en muchas ocasiones.

En todo caso, creo que si no tuviéramos una ONU, probablemente querríamos inventar una, porque es un lugar donde las naciones del mundo se reúnen y reflexionan, por mal que esté, sobre problemas internacionales comunes, es muy importante. La Organización Mundial de la Salud tuvo un rol destacado frente a una época de rápida propagación de enfermedades en todo el mundo. Necesitamos algún organismo internacional que pueda ocuparse de este tipo de cosas.