en la imagen un campo seco
  • Revista Nº 164
  • Por Vicente Vasquez Feres

Dossier

A gotas del final: una muestra de la sequía en Chile

“Antes era sacrificada la vida, pero había agua y, lo principal, se podía sembrar”, cuenta Jorge Bravo en las afueras de Colina. “Llegué a tener 300 nogales, ahora solo quedan 30”, relata Rolando Hernández de la misma comuna. “Hace 13 años se secó el pozo (…). Ahora, si uno mete una manguera sale tierra seca”, afirma Eva Navarro, de Paine. El cambio climático, la mala distribución del agua y las trabas legales son parte de una realidad inevitable para las comunas rurales de la Región Metropolitana, donde el déficit de lluvias alcanza un 70% –en promedio–. Es la peor sequía de los últimos 60 años y sus habitantes ya la están sufriendo.

Para Jorge Bravo no existen los feriados. Como un rito sagrado, va todos los días a su parcela ubicada en el sector de Reina Norte, en las afueras de la comuna de Colina. Él vive a cinco kilómetros de ahí, en Pueblo Esperanza. El sol pega fuerte y con su camisa a cuadros y un sombrero de paja, cuenta su historia, mientras seis caballos comen restos de maleza y hojas de choclo sobre una tierra pedregosa. “Hace 50 años atrás, un profesor de Ciencias Sociales nos enseñó que el desierto se corría varios metros por año hacia el sur. Nosotros lo mirábamos y decíamos: ‘¡Qué está hablando!’. El viejo decía la verdad. Llegó aquí la cuestión”, afirma.

El terreno que heredó de su padre es de tres hectáreas y media, pero desde 2013 que no puede sembrarlo por completo. El agricultor de 60 años explica: “Dependemos mucho de la lluvia. Si el año es bueno de agüita, puedo plantar a lo más dos hectáreas y media”. Según Jorge, la situación es crítica. Apenas queda un paño verde en el centro que debe regar de forma superficial, dado que el resto lo hace por cintas de goteo. Actualmente, extrae el agua que riega a su plantación con una bomba eléctrica de un pozo que tiene 180 metros de profundidad, es decir, más de la mitad de la altura del Costanera Center.

“Aquí tenemos turnos de agua de una hora por hectárea, con un caudal de 35 litros por segundo. Ya no tenemos un flujo superficial del río Colina, no es lo mismo que hace veinte años atrás, que llovía harto. Había una acequia por la ladera del cerro Parapente, ahí regábamos las parcelas porque llovía hasta septiembre u octubre, entonces no ocupabas la bomba. Ahora es todo el año. Usted usa una hora y le vale $8.500. Ocupo siete horas por cada cinco días. Llevamos seis años así”, comenta.

Desde los 12 años que Jorge no se ha despegado de su tierra. Con un tono nostálgico y mirando el horizonte de su campo, recuerda que los inviernos eran duros, crudos, buenos de lluvia y barro. “Pasábamos frío, era sufrida la vida, pero aperrábamos en la tierra, metidos en el barro. Salían cosechas y se vendía todo”. No era una gran ganancia de plata, pero les daba para mantenerse. Su papá, agricultor, y su mamá, dueña de casa, alimentaron a Jorge y sus cinco hermanos por igual. “Era sacrificada la vida, pero había agua y, lo principal, se podía sembrar”, cuenta.

Situación crítica

Situación crítica

El terreno que heredó Jorge Bravo de su padre es de tres hectáreas y media, pero desde 2013 que no puede sembrarlo por completo. “Dependemos mucho de la lluvia. Si el año es bueno de agüita, puedo plantar a lo más dos hectáreas y media”, cuenta.

Sin agua y sin turistas

Pasan un par de minutos y Rolando Hernández se disculpa. La piscina está sin agua, las reposeras apiladas y no corre ningún alma. “No parece un lugar de turismo”, dice. Oriundo de Santiago, pero habitante de Curacaví desde 1996, el agricultor de 62 años tiene en vilo su proyecto familiar autogestionado. Los visitantes dejaron de llegar a fines de octubre de 2019 y la pandemia cortó toda fuente de ingresos.

Con su esposa Jessica lograron subsistir gracias a que vendieron una casa en Lo Espejo, pero debieron dejar el rubro del turismo y depender exclusivamente de la tierra. Solo viven de la venta de sus limones, nueces y almendras en una feria de la comuna:

“Al principio no querían darnos los permisos ni entender que no teníamos ingresos y necesitamos mantener la agricultura, porque trabajamos con motores de energía eléctrica para regar. Aquí se llegan a pagar entre $180.000 y $200.000 mensuales. El pozo es de 47 metros de profundidad y tiene seis metros de agua. Eso no es nada, esa cantidad de agua en un tubito de seis pulgadas, la bomba se lo chupa en un minuto y se corta”, explica Rolando.

Su ritmo de habla es calmo, pero el brillo de sus ojos y su tono de voz denotan la enorme preocupación por la crisis hídrica en Cuyuncaví, sector que rodea uno de los tantos cerros del municipio. “Tengo mi campo dividido en 16 sectores. Estoy regando dos sectores diarios, a veces uno, depende del flujo de agua. Es lo máximo que me alcanza. Llegué a tener 300 nogales, ahora solo quedan 30”, sostiene. Por eso se ven tan tristes los árboles, con hojas amarillas, cuando tendrían que estar con una hoja verde oscuro. Según Rolando, “no ha habido ningún alivio hídrico desde 2001, aquí llueve un día y medio al año. Antes se ponía verde en agosto y se secaba la primera semana de noviembre. Hace dieciocho años que el entorno está seco en todas las estaciones. En muchos inviernos la gente se ha quedado sin animales por falta de agua y pasto, porque no llueve”, agrega.

Sin embargo, ese no es su único problema. El pozo de su terreno está autorizado por la Dirección General de Aguas (DGA), trámite que demoró nueve años, después de llevar papel tras papel. Manifiesta:

“Tremenda burocracia, tanto tiempo para conseguir un permiso de 0,75 litros por segundo, poquísimo. Si le pido a la DGA un segundo pozo para regar mi plantación agrícola, me dicen que no, porque el acuífero está cerrado por resolución. Nos autorizan un solo pozo con una mezquindad de agua. Piense, me dan los permisos para un giro agrícola, pero no para extraer agua y regar esos productos que vas a sembrar”.

Sin turistas

Sin turistas

“No parece un lugar de turismo”, dice Rolando Hernández, quien tiene en vilo su proyecto familiar autogestionado. Los visitantes dejaron de llegar a fines de octubre de 2019 y la pandemia cortó toda fuente de ingresos.

La crisis en María Pinto

A media hora de ahí, en un camino que se va mezclando entre arbustos verdes, modelados geométricamente por los camiones, y la sequedad de las colinas repletas de cactus, se ubica la comuna vecina de María Pinto. El 25 de noviembre pasado se derrumbó una parte del túnel en el canal Las Mercedes, el principal afluente de agua para riego en ambos municipios. Para Joaquín y Patricio Álvarez, agricultores de toda la vida y que comparten apellido por casualidad, la situación fue crítica. Sus plantaciones estuvieron 26 días sin agua en pleno verano. Según las cifras de los gremios del sector, la pérdida de los productos para los trabajadores se tasó en 60 millones de dólares, lo que afectó a más de mil agricultores y 16.000 hectáreas de plantaciones de hortalizas y maíz de grano. Hasta hoy, los litigios continúan con Colbún, empresa responsable de la mantención del túnel.

Joaquín, oriundo de la comuna, 53 años, comenta que, si bien la situación de noviembre fue dramática, es un episodio más dentro de la crisis. “Tenemos muy limitada la cantidad de tiempo para sembrar. En tres meses hay que sacar nuestros productos porque después no hay agua. Tras el corte del canal llegó el agua al sector, pero el estero Puangue estuvo seco dos meses más. Muchos cultivos se perdieron. Vamos a producir, pero un 60% menos”, afirma. Hace varios años que la agricultura en María Pinto está en la cuerda floja.

Sin embargo, un elemento que juega a favor en esa comuna es la Junta de Vigilancia, una organización vecinal de la cual Joaquín y Patricio forman parte, y que ha logrado poner sobre la mesa la importancia de la escasez frente a la municipalidad y a los grandes empresarios agrícolas de la zona. La única forma de obtener garantías, subsidios del Estado y una regulación justa, es la asociación –aseguran–. De todos modos, los efectos económicos e hídricos ya son evidentes. El agua viene faltando hace seis años.

“Cada vez tenemos más problemas de agua y seguimos con turnos, damos la vuelta cada 12 días. Hay que irrigar escalonado, no es como antes. Hoy, para que una parcela se riegue completa, se demora siete días de corrido, y el turno de agua dura 24 horas. ¿Qué cultivo aguanta dos meses sin el vital elemento?”, comenta Patricio. El agricultor de 44 años, nacido y criado en María Pinto, sentencia, con voz categórica y firme: “Con esta cantidad de agua que viene, no estamos ganando plata”.

Unidos contra la sequía

Unidos contra la sequía

La junta de vigilancia es una organización vecinal que integran Joaquín y Patricio, en María Pinto, y que ha logrado exponer la gravedad de la sequía frente a la municipalidad y a los grandes empresarios agrícolas de la zona.

UNA PESADILLA DIARIA

El camino de entrada desde la carretera era cubierto por un parronal. Antes, al frente de la casa, había una enorme variedad de árboles frutales. Damascos, duraznos, peras, naranjas, limones, ciruelos, paltos y membrillos llenaban el lugar con su altura y verdor. De todo. Atrás, Eliecer Navarro plantaba sandías, choclos, papas, porotos verdes y espárragos. Todo el año. Al fondo de la parcela corría un canal de regadío ancho y profundo, donde bañaban a los perros. Hoy, no quedan más que un par de higueras, con frutos pequeños y grises, un damasco cada vez menos productivo y un nogal completamente seco. Cerca del ingreso, hay un árbol caído de raíz que rompió el cableado eléctrico. También desaparecieron los jazmines, el matico y las calas.

Eva, hija de Eliecer, llegó a los cuatro años junto a sus 8 hermanos a ese terreno ubicado en Las Colonias, uno de los sectores aledaños de la comuna de Paine. Actualmente, con 50 años, acompaña a su papá, viudo de 82 y discapacitado hace casi tres décadas a causa de un accidente cerebrovascular. Al costado de un jardín que solo existe en la memoria y delante de la casa de ladrillo, Eva trabaja en un taller de corte y confección, donde tiene su emprendimiento para vender mascarillas y pijamas. Con nostalgia, una de las menores de los Navarro Castillo recuerda cuándo comenzó el desastre: “Hace 13 años se secó el pozo. Cuando falleció mi mamá –en esa época– ya no pasaba agua por la acequia. Ahora, si uno mete una manguera sale tierra seca. Antes salía barro, con eso jugábamos de niños. No hay humedad”.

Según dice, el año 2008 predecía una situación que empeoraría con el pasar del tiempo:

“Hace seis años murió el resto del jardín, se empezaron a secar y a caer los árboles. Antes era fruta y flores por todos lados, y ahora lo poco verde que se ve es la maleza. Cuando recién se secó el pozo, estuvimos seis meses sin agua para consumir. Un primo nos llenaba dos bidones de 75 litros cada uno y lo traía una vez a la semana, para no molestarlo todos los días. Ahí sí que teníamos que no derramar ni una gota. Lavar lo justo y necesario”, recuerda.

En medio de una fila para realizar un trámite, se enteró de que la municipalidad de Paine tenía nueve estanques de 5.400 litros. Firmó un convenio y consiguió que le prestaran uno de esos recipientes, el cual lo rellenaban una vez al mes con un costo de $56.000. Si necesitaba más, debía pagar otra cuota exactamente igual.

Así estuvo entre 2010 y 2014, con 180 litros de agua potable a la semana para dos personas. Una sola descarga del estanque del baño puede consumir hasta 26 litros, según datos de la Fundación Aquae. En ese periodo, Eva debió lavar la loza siempre en un recipiente, para reutilizar el agua al tirar la cadena. Incluso llegó a poner ladrillos dentro del excusado, así se llenaba más rápido y con menos cantidad de agua. Hace seis años presentó los papeles de invalidez de su papá, y el municipio le rebajó el costo y aumentó la ración. Hoy recibe 5.400 litros todos los martes por $15.000 mensuales.

Érase una vez un jardín

Érase una vez un jardín

Al costado de un jardín que solo existe en la memoria y delante de la casa de ladrillo, Eva trabaja en un taller de corte y confección, donde tiene su emprendimiento para vender mascarillas y pijamas.

LA OSCURIDAD DEL FUTURO

Rolando no quiere emigrar de Cuyuncaví. “Tengo energía y edad para trabajar y hacer muchas cosas, me gusta producir. Pero si no se dan las cosas, en el futuro vamos a tener que vender y volver a Santiago”, comenta. Él y Jessica deben 1 millón de pesos al Instituto de Desarrollo Agropecuario (Indap) por los subsidios con letra chica. Cada noche deben pelar nueces hasta la una de la mañana. Cuando venden en la feria local, ganan $40.000.

Los caballos dan vueltas por todo el terreno. Es un ida y vuelta constante entre la maleza y el bebedero. Jorge mira el horizonte y asegura: “No sé hasta dónde vamos a llegar, en un momento no va a convenir sembrar. Dependemos solo de dos pozos para 50 parceleros que suman 368 hectáreas de riego en el sector de Reina Norte. ¿De qué sirven los terrenos sin agua? Es un problema de todo Colina, la provincia de Santiago. Un país sin agricultura pasa hambre, un choclo ahora vale $300 en la feria, va a llegar a mil pesos después”. La esperanza está puesta en las lluvias de invierno, aunque el cariño por la tierra no se termina nunca.

En María Pinto el futuro plantea un fuerte dilema entre la producción agrícola y el consumo humano. La única forma de minimizar la pérdida de agua es tecnificar. “Tendremos que hacer acumuladores y regar por cintas de goteo”, asume Patricio Álvarez. Según cálculos de Joaquín, la producción agrícola de la comuna abastece un 40% de la demanda en la Región Metropolitana.

Una decena de gatitos ronda la casa y lloran para que les abran la puerta. Eva mira hacia afuera y ve a su papá que, apoyándose con su bastón y dando pasos cortos y lentos, usa un lavatorio. Él es lo único que la mantiene en esa parcela cada vez más árida de Paine. “El agua es vida en todo sentido. Mi mamá falleció, mi papá va decayendo, se fueron los colores, los nietos, la belleza del paisaje, las abejas, los insectos y los pajaritos. Nos estamos pareciendo al jardín del Gigante Egoísta”, dice, mientras ríe nerviosamente. Han pasado unos segundos y Eliecer ya cerró la llave.