Leonidas Montes y Enrnesto Ottones debaten en torno al Parlamentarismo y Presidencialismo Leonidas Montes y Enrnesto Ottones debaten en torno al Parlamentarismo y Presidencialismo
  • Revista Nº 159
  • Por Leonidas Montes y Ernesto Ottone Fernández
  • Fotografías Karina Fuenzalida
  • Ilustración Catalina Fuentes

Ideas en Debate

Presidencialismo vs. Parlamentarismo

Detrás de la pandemia hay un proceso constituyente que sigue latente. La estructura del sistema político forma parte de la discusión que pone en suspenso el sistema presidencialista vigente en la actual Constitución y que exige una reflexión que esté a la altura de las circunstancias. La mirada de Leonidas Montes y Ernesto Ottone Fernández en el siguiente artículo.

En defensa del presidencialismo

En sus orígenes, el liberalismo clásico estuvo unido al republicanismo en su búsqueda de la libertad. Después, su significado separa a ambas tradiciones. Un republicano entiende la libertad como independencia, como el deber ciudadano para promover el interés público. Para un liberal, en cambio, la libertad es la ausencia de coacción, la autonomía en la vida privada. En la tradición liberal el ejecutivo convive con el legislativo, manteniéndose la independencia del poder judicial. Esa convivencia, sin embargo, no es pura armonía.  Son inevitables las luchas de poder entre el gobierno y los parlamentarios.

Por cierto, no hay una receta para mantener ese equilibrio. Y el orden político de los países –parlamentarismo, presidencialismo o una gama de combinaciones– depende de múltiples factores donde la historia de cada uno tiene su peso. Chile, por ejemplo, ha sido un país presidencialista.

En la tradición liberal clásica, John Locke argumentó que los poderes discrecionales del rey no eran “incompatibles con la libertad de los súbditos”. Posteriormente Montesquieu, ante el riesgo de un despotismo parlamentario, defendió el derecho del Ejecutivo para ejercer algún control sobre el Legislativo. Ambos pensaban que el gobierno no podía quedar supeditado a la diversidad y a los vaivenes del Parlamento.

Si bien el pensamiento republicano tendería a favorecer la representación parlamentaria y el liberal clásico la limitaría, en Chile, a partir de la independencia, surgió una suerte de republicanismo liberal. Este encontró su cauce más profundo y duradero en las Constituciones de 1828 y 1833. En ellas se consagran, por ejemplo, el principio liberal de la igualdad ante la ley y el ideal republicano de la participación ciudadana, el derecho de propiedad y el valor de la independencia del ciudadano y de los poderes.

En efecto, los tres poderes del Estado, en la tradición de Montesquieu, quedaron establecidos. Y también algunos de los checks and balances que inspiraron a los padres fundadores de los Estados Unidos. Todo esto permitió progreso económico, social y político.

 

Fotografía de Leonidas Montes

 

En medio del debate constitucional, intelectuales y líderes políticos han promovido un cambio al sistema político. Se sostiene que tenemos un régimen presidencialista reforzado, autoritario. Seríamos víctimas de un hiperpresidencialismo. Se critica la doble calidad presidencial de Jefe de Estado y de Gobierno. Habría que avanzar, se argumenta, hacia un régimen parlamentario o, por lo menos, reforzar al Congreso. Esta sería la solución para evitar que una crisis política se convierta en sistémica. Aunque ejemplos históricos sobran, hace poco vivimos algo parecido.

A partir de la crisis del 18 de octubre de 2019, el poder presidencial se encaminó hacia una peligrosa cornisa. El martes 12 de noviembre todos los partidos políticos de oposición firmaron una “Declaración Pública” estableciendo “por la vía de los hechos” un proceso constituyente. Se especulaba sobre la renuncia del Presidente. Si esto ocurría antes del 19 de noviembre, asumía el presidente del Senado. Si era después, el ministro del Interior.

Esa pesada noche del martes 12, el Presidente le devolvió la pelota al Congreso. Parecía que no decía nada, pero dijo mucho. En la madrugada del viernes 15 de noviembre se selló el histórico “Acuerdo por la Paz Social y la nueva Constitución”.

Pese a todos los riesgos, me declaro presidencialista, contrario a que el parlamentarismo sea la mejor opción para Chile y escéptico ante la idea de expandir las esferas de poder del Congreso. La razón es simple y práctica: pienso que el Ejecutivo está en mejores condiciones para defender nuestros derechos que el Parlamento.

Existe mucha literatura, sesudos análisis de constitucionalistas y destacados filósofos políticos promoviendo el parlamentarismo o fórmulas para fortalecer al Congreso. Todo esto me recuerda que, después de discurrir sobre la sustancia y lo divino, Aristóteles termina su famoso Libro XII (lambda) de la Metafísica con esta frase sorpresiva: “No es bueno un gobierno de muchos. Que sea uno el que gobierne”.

¿Es prudente dar más poder a los muchos del Congreso? Pienso que no. Nuestro presidencialismo, heredero de esa vieja tradición liberal y republicana, tiene sus checks and balances. Me pregunto cuáles tendrían nuestros parlamentarios. Y, más aún, cómo funcionarían.

“En busca de un nuevo equilibrio”

El debate sobre la preferencia de un régimen presidencial o parlamentario será parte del proceso constitucional y tal proceso, acordado en tiempos de frenesí, es el único camino que asegura un futuro democrático para Chile.

Si alguien quiere hacerse el distraído con ese acuerdo, es posible que ese frenesí sea reemplazado por tiempos más difíciles aún, capaces de “diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus” (Carpentier A.; El siglo de las luces, 1962).

América Latina desde su temprana independencia generó constituciones liberales y democráticas, pero su práctica política estuvo marcada por el patrimonialismo autoritario que llevó a interminables luchas de caudillos y dictaduras. En los breves espacios de estabilidad, se crearon pocas democracias frágiles y presidencialistas cercanas a “autoritarismos electivos”, como los llama el filósofo político Michelangelo Bovero.

En Chile, el desarrollo histórico presenta algunas particularidades más bien por necesidad que por virtud. Por ser un país de frontera y no un centro de riqueza durante la colonia, su clase dirigente hubo de organizarse para sobrevivir. Ello hizo que las luchas caudillistas fueran cortas y que se estableciera bajo la influencia portaliana una institucionalidad política precoz, con más continuidad que ruptura.

Tal institucionalidad se expresó en un fuerte régimen presidencial “en forma” que, salvo algunas rupturas armadas, el interregno de la “pax veneciana” parlamentaria (Edward Vives, A.; La fronda aristocrática, 1928) y las lagunas de inestabilidad dictatorial, predominó durante la mayor parte del tiempo.

El proceso democrático restablecido después del plebiscito de 1988 heredó una constitución del período dictatorial y, aunque logró reformarla parcialmente, tuvo que lidiar con la ausencia de legitimidad democrática de esta durante la reconstrucción democrática, adaptándose a un fuerte presidencialismo y un Parlamento con atribuciones demasiado limitadas.

 

Fotografía de Ernesto Ottone F.

 

Una fuerte capacidad constructiva de ambos poderes permitió que ese período tuviera muchas más luces que sombras. Ese período ha cumplido su ciclo y hoy requiere cambios para que Chile continúe progresando en su desarrollo económico y social para alcanzar una sociedad más horizontal. Una nación donde siga cayendo la pobreza y se genere una transformación productiva que le permita una mejor inserción global y disminuyan los niveles de desigualdad, que aún siguen siendo altos, y no corresponden al nivel de desarrollo humano alcanzado.

Se han conjugado tres elementos que plantean dificultades a esos cambios indispensables.

El primero es una pérdida de velocidad en el desarrollo durante los últimos gobiernos, acompañado de una caída de la legitimidad de las instituciones republicanas, de las instituciones espirituales y del mundo económico, producto de actos de corrupción y abuso. Segundo, un estallido social de una violencia inesperada y de un espíritu más bien anárquico y destituyente que propositivo y constituyente; y por último, los duros efectos que dejará la pandemia hiperglobalizada.

El conjunto de todo ello nos presenta un futuro pedregoso, con menos recursos en un mundo a maltraer. Si bien el debate constitucional se realizará en este escenario ríspido, es deseable para la legitimidad del sistema democrático.

¿Presidencialismo o parlamentarismo, entonces? Un presidencialismo con un exceso de concentración de poder como el que ha recorrido nuestra historia debe cambiar hacia una situación de mayor equilibrio con el Parlamento, que no olvidemos, es la institución por excelencia de la democracia representativa.

Pero ello no significa necesariamente un vuelco hacia un régimen parlamentario.

Los cambios deben ser realizados teniendo presente la memoria histórica y las buenas prácticas internacionales, hay no pocas democracias en el mundo desarrollado y más igualitario que combinan con éxito elementos de ambos sistemas, permitiendo un pluralismo mayor en la conducción del país, al mismo tiempo que no entraban la acción ejecutiva, y no fragmentan el interés común en un fárrago de intereses particulares y de grupos.

Dicho esto, tales cambios solo tendrán sentido en nuestro país y en el mundo si somos capaces de hacer convivir el galope desbocado de la opinión pública, propio de la era de la información, con las reglas de la democracia. Pero ese es otro tema.