
Gastón Soublette al rescate del Chile profundo
Laberíntica fue la búsqueda cultural de ese joven inquieto que abandonó varias carreras antes de darse cuenta de que no buscaba el conocimiento, sino la sabiduría.
Sus padres tenían motivos de sobra para inquietarse por el destino de su hijo Gastón, el que, desde la casa viñamarina, no iba a la playa, sino a perderse por los cerros de Valparaíso, o por las quebradas que llevan al interior, hacia Limache o Villa Alemana.
Era inteligente y lector, y debieron alegrarse cuando ingresó a la carrera de Derecho, pero la abandonó. Con su veta artística y su ojo sensible a la belleza, tal vez la arquitectura sería el camino, pero también la dejó atrás, sin ingresar al mundo laboral.
Iba a ser artista. Se le apoyó para que lo hiciera en serio. Pero allá en Francia, encaminado hacia la música, aunque se formó en el Conservatorio de París, se deslumbró con las filosofías orientales. Se volvió un joven extraño, uno que, estando en París, se dedicaba a meditar o a practicar posturas de yoga, encerrado por horas.
Primero se interesó en los sabios de la India. Luego fue en los de China, porque en los de la primera el camino era individual, en solitario. En cambio, en la segunda había un compromiso con la comunidad.
El I Ching –el libro de los cambios–, inspirador de Confucio, y El Camino del Tao, también usado en adivinación, lo puso frente a un conocimiento que va por un lado distinto al de la racionalidad. Lo hizo repensar la filosofía occidental.
Él, que se había sorprendido leyendo a Confucio y Lao Tsé, y con el hecho de que la ética cristiana tuviera lazos con la china, ahora, en el valle central de Chile, encontraba otra rama del mismo árbol.
Tierna y violenta
Con una vasta cultura musical, fue lógico que, ya en Chile, a los 31 años, encontrara sus primeros trabajos en la capital, en la Radio Chilena del Arzobispado y en el Instituto de Investigaciones Musicales de la Universidad de Chile.
Parecía haber sentado cabeza, pero no fue así. Porque un día de 1956 apareció en su oficina una mujer muy intensa. Ella estaba saturada de canciones que necesitaba liberar de su mente. No sabía escribir música y traducir todas sus melodías a pautas. Tenía carácter esa Violeta Parra, era casi una exigencia su solicitud de ayuda, pero con su guitarra se puso a cantar un tema propio, “Casamiento de negros”, y Gastón quedó sorprendido: no sabía de negros en Chile. Así empezó la nueva vida del joven Soublette de formación europea: hablando de africanos con una provinciana.
Al oírla, se dio cuenta de que en el mundo popular chileno había toda una realidad que desconocía, y tuvo la virtud de dejar ver su ignorancia. No fue fácil; ella no era fácil. Lo llamó “pituco de mierda”, y él le dijo que debiera llamarse “Violenta” Parra. Pero aprendieron a respetarse.
Al oírla se dio cuenta de que en el mundo popular chileno había toda una realidad que desconocía, y tuvo la virtud de dejar ver su ignorancia. No fue fácil, ella no era fácil. Lo llamó “pituco de mierda”, y él le dijo que debiera llamarse “Violenta” Parra. Pero aprendieron a respetarse.
Fidel y los chinos
Gastón Soublette había estudiado la filosofía occidental y también las orientales, pero en la primera había otra cosa, mestiza. Con elementos indígenas y españoles procesados de otra manera ¿existía, entonces, una cultura chilena? ¿Qué había brotado en este territorio?
A través de Violeta conoció cantoras, payadores, refraneros, folcloristas, pero también sabios populares. Hombres o mujeres de origen campesino, de apellidos comunes, hábiles con las manos, casi siempre con una casa sencilla en las afueras de la ciudad. Gente sobria, de pocas palabras y bajo perfil.
A través de las letras de las canciones a lo humano y a lo divino, de sus cuentos y leyendas, de refranes y de la propia vida de sus cultores, Gastón, con sus conocimientos previos, advirtió que ahí se expresaba, sabiamente, toda una filosofía de vida, trascendente. Esta era original, por una parte, como aclimatada a la geografía chilena, pero también conectada al fondo espiritual de la humanidad, a ciertos valores y virtudes universales.
Él, que se había sorprendido leyendo a Confucio y a Lao Tsé, y con el hecho de que la ética cristiana tuviera lazos con la china, ahora, en el valle central de Chile, encontraba otra rama del mismo árbol.
Al incorporarse al Instituto de Estética de la Universidad Católica, no podía imaginar que estaría ahí por 46 años, en un espacio que le permitiría investigar, escribir libros e inspirar a generaciones de jóvenes. Entonces, dirigido por Fidel Sepúlveda Llanos, Gastón encontró en él un espíritu afín, alguien que también pensaba que la cultura popular debía ser integrada a la educación superior en Chile. Porque, como dice un sabio refrán campesino, “el que no se conoce a sí mismo, a sí mismo se asesina”. Esta frase la dijo en Francia Antonin Artaud, un vanguardista europeo, y resulta que tenía mucho sentido aquí, en un valle remoto en Chile, por siglos.
Gastón aumentó su conocimiento, aprendió a leer mejor sus estructuras matrices. Pensando en Violeta, que había llegado con cerca de tres mil canciones en su memoria –inquieta porque Chile las estaba olvidando–, y recordando a los chinos, le hizo una propuesta a Fidel: le dijo que Confucio y Lao Tsé no eran grandes creadores, sino dos sabios que, advirtiendo que el poder central, la cultura imperial única, estaba amenazando la vida de la sabiduría tradicional, se habían dedicado a transcribir y a rescatar a esta última del olvido. Porque, y lo mismo valía para Chile, esa sabiduría ancestral, de la China profunda o del Chile profundo, podían ser el camino de salvación de los seres humanos en el futuro. Un sentido de vida, un modelo de relaciones, de valores necesarios para darle forma y vida a una civilización moderna, pero con raíces espirituales.
Se dieron a la tarea de hacer una serie de libros de rescate de esa sabiduría local.
Siete años junto a Gastón Soublette
Por JAVIERA BLANCO
Cuando me invitaron a escribir este testimonio, lo primero que pensé fue: ¿qué puedo decir que no se haya dicho? ¿Qué puedo aportar al recuerdo de alguien como Gastón Soublette? Quizás lo único que puedo ofrecer es una mirada honesta y cercana, nacida del privilegio de haber compartido con él durante los últimos siete años de su vida.
Siempre digo, con cariño, que fue Violeta Parra quien nos presentó. Era el año 2017, yo terminaba mi práctica profesional en el entonces Consejo de la Cultura y buscábamos textos conmemorativos para el centenario de Violeta. Gastón Soublette no podía faltar: fue su amigo y colaborador cercano, uno de los pocos testigos vivos de ese vínculo. Lo busqué y perseguí hasta conseguir el texto. Lo conocía de antes, había sido oyente de sus clases, pero esa experiencia nos acercó de una forma muy especial. Así, casi sin planearlo, comencé a trabajar con él como su última ayudante en la UC, en los cursos “Simbología del cine” y “Poética del acontecer”, durante el segundo semestre de 2018 y todo 2019, en el Instituto de Estética, en el campus Oriente. Luego, con la llegada de la pandemia dejó de hacer clases y asumí el rol de asistente personal. Gestionaba sus comunicaciones, veía sus publicaciones y derechos de autor, y le transmitía cuanto más podía los mensajes e invitaciones que le enviaban.
Debo confesar que, al comenzar a trabajar con él, mis expectativas eran muy distintas de lo que finalmente viví. Mis expectativas eran académicas e intelectuales, pero la experiencia resultó ser mucho más humana, transformadora y profunda. Encontré algo mucho más valioso: aprendí a mirar el mundo desde un lugar más abierto y compasivo, porque Gastón era, ante todo, un formador, en el sentido más hondo y generoso del término.
Quienes lo conocieron en las aulas saben que su enseñanza trascendía los límites del aprendizaje convencional: era una experiencia de encuentro, libertad y búsqueda. Sus cursos reunían a jóvenes y adultos, alumnos formales y oyentes espontáneos. No creía en la jerarquía, ni en las calificaciones, sino en la transformación que puede darse entre personas que piensan juntas. Apostaba por los jóvenes con esperanza incondicional, y los escuchaba con verdadera fe.
Recuerdo que, pocos meses antes de su muerte, fui a verlo a su casa en Limache y le pregunté cuál había sido la época más feliz de su vida. Me miró y me dijo: “Todos los años en que hice clases”. Y esa frase lo resume de forma perfecta. Gastón era un maestro. Uno de verdad. De esos que enseñan incluso cuando no están enseñando. De los que transforman e inician caminos.
Recuerdo la entrevista que me hizo para ser su ayudante. Me preguntó: “Si yo un día no puedo venir, ¿tú harías la clase por mí?”. Le respondí: “No podría hacerla como usted, pero enseñaría el contenido lo mejor que pudiera”. Creo que esa respuesta lo convenció. Siempre valoró la honestidad, incluso cuando pensábamos distinto, y, sobre todo, el desarrollo del pensamiento propio. Él encarnaba esas cualidades: era un pensador original e independiente que habló de ecología, espiritualidad y cultura popular cuando nadie más lo hacía, y les dio un lugar. De todos sus libros, mi favorito es Sabiduría chilena de tradición oral (REFRANES). Cuando lo leí, aluciné. Lo estudié con lujo de detalle.
Me gusta pensar que nos encontramos en el momento justo: él, con la necesidad de dejar sus ideas escritas y ordenar sus proyectos; yo, con la energía y las herramientas para ayudar a concretarlos. Mi experiencia en el mundo de las artes y la gestión cultural hizo que muchas de las tareas que aparecían —producción, respuesta a invitaciones, coordinación de entrevistas— me resultaran familiares. Él bromeaba y me decía “la manager”. Yo sentía que era más que eso: una especie de puente entre él y la gente que quería escucharlo. Esa misión me la tomé muy en serio.
En 2019 lo postulé por primera vez al Premio Nacional. No entendía cómo nadie lo había hecho antes. Desde entonces, trabajamos siempre con la urgencia del tiempo. Ambos sabíamos que no teníamos mucho. Volví a postularlo en 2021 y, finalmente, en 2023 lo ganó. Como él decía: “No hay primera sin segunda, ni segunda sin tercera”. Fue uno de los momentos más emocionantes que nos tocó vivir juntos. Siempre dudé si postularlo al de Humanidades o al de Educación, porque era ambas cosas: un pensador profundo y un formador de personas. Cuando le avisé que había ganado, la conversación fue así:
—Hola, profesor. Te ganaste el Premio Nacional.
—¿Qué? ¿Puedes repetirlo?
—Sí. Te ganaste el Premio Nacional.
—Nos ganamos el Premio, querrás decir.
—Bueno, sí.
—No te había querido decir, pero lo soñé. Soñé este momento exacto: tú llamándome para decírmelo. Fue hace dos semanas.
Creo que el mayor regalo que me dejó fue la posibilidad de conocer su corazón: su lealtad, humor, sensibilidad y generosidad. En sus últimos años, cuando escribir se le hacía difícil, a veces llegaba con ideas para cartas, columnas y respuestas a invitaciones, y me pedía que yo las redactara. Un amigo en común me dijo una vez: “Gastón dice que tú eres sus ojos”. No sé si era para tanto, pero sí sé que nos acompañamos y ayudamos mutuamente.
El 29 de octubre de 2023 estábamos almorzando en el restaurante “No me olvides”, bajando la cuesta La Dormida. Había dos amigos más. En medio de la conversación, me dijo: “Quiero que crees mi fundación”. Lo dijo con una mezcla de pudor y firmeza. Le pedí que me escribiera los lineamientos, su visión. Semanas después, me entregó tres páginas escritas a mano con diez puntos que resumían sus principales anhelos e ideas.
Gastón Soublette quería ser recordado como “el viejo cuyo corazón permaneció siempre joven”. Y así lo recordaré siempre: como un maestro inolvidable y, sobre todo, como un amigo al que voy a extrañar mucho.

El sabio del poncho
En esas incursiones, y en parte por la misma Violeta que había memorizado canciones mapuches como voces expresivas del territorio, Gastón encontró en la Araucanía otra cultura ancestral sabia. Además, acompasada con el territorio, que también proponía ideales de conductas y normas éticas. Otra noble sabiduría, resultado de siglos y conectada con los bosques, los ríos y los volcanes de esta tierra. Comenzó a usar un poncho mapuche, como señal de respeto y reconocimiento.
El propio Gastón, para sus alumnos, comenzó a ser percibido como “el sabio de la tribu”, el que será años después el título de un documental sobre su vida, de Ricardo Carrasco, un exalumno. Era un profesor diferente, que vivía en el campo –Limache–, y se perdía por los cerros de la Cordillera de la Costa llevando su flauta, conectado con un silencio inalcanzable en la urbe ruidosa, la del cemento y la invasiva tecnología.
Soublette conoció el placer de ver cambiar a sus alumnos que, unas décadas atrás, se dividían violentamente por doctrinas políticas. Ahora, compartían un mismo interés en la sabiduría proveniente del Chile profundo, como guía de vida individual y comunitaria.
Soublette conoció el placer de ver cambiar a sus alumnos que, unas décadas atrás, se dividían violentamente por doctrinas políticas. Ahora, compartían un mismo interés en la sabiduría proveniente del Chile profundo, como guía de vida individual y comunitaria. Eventualmente era un derrotero y una ruta para el futuro de un país que, hasta entonces, vivía con una identidad confusa por ignorar las raíces de esta tierra.
En sus clases, los estudiantes encontraban sabiduría, no solo conocimiento. En la sala se oían palabras como virtud y trascendencia. Se hablaba del sentido de la vida, de filosofía y espiritualidad, no solo de fundamentos económicos, tecnológicos y políticos. Además, encontraban en él algo escaso y necesario en su formación: alguien a quien admirar, un referente para aprender a mirar el futuro con menos miedo. Era un profesor que mostraba otros senderos, sin celulares en la mano.
El último libro de Gastón Soublette
Ediciones UC tenía lista su última obra, proceso que le ocupó los días finales, como recuerdan quienes trabajaron en ese proyecto
Por PATRICIA CORONA / Editora general Ediciones UC
“Jesús de Nazaret, más que un maestro espiritual, fue un profeta que incomodó al poder”. Con esa cita se puede ilustrar parte importante del contenido de Miradas sobre el siervo de Dios, libro póstumo que estaba próximo a ser publicado al momento del fallecimiento de Gastón Soublette.
Él alcanzó a revisar las pruebas de imprenta, a aprobar la portada con su fotografía e incluso a negarse al cambio editorial que le propusimos: agregar “Mis” al comienzo del título para advertir a un lector no avezado en su prosa que se encontraría con reflexiones íntimas y originales. Le pareció exagerado, algo excesivo, y no pudimos convencerlo. Sin embargo, eso es justamente lo que encontramos en estas páginas: una interpretación no convencional de la figura de Jesús, despojada de las distorsiones históricas y culturales que, según el autor, han empañado su comprensión.
Miradas sobre el siervo de Dios es una invitación a reencontrarse con Jesús en su dimensión humana y transformadora. Un viaje que Soublette había iniciado con sus reconocidos libro Rostro de hombre (2007) y luego con El Cristo preexistente (2017), ambos con varias reediciones publicadas por Ediciones UC. En esta tercera entrega sobre el mismo tema, el autor desarrolla nuevas meditaciones, entre las que destaca su afirmación de que “Jesús ha llegado a ser un personaje tan famoso como desconocido”, señalando cómo los desarrollos doctrinales y filosóficos han diluido la potencia original de su mensaje profético.
Tal como nos tiene acostumbrados Gastón Soublette, esta obra no es académica. Es más bien una reflexión libre, pero profundamente documentada, que interpela tanto a creyentes como a curiosos de la fe. Lejos de ofrecer respuestas cerradas, el libro abre nuevas preguntas e ilumina otras perspectivas sobre un personaje cuya relevancia espiritual y humana sigue viva hoy, pero muchas veces mal comprendida.
Este libro se suma a un vasto legado que testimonia su visión y sus múltiples intereses: el cine, la sabiduría oriental, la música y los pueblos originarios, entre otros. Así su pensamiento quedará reflejado en libros emblemáticos, como La cara oculta del cine, Mahler, Marginales y marginados, Manifiesto, El trasfondo ideológico del cine, Pablo Neruda, profeta de América, Ventura y desgracia del Homo Sapiens, El I Ching y la sabiduría prehistórica, Sabiduría chilena de tradición oral y su versión castellana con comentarios del Tao Te King.
Fue un autor prolífico, siempre trabajando en lo que llamaba su “último libro”, consciente –con humor y lucidez– de que la muerte lo rondaba debido a su avanzada edad. Pero estamos seguros de que este no habría sido tampoco el último. Nuevas ideas ya comenzaban a tomar forma, ideas que, de haberse plasmado en el papel, habríamos recibido y editado con el mismo orgullo que sentimos siempre por haber sido su casa editorial.
Gastón Soublette fue –y seguirá siendo– un autor imprescindible, cuya voz singular mantiene un lugar de honor en el catálogo y en el corazón del equipo de Ediciones UC.

Portada del libro Miradas sobre el siervo de Dios, de Gastón Soublette. Crédito: Ediciones UC
Cuatro refranes para un solo hombre
El lugar al que llego es el documental que retrata al maestro Soublette en su entorno natural, en su hábitat: Limache (machi blanco en español). Durante cinco años, los realizadores Patricio González y Felipe Ossandón grabaron sus últimos pasos por la tierra que albergó sus días finales.
Por FELIPE OSSANDÓN y PATRICIO GONZÁLEZ / Codirectores del documental El lugar al que llego
¿Qué hace que un anciano, a sus casi 90 años, decida volver a hacer clases a una universidad que queda a más de 100 km de su casa? Esa fue la primera pregunta que nos hicimos, apenas empezamos esta travesía cinematográfica en 2016.
Poco tiempo antes, tras largas conversaciones de bar en el legendario Johny Shop, en Limache, habíamos decidido hacer un documental que relevara el territorio al que recién habíamos llegado a vivir con nuestras respectivas familias. Concluimos que Gastón era un personaje emblemático de la ciudad y que su singular figura –mezcla de Quijote, de Mesías pop, de “El Topo” de Jodorowsky– y su no menos singular campo de saberes –filosofía oriental, estética, sabiduría popular, cristianismo y cultura mapuche, entre otros ámbitos– lo convertían en el personaje perfecto para protagonizar este que era nuestro primer documental.
Cuando le planteamos la idea, no pareció muy entusiasmado al principio, pero aceptó. Esa misma tarde, nos contó que venía saliendo de una delicada dolencia intestinal que lo había tenido contra las cuerdas. Superada la enfermedad, recobró sus fuerzas y estaba listo para volver a hacer clases en la UC, donde fue profesor titular por más de 45 años.
En ese momento, no supimos descifrar si nos contó eso para que fuéramos a registrar el hito, pero lo cierto es que esa noche, mientras caminábamos de vuelta a casa, nos hicimos la pregunta que está al inicio de este texto.
La primera jornada de grabación fue su regreso a las aulas: una de sus clases de “Simbología del cine” en Campus Oriente. Tiempo después, una larga entrevista en su casa, en la que nos habló de su infancia, su confusión vocacional, sus maestras y el descubrimiento de la docencia, entre muchas otras cosas, se convirtió en la columna vertebral de la película.
También lo acompañamos a Rungue, en una inolvidable caminata que fue como un peregrinaje por lugares que lo habían marcado a fuego. Esa costumbre andariega daba cuenta de su amor por los cerros y del primitivo que llevaba por dentro. Otra pregunta nos resonó: ¿qué hace un anciano perdido en medio de la nada? Por esos parajes solía evadirse del mundo en un bosquecillo para meditar. Allí nos reveló: “Cuando yo llego a este lugar, siento que Llego, con mayúscula”.
Después, el registro continuó en Valparaíso, donde se volcó a conocer a su pueblo, por mandato de Violeta Parra, y después en Lliulliu, en su búsqueda permanente del Tao, y luego de vuelta a Limache y su casa, en decenas de encuentros con y sin cámara, con grabadora o solo para conversar.
Pensamos que sería una producción de dos o tres años. Por múltiples motivos, se terminó extendiendo por nueve. En ese lapso, intentamos desentrañar las múltiples facetas de un hombre vasto: docente atípico, vecino ilustre, activista ecológico, defensor del patrimonio, investigador de la cultura popular, abuelo excéntrico, tejedor de historias fabulosas, músico incombustible y, por sobre todo, un caminante incansable. De hecho, sus múltiples facetas significaron un desafío de cómo abordar a este personaje y cómo plasmar esa multiplicidad en la pantalla. Nos valimos de cuatro refranes de la sabiduría popular para construir cuatro historias en clave de fábula. No estamos seguros de haberlo logrado. Lo gratificante es haber llegado a un final.

Fotograma del documental El lugar al que llego. Crédito: Felipe Ossandón y Patricio González