punta de una pluma para escribir punta de una pluma para escribir
  • Revista Nº 172
  • Por Hans Muhr

Sociedad

Paradoja: enrejados pero hiperconectados con el planeta

Esa ciudad en la que vivimos gran parte de los chilenos no se presenta fácil a quienes la quieren conocer. Descifrarla es difícil para quien la recorre y más aún para quien cree conocerla, pero solo habita una parte de su intrincada geometría. La toponimia tampoco ayuda a su comprensión, pues

hay barrios enteros dedicados a poetas y otros a militares, flores o políticos, pero ninguno deja huella en la memoria de sus habitantes. Es una ciudad segregada e inequitativa. Hay barrios que pertenecen al primer mundo y barriadas que competirían con los países más pobres del orbe. Es complejo deducir su historia, y más aún entender el carácter cada vez más agresivo de sus habitantes.

“Es una ciudad sin poesía”, dirían algunos; “sucia e ignorante”, dirán otros. Para los más, vivir aquí será una necesidad y para otros solo el jardín de sus negocios. Pista de carreras para deportistas improvisados y calvario para caminantes obligados. Una ciudad de contrastes, diría quien compare los barrios que han nacido al oriente de la capital, con la reciente toma de Nuevo Amanecer. Son muchas ciudades en una, concordarán especialistas y académicos, y no estarán tan lejos de la realidad.

Pero en ese aparente caos, ¿existe algún signo en común en nuestra población actual?, ¿en nuestra forma de habitar? Aparte de compartir el idioma y la geografía, ¿hay algo que hermane a un habitante de un barrio periférico con otro que viva en las antípodas? Quizás el que desconfiamos de todo y de todos o todas. No se salvan de este juicio las instituciones, ni las personas, menos las autoridades. “Todo es culpa de la droga”, sentenciarán los más, o de la delincuencia, o de ambos. Es el resultado de la desilusión que nos ha sorprendido a todos en descampado, con el actuar de instituciones públicas y privadas. Es la inequidad; la pobreza; el abuso. No faltarán epítetos para justificar nuestra situación. Desde las Iglesias a los bomberos, han sufrido la represalia de este sentimiento ante una multitud ávida de venganza por esa decepción vivida ante promesas incumplidas por múltiples razones que ya nadie entiende. La ira se adueñó de nosotros y mostró nuestra peor cara. Una que no conocíamos ni presentíamos, responden los políticos de todos lados. El análisis es liviano para un problema mayúsculo y no ayuda a la solución. Lo único claro es que, como consecuencia de todo ello, tras desarrollar una muestra al azar de nuestros barrios a través de Google Earth, e intentando comprender cómo vivimos los santiaguinos, esta revela que estamos aterrados. Lo peor de todo es que la primera vez que realicé este ejercicio fue en 2014, pero hoy, casi nueve años después, la situación no ha variado o incluso ha empeorado. Eso que parece una sentencia sin fundamento es fácil de comprobar recorriendo nuestra capital de barrio en barrio y de casa en casa. La ciudad es el reflejo de lo que somos, de lo que soñamos y de lo que sufrimos, y  es triste constatar cómo cada casa se cierra a esa vida cívica que algún día nos enorgulleció, y con razón. No hay condominio que no tenga rejas, cámaras y vigilantes. No hay propiedad que no incluya protecciones cada vez más altas y amenazantes, algunas electrificadas, otras premunidas de alarmas y otros medios disuasivos. El comercio sigue la huella y en los barrios más pobres se ejerce por ventanillas carcelarias, con rejas cada vez más resistentes. Solo falta la vigilancia armada para asimilarnos a la más segura de las cárceles del planeta, pero no son los delincuentes los reclusos, sino nosotros mismos, sin distingo de edad o género.

Pero no es lo único que nos une. Junto a esa enfermiza desconfianza, o más bien temor del más cercano, prácticamente todos tenemos acceso a las más sofisticadas tecnologías que nos permiten conocer en tiempo real lo que sucede en el mundo. La más mínima tormenta en el Caribe llena nuestras conversaciones familiares. Tomamos palco ante los horrores de la guerra y celebramos cada acrobacia de nuestros futbolistas en el extranjero. Y eso no es privilegio de barrios pudientes. Hay diferencias, claro. Para los barrios periféricos o en las tomas más recientes, hay antenas satelitales. Para los barrios consolidados y pudientes, en tanto, está la fibra óptica, pero el contenido es el mismo y no escapamos a esta lógica ninguno de nosotros.

Es increíblemente triste constatar esta paradoja. No conocemos a nuestro vecino. No somos ya los usuarios de parques y avenidas. No participamos de la vida de barrio, pero vivimos hiperconectados con el planeta entero y opinamos con propiedad sobre lo que nos ofrece esa conexión permanente con el más lejano país o comunidad. Es una soledad que duele, sin duda alguna, y que debemos erradicar de cuajo para recuperar una sociedad hoy enferma de terror y desconfianza, pero mientras sigamos enrejados, ocultos a la vista del vecino, y exageradamente conectados a realidades que nos son ajenas, es difícil augurar un resultado.