adoquines suelo baldío al igual que la literatura
  • Revista Nº 149
  • Por Gonzalo Contreras Fuentes

Dossier

Literatura chilena actual: la tierra baldía

“Los poetas bajaron del Olimpo” sentencia Nicanor Parra en su popular Manifiesto. ¡Y vaya que bajaron! A un punto que tal vez ni el mismo antipoeta hubiera imaginado. ¿Se extinguen con Parra los grandes mastodontes que pastaban en las floridas comarcas de las letras y el pensamiento universal? Tal vez el mismo Parra sea uno de los últimos, si no el último de su especie. Una nueva y temible glaciación ha acabado con ellos.

La bajada del Olimpo ha contribuido por cierto a su exterminio; las alturas les conservaban la buena salud. Pero los vientos soplan en dirección contraria. El escepticismo e indiferencia posmodernas no los tolera; el bondadoso igualitarismo no admite supremacías de ninguna índole. La secularización de la sociedad ha traído consigo la desacralización de todo rito, entre ellos la admiración. Para la práctica de esta última requeriría admitir determinadas categorías, preferencias, jerarquías, ¡Oh, desdichado vocablo! Cuando todo es arte y cada individuo es un artista, como requería  Duchamp, ¿por qué habría de existir lo sublime, lo magnífico, lo superior?

Se da la paradoja de que si Nicanor Parra alcanzó verdadera veneración fue justamente por ese malentendido, porque Parra era uno como todos, escribía como escribe la calle. La verdad es que la calle no escribe, y si la calle escribiera como Parra sus Poemas y Antipoemas, en ese caso, viviríamos ciertamente “todos” en el Olimpo. Es que, pese a algunos dogmas recientes, el ser humano necesita admirar. De ahí que hayamos buscado y encontrado a Parra, como hemos hecho con todos nuestros viejos próceres que ya no volverán más; hemos buscado en ellos verdad, cobijo, belleza. Sin embargo, la cultura, la verdadera y buena cultura, es un ejercicio crítico permanente y no existen en ella estatutos inamovibles ni verdades reveladas; no precisa de dioses tutelares.

fotografía de Nicanor Parra

Por décadas (casi todo el siglo XIX y el XX), nuestra cultura estuvo plagada de ellos: los viejos mastodontes. Pensemos solo en dos de los más conspicuos: Octavio Paz y Neruda, cuyo ámbito de influencia, su órbita gravitacional, se confundía demasiado fácilmente con el mero ejercicio del poder; otros que aspiraron a serlo pero sucumbieron a la misma cultura de masas que juraron execrar: Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. Esas voces oraculares, el intelectual orgánico de vocación pública, transidos del vértigo por la política contingente, tuvieron  en el siglo XX al más grande de los mastodontes: Jean Paul Sartre. ¿Es posible de imaginar un Sartre, no solo en Francia sino en cualquier país desarrollado del mundo?

La caída de las banderas de lucha en la era  del  minimalismo ideológico y de las grandes utopías, ha abolido todo romanticismo del triunfo de la cultura de masas ¿Tienen algún lugar esas voces estentóreas en que el paroxismo de las egolatrías se confundía con las causas que invocaban? Tal vez los poetas no deban bajar del Olimpo, tal vez el único lugar del creador sea su propia y modesta torre de marfil. Pienso en José Donoso, el mismo Parra, que se hurtó, aparentemente, a los “problemas de su  tiempo”, siguiendo la tradición del intelectual anglosajón T.S. Eliot, sometido a su obra, al silencio de la soledad intrínseca de su creación.

El ruido del mundo apenas deja hoy ver el fruto del trabajo del creador genuino como para que se le pida a este, además, injerencia en los asuntos públicos, cuando lo  público,  por lo demás, ha desaparecido. Algunos se felicitan de la extinción de los viejos saurios, y hay razones para ello. Los pensamientos o estéticas hegemónicas han aportado la idea de una certidumbre cognitiva, pero que en muchos momentos de la historia pudo estrechar el ejercicio de la crítica, acallar disidencias, dar lugar a diversos sectarismos y promover culturas oficiales detestables por definición. Lo propio de esta era es no saber hacia dónde vamos, la incerteza como sistema, en la cual la “moda” de las ideas es tan frágil como pasajera y la sospecha pareciera ser la única epistemología para acceder a la verdad, si  es  que  existe esta. Si  estamos al borde del precipicio, nadie sabe cuán profundo es este. Tampoco a nadie le importa.