• Por Ana Oneda

Diáspora

Migrar o cruzar fronteras emocionales

Hace una década que vivo en un lugar sin pertenecer a él. Salí desde Brasil para asumir el rol del desarraigado. Por lo general, extrañamos los olores, sonidos, sabores, miradas y sonrisas de nuestro hogar de origen. Cultivamos un poder para soltar estas cosas o habitarlas sin dejarnos dominar por ellas. Somos migrantes también en nuestros propios sentimientos. El que no soporta esta nueva condición y puede volver, vuelve. Pero no todos tienen esta opción.

 

¿Y por qué viniste a Chile? Esta es la pregunta estándar que me hacen los chilenos o chilenas que he conocido en 10 años desde que dejé Brasil. Esto se puede responder de muchas formas y nunca sé exactamente qué esperan escuchar. Puedo contar la anécdota de mi vida y la decisión de migrar o puedo listar las razones de por qué elegí este país como casa, teniendo tantas otras supuestas posibilidades. Sin embargo, cuando les cuento que llevo una década acá y me responden: “¡Ah, ya te quedaste! Ya eres chilena”, no dejo de sorprenderme.

Mi carnet timbra claramente mi nacionalidad: EXTRANJERA. Esto es lo que soy. Ser migrante es existir bajo esta nueva identidad. Migrar es asumir el rol del desarraigado. No ser de aquí ni ser de allá. Ser parte ahora de este nuevo grupo, en un territorio difuso, sin fronteras, sin salidas.

La sensación de no pertenecer a ningún lugar me acompaña. Por ejemplo, mis referentes de niñez no son los mismos del chileno, pero ahora he desarrollado una personalidad adulta bastante influenciada por mi estadía en Chile. Como resultado, hoy me siento extranjera también en Brasil.

Me identifico con los dos lugares y con ninguno. Aquí no conocen los programas de TV o la música con los cuales crecí y en Brasil no entienden cómo adquirí el gusto por la palta salada en las tostadas o en el completo. A veces no comprendo conversaciones porque no conozco las referencias de lo que están hablando o la historia detrás de ciertos conceptos. También se hace difícil opinar sin conocer el trasfondo de temas populares que traen herencias del pasado, por lo que no es rara la situación en que me siento excluida en ámbitos sociales. Con el tiempo me he integrado mucho más. Hay cosas que he vivido en Chile y ahora son parte de mi experiencia colectiva, como el estallido social. Pero no estuve para el terremoto de 2010, por ejemplo, y no tengo idea cómo fue vivirlo.

Cuando voy a Brasil, también me siento un poco ajena a lo que está pasando allá. Siempre hay algo nuevo: una moda que ya ha pasado y yo no lo supe o un personaje famoso que no conozco. Giros políticos, sucesos climáticos. Cosas con las que no estoy teniendo contacto directo. Ya no puedo votar para las elecciones regionales y municipales, por ejemplo. En Chile tampoco voto. Los documentos válidos y fundamentales en un país son solo un pedazo de plástico en el otro. El dinero, lo mismo.


Ser migrante es existir bajo esta nueva identidad. Migrar es asumir el rol del desarraigado. Ser parte ahora de este nuevo grupo, en un territorio difuso, sin fronteras, sin salidas.

SER PARTE DE DOS MUNDOS

Acá soy una mujer huérfana. En Brasil soy hija, hermana, nieta. Estos dos personajes conviven todo momento en mí y, por más tiempo que viva lejos de mi tierra natal, mis raíces culturales son profundas e imposibles de cortar. Se presentan, a veces, en mi forma de hablar y expresarme, en mis valores y costumbres, en mi comportamiento.

Esto se percibe en la diferencia entre el portugués y el español. Siempre debo aprender nuevas palabras, corregir expresiones y afinar mi dicción, sin lograr borrar del todo el rasgo de “portuñol” que marca la percepción de los demás sobre mí, siendo a veces motivo de burlas.

Hay que habituarse también a la nueva geografía. Adaptar nuestros cuerpos y espíritus a estar atrapados entre cordillera y mar, por desierto y hielo. A ir a veranear a playas de agua fría. Chile es tan increíblemente bello como asombroso: cuando renuncié a mi futuro en Brasil no tenía claridad de que viviría un presente con un volcán humeante a la vista mientras compro en el supermercado.

Esta colisión de perspectivas es infinita y continua. Mis dos personalidades dan forma a esta persona extranjera en todas partes, habitante del limbo fronterizo. Uma planta exótica.


Aquí (en Chile) soy una mujer prácticamente huérfana. En Brasil soy hija, hermana, nieta. Estos dos personajes conviven en todo momento en mí y, por más tiempo que viva lejos de mi tierra natal, mis raíces culturales son profundas e imposibles de cortar.

Algo similar a esto ya lo reflexionó Robert E. Park en 1928, según leí en el libro El azar de las fronteras: Políticas migratorias, ciudadanía y justicia (Velasco, J.C.; 2016. FCE). Me identifiqué con el apunte que el autor hace de un concepto de Park sobre el migrante como un híbrido cultural, fruto del contacto y colisión de formas de vida y tradiciones de dos pueblos distintos. Según él, hay un angustiante periodo de fusión en que los viejos hábitos culturales se van deshaciendo y los nuevos no han llegado a formarse. Por ende, el migrante es una persona que vive en dos mundos y en ambos es más o menos un extranjero.

En nuestro habitar, acabamos materializando estos dos mundos como forma de vida. Así como somos influenciados por las dos culturas que experimentamos, también podemos influenciar nuestro entorno. Habitar ese territorio difuso es un espacio fértil que posibilita entender un poco más cómo es el ser humano. Identificar qué me define como brasileña y entender diferencias culturales. Descubrir que hay fronteras sutiles, otras abismales, y luego jugar a crear puentes que las atraviesen. Construir caminos.

Chile como país y cultura también es el resultado de fusiones como estas. ¿Qué es ser chileno sino híbridos de diferentes migrantes? ¿Qué es ser humano en el mundo actual sino justamente un resultado de tantas mixturas?

Tristemente, lo más difícil no es cruzar las fronteras físicas sino las ideológicas. Muchas veces, víctimas de la generalización solo por ser de uno u otro país de origen, somos vistos como personas inferiores. A mí me ha pasado muy poco, porque mi nacionalidad me favorece y sé que estoy en una posición privilegiada. Pero es relevante insistir en que el color de la piel, la posición social, el género o la nacionalidad no determinan nuestros caracteres. Las fronteras existen para delimitar territorios; solo las personas tienen el poder (y derecho) de cruzarlas, conectarlas y borrarlas.

Fotografía: gentileza Ana Oneda

Aquí vuelvo al ya citado Velasco: “(…) más decisivas que el origen de los desplazamientos son ciertas propiedades sociales por las que son clasificados quienes los llevan a cabo (…), como el género, la etnia, la religión y, muy especialmente, la nacionalidad. Estos atributos individuales pueden hacer también que el cruce de una misma frontera sea un trámite llevadero o se torne en una extenuante carrera de obstáculos”.

En mi experiencia, ser migrante me ha hecho despejar otros terrenos. Ahora mi fluidez en dos idiomas (y la mezcla entre ellos) me permite usarlos como herramienta para trabajar en cosas que me agradan, y siento poder ser un puente entre dos países que amo. Habito este territorio que también es hecho de palabras. Veo cómo, al fin, esta nueva identidad que aún me tiene perdida, se va transformando en oportunidad. Ojalá fuera así para todos.


Hay un angustiante periodo de fusión en que los viejos hábitos culturales se van deshaciendo y los nuevos no han llegado a formarse. Por ende, el migrante es una persona que vive en dos mundos y en ambos es más o menos un extranjero.

UNA NACIÓN EMOCIONAL

Las razones para la migración contemporánea son muy diversas, pero entre todos los migrantes hay una cosa en común: el llegar a un nuevo lugar con poca o ninguna idea de lo que nos espera. Migrar es renunciar a aquel futuro que nos fue establecido desde niños. Aceptar cualquier trabajo u oportunidad que aparece solo para empezar a construir una vida mínimamente estable. Hacerse valer y conquistar espacios casi únicamente por nuestro carácter, ya que nuestros apellidos o contactos familiares de nada nos valen. Quizás parecemos perdidos, y es porque al principio lo estamos.

Pero en el afán de reencontrarnos y abrir caminos, interactuamos con otras fronteras: las propias personas. Las que abren puertas y las que no. Estas son quienes nos ayudan a definir los bordes de un nuevo territorio emocional, al cual podemos sentir que pertenecemos más allá de un pedazo de tierra. Este es el verdadero lugar al cual muchos nos aferramos.

En el fondo, somos seres habitados por la nostalgia y el atrevimiento. Por la pena y la resiliencia. Por la pérdida de lo que dejamos atrás y la apertura a lo nuevo. Por lo general, extrañamos los olores, sonidos, sabores, miradas y sonrisas de nuestro hogar de origen. Cultivamos un poder para soltar estas cosas o habitarlas sin dejarnos dominar por ellas. Somos migrantes también en nuestros propios sentimientos. El que no soporta el desarraigo y puede volver, vuelve. Pero no todos tienen esta opción.

PARA LEER MÁS:

• Oneda, A. (2022). Cámara descartable. Santiago: Editorial Aparte.

• Velasco, J.C. (2016). El azar de las fronteras: Políticas migratorias, ciudadanía y justicia. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.