La economía se puso creativa
De un milenio a otro, entre un lienzo y un holograma, a través de galerías físicas que se abren hacia los muros digitales de Instagram, la creación cultural vive hoy una de sus más vertiginosas épocas de evolución. Entre los años noventa y la actualidad, tres tendencias recientes parecen estar obligando a repensar la forma en que categorizamos y evaluamos el aporte de los proyectos artísticos a la economía del país.
Pasa el verano de 1990. Deja atrás una de las épocas más atribuladas de Chile, se lanzan los primeros trazos de un dibujo nuevo, y comienza el bosquejo de un país reformulado. Con un enero y febrero de discusiones acaloradas –y una cifra récord en temperatura de 34,4 grados Celsius-, las autoridades nacionales empiezan a dirigir su mirada a aquellas áreas productivas que pudieran refrescar la calidad de vida local.
Ese año, apenas llega marzo, el gobierno de Patricio Aylwin convoca una Comisión Presidencial para obtener un diagnóstico de la realidad cultural chilena. La instancia es presidida por el sociólogo de la UC Manuel Antonio Garretón –también exdecano de esta casa de estudios–, con el fin de elaborar una propuesta donde se configure una nueva institucionalidad para la cultura del país.
Hasta ese entonces, la dinámica de recursos públicos y materias culturales eran administradas por el Ministerio de Educación, el Ministerio Secretaría General de Gobierno, el Ministerio de Obras Públicas y el Ministerio de Relaciones Exteriores. Por lo mismo, la Comisión Garretón se encuentra en 1990 con un cuadro que no deja espacio a dudas, declarando en su informe una crítica ineludible: “No existe en el sector público un interlocutor institucional para los asuntos de la comunidad artística y cultural”.
Además, la Comisión Garretón identifica cinco problemas en ese ecosistema chileno: dispersión administrativa, escasez de recursos, carencia de políticas y de un marco jurídico adecuado, deficiente formación de los recursos humanos, y una descoordinación entre agentes. Para remediar esto, se crea el Consejo de la Cultura, un servicio público autónomo y descentralizado que potencie el desarrollo cultural a través del fomento de las artes, generando canales de comunicación con el Estado y recursos que activen el potencial de este sector.
Para Felipe Mujica, gerente de Chile Creativo (alianza público-privada, promovida por Corfo con el fin de dinamizar a los actores culturales del país), el escenario noventero haría cada vez más necesario aquel reordenamiento estatal y ese mayor apoyo de recursos públicos. “Pensemos en el mundo de esa década: había intermediarios mucho más poderosos, gate keepers, que decidían qué contenidos sí y cuáles no entraban en el mercado. La maquinaria de distribución de discos y de salas donde proyectar películas llegó al máximo en infraestructura. Así, había poco espacio para los nuevos creadores”, explica.
Bajo esa misma línea de pensamiento, la Comisión Garretón pleantea la necesidad de incrementar el presupuesto nacional para cultura, algo que se concreta en 1992 con la creación del Fondo Nacional de Desarrollo de las Artes (Fondart). A eso se suma la aprobación de otras iniciativas, como la Ley de Premios Nacionales (1992), Ley de Fomento del Libro y la Lectura (1993), y la Ley de Donaciones Culturales (1990), todo con el fin de revitalizar aquel sector.
Ese esfuerzo nacional coincide con una tendencia en el resto mundo: se deja de ver al arte como el trabajo aislado de alguien desde el claustro de su estudio, y aparece una valoración de esta actividad dentro del desarrollo de diversos países en el exterior. El encargado de bautizar esta visión es Australia, cuando en octubre de 1994 el primer ministro Paul Keating presenta el informe Nación Creativa, y desde allí empieza a masificarse el concepto de industrias creativas. Ese documento no se trató solo de un apoyo económico, sino que también impulsó una mayor amplitud conceptual al preguntarse qué es el arte y cómo esa industria puede potenciar el desarrollo productivo de otras actividades del sector terciario, entre ellas, el turismo.
Para el decano de la Facultad de Artes de la UC, Luis Prato, en aquellos años existía una necesidad de renovación: “Se requería que las categorías más tradicionales del trabajo del artista se abrieran a nuevos campos de relación con el público. El término ‘industrias creativas’ surge porque se volvió imperioso evolucionar con la modernidad hacia un artista que es parte clave de la construcción y la economía del país
DESMONTANDO LOS AÑOS 90
Esa modernidad llegaría, con cada país avanzando a su propio ritmo, pero todos conviviendo en un escenario inevitable: la llegada de otro milenio traería un nuevo mundo digital y, con ello, otra forma de intercambio entre comercios.
En el Reino Unido ya vislumbraban cómo, en esta era naciente, había que abrirse a categorías más flexibles. Hacia 2001, el Departamento de Cultura, Medios y Deporte de ese país publica un informe definiendo a las industrias creativas como “aquellas actividades que tienen su origen en la creatividad individual, destrezas y talento, y que tienen el potencial de generar riqueza y empleo a través de la generación y explotación de
la propiedad intelectual”.
Desde Chile, aquella institucionalidad más compleja que se construyó a comienzos de la década de los noventa generó mayores fondos de fomento artístico, pero en sus planes no estaba la aparición de una nueva forma de consumo. Con la masificación de programas de GUI (graphic user interface) –que existían previamente, pero que logran popularizarse en este milenio– se iniciaría una segunda tendencia dentro de las industrias creativas, con una nueva manera de creación artística.
A partir del año 2000, poco a poco, cambia para siempre la cadena productiva. Gradualmente, los estudios de grabación de música comienzan a resumirse en herramientas como Pro Tools o Logic Pro; la sala de edición para cine se transforma en Avid o Final Cut Pro; y la mesa técnica de dibujo de los arquitectos y diseñadores se convierte en un AutoCad, etcétera: todas réplicas digitales de los métodos de trabajo
análogos del pasado.
“Durante esos años convivieron las Ferias del Disco y los DVD, pero fueron cada vez menos relevantes. Los GUI cambiaron el negocio a todo el mundo, lo que significó la caída de ese imperio de los intermediarios. A los artistas, esa digitalización les dio una mejor manera de producción, con herramientas que democratizaron el proceso y permitieron que surgieran los independientes”, describe Felipe Mujica, gerente de Chile Creativo.
Para Pamela Olavarría, cordinadora de industrias del diseño y la moda de ProChile, esta realidad tecnológica es la que está impulsando a los nuevos creadores, afectando las posibles mediciones de productividad cultural que se hacían previamente. “Cuando hablamos del impacto de la industria creativa en Chile, se considera un 2,2% de aporte al PIB, pero esa es una cifra de 2013. Tenemos que actualizar esa medición, ordenar las herramientas y transmitir a los creadores que entendemos que eso es lo que son: creativos”, explica.
A través de ese 2,2% estimado, en Chile la industria artística estaría al mismo nivel productivo que el sector agropecuario y por sobre sectores como la pesca. Eso sin que haya una examinación que incluya el aporte generado en vías no clásicas. Y hoy, tras los cambios recientes en las vías de distribución, el valor del sector creativo podría ir más allá de lo que muestran esos cálculos oficiales.
UNA INDUSTRIA SIN BARRERAS
Viene de mucho, mucho antes. Ya se veía en el auge de la ilustración, potenciada con el desarrollo de la imprenta de Gutenberg en el siglo XV. Un nexo también presente en las imágenes plasmadas por Andy Warhol, cuando quiso destacar la serigrafía del siglo XX en sus proyectos:
el arte y los avances tecnológicos han tenido una relación mucho más estrecha de lo que a veces se puede percibir. Una conexión que ahora se está volviendo aún más vital.
Tras la popularidad de los GUI a comienzos del año 2000, la comunidad artística aprovechó la disposición productiva de estos softwares, naciendo allí un vínculo fructífero entre arte e informática. Para Voluspa Jarpa, académica de la Escuela de Arte de la UC, este fenómeno es una dinámica que forma parte del ADN creativo. “El mundo de las artes visuales siempre ha tenido una relación importante con lo tecnológico. Muchas veces las artes aportaron modos distintos de concebir la visualidad y, por lo tanto, colaboraron con el desarrollo tecnológico a pensar nuevas intenciones tecnológicas. Eso se invirtió, y hoy es la tecnología la que nos produce las revoluciones visuales y de comunicación, con el desarrollo industrial de cómo percibimos sensorialmente las imágenes y los sonidos”, asegura Jarpa.
CRUCE DE DISCIPLINAS
Esta mayor alternativa de plataformas afectó la notoriedad de las vitrinas más clásicas. El destino de la tradicional Galería Bucci es una pequeña prueba de ello. Fundada en 1975 por el italiano Enrico Bucci, ocupó durante años la calle Huérfanos 526, teniendo en su inauguración
las pinturas de San Pedro de Atacama hechas por el sacerdote belga Gustavo Le Paige. Pero, tras casi cuatro décadas, la galería abandonó la urbe a comienzos del 2000, reapareciendo en 2006 en un for mato digital, junto a diversas cuentas de redes sociales que apoyan la exhibición de sus proyectos.
Esa amplitud de posibilidades también provocó que el arte se tornara aún más ajeno al encasillamiento entre disciplinas. Con el infinito potencial de creación que propone este sistema de softwares y redes digitales, hoy un artista puede moverse fluidamente entre la generación de música, una propuesta visual y una exploración de las ciencias tecnológicas, todo en un mismo proyecto. La última versión de la Bienal de Venecia reflejó muy bien ese escenario. Voluspa Jarpa, quien fuera la representante del pabellón de Chile en 2019, recuerda esta experiencia con un claro énfasis en lo científico. “Lo que más me llamó la atención en Venecia fue la inclusión de animaciones 3D, del mundo virtual, hiperrealista, con hologramas o piezas que tenían aplicación de robótica en la obra”, cuenta.
El escultor y decano Luis Prato ve en esto un paradigma ventajoso. “Estamos viviendo otro momento donde observamos que los proyectos artísticos provienen de disciplinas permeables y no compartimientos estancos. Eso genera un mayor desafío al interior del teatro, la música y lo visual, para que el conocimiento científico entre en un proceso de integración con el arte. Ahora se está pensando el arte, la ciencia y la informática como una relación mucho más fundamental, es decir, que se potencian entre sí”, explica Prato
Este matrimonio total que pareciera haber hoy entre tecnología y arte es visible desde los escenarios más grandes, como la bienal de Venecia, hasta lo que pueda consumir algún joven sentado en el living de su casa frente a lo que antes era considerada solo una máquina de ocio. En esto último, el escritor y editor Jesús Diamantino, autor del libro El legado del monstruo, destaca esa nueva forma de experimentar cultura. “Hoy ves cómo un libro pasa a ser serie televisiva, o se potencia a través de disciplinas como el diseño. Como profesor, conocí a un estudiante que leyó toda la Divina comedia, de Dante Alighieri, a través de un videojuego”, recuerda.
LA ECONOMÍA DE LA ATENCIÓN
Ese consumo multifacético que caracteriza a esta época fue posible tras otro fenómeno, con la aparición de nuevos canales de dist ribución: Ares, Cuevana, Youtube, Spotify, Netflix, etcétera, dejan atrás la hegemonía de los caminos tradicionales para difundir arte. “En el fondo, ese tercer momento es el que estamos terminando de vivir: la madurez de los canales de distribución digitales. Los artistas vuelven a aprender cómo funciona el negocio. Es un cambio radical que tiene su punto de quiebre alrededor del año 2010. Hoy un niño puede recibir una tarjeta de sonido y un micrófono en Navidad, y con un canal de Youtube está listo para distribuir”, descr ibe Felipe Mujica de Chile Creativo.
Ese efecto en la distribución hace que hoy el cálculo del aporte cultural en el PIB de un país sea mucho más complejo de asimilar. “Es un desafío, porque resulta difícil contabilizar la posible exportación de un proyecto que no pasa por Aduana, o que se entrega en un pendrive, y que igual tiene un derecho de autor de por medio”, dice Pamela Olavarría.
Frente a este gran ecosistema digital, el mayor problema que existe para la difusión de una obra ya no es concretar su existencia –como sucedía en los años 90– sino que competir entre la infinidad de proyectos que logran materializarse. Felipe Mujica define este instante como el inicio de otra economía: una economía de la atención. “Ahora que ya hay una institucionalidad, que se han democratizado los medios de producción, que hay más posibilidades de que puedas ser artista, también implica que la torta se reparte entre más gente. Esta era digital genera un nuevo sistema económico de la atención: existen más vías para crear y es más barato hacerlo, pero las horas del día que tienen los espectadores siguen siendo solo 24. El desafío es saber flexibilizarse y navegar entre esa abundancia de plataformas”.