• Revista Nº 167
  • Por Eduardo Valenzuela

Dossier

La trayectoria del poder: del abuso al ocaso de la autoridad

Le debemos a la modernidad política el haber limitado drásticamente el abuso del poder con la promulgación de derechos individuales y con la exigencia de renovar periódicamente las autoridades a través del sufragio. Ello en la medida que aumenta la conciencia del valor de la libertad y de la dignidad de cada cual.

La limitación en el uso del poder ha sido una preocupación constante en las sociedades humanas. Habitualmente creemos que esta inquietud es específicamente moderna, pero también las sociedades tradicionales la tenían a su manera. El antiguo soberano, por ejemplo, poco podía hacer para cambiar las tradiciones imperantes o desafiar el derecho revelado.

El derecho moderno reacciona, no tanto contra la arbitrariedad del poder del soberano antiguo, sino sobre la del Leviatán moderno, el que concentra los medios de violencia y puede dictar las normas que quiera, algo que en el siglo XVIII, antes de las revoluciones democráticas, abarcaba incluso elegir la religión que debía profesar cada cual.

Le debemos a la modernidad política el haber limitado drásticamente el abuso de poder, con la promulgación de derechos individuales y con la exigencia de renovar periódicamente las autoridades a través del sufragio. La democracia acelera la contingencia del poder, dice el sociólogo alemán Niklas Luhmann. El poder se vuelve contingente cuando no se dispone de manera absoluta, y se tiene en determinados roles, pero no en otros o se tiene hoy pero no mañana. Ejercer el poder cuando se sabe que no se lo tendrá para siempre es una de las formas más efectivas de limitarlo. Los cargos vitalicios o de larga duración son fuentes de abuso y corrupción. Los monasterios benedictinos comprendieron desde sus inicios esta posibilidad y por ello exigen que el abad sea elegido por su comunidad por un período determinado de tiempo.

Es cierto que formas efímeras e inestables de uso del poder también pueden ser peligrosas, como sucede con aquel que se aprovecha de alguien que sabe que no volverá a ver, lo que sugiere que el poder requiere también de cierta estabilidad para ejercerlo moderadamente. La contingencia del poder también vale para el ámbito en que se ejerce la autoridad. Lo peor es atribuir autoridad a una persona, independientemente del rol que ocupa, de modo que pueda ejercerla por doquier. Por ejemplo, Stalin llegó ser una autoridad reconocida hasta en las ciencias físicas.

El modelo del abuso de poder fue el monarca absoluto de la temprana modernidad. Luis XIV, por ejemplo, detentaba el poder como una magnitud absoluta. Disponía de él a toda hora y durante toda su vida, reinaba dentro y fuera de su casa de una manera incontrarrestable, que solo acababa con su muerte.

El abuso de poder se produce casi siempre cuando es capaz de sustraerse de todo control, cualquiera sea. El fundamento carismático del que se dotan determinadas autoridades conlleva este riesgo principal. El líder carismático logra hacer creer que su poder proviene de sí mismo, ni siquiera de una autoridad superior a la que se debe reportar, como sucede a veces con el poder religiosamente fundado. El carisma y las formas excepcionales de practicar el poder suelen ser más abusivas que las maneras más rutinarias de ejercerlo como la autoridad tradicional que se guía por lo que se acostumbra o aquella fundada y enmarcada dentro de la ley. El carisma es una forma de exacerbar el poder, la tradición y la ley una manera de limitarlo.

El poder es astuto, no suele ejercerse despiadadamente. Las peores formas de abuso de poder son aquellas que atraen y fascinan a sus víctimas. El poder siempre consiste en capturar la libertad de otro. Por de pronto, el poder es necesario para hacer que otro haga lo que no quiere hacer, lo que establece la remisión del poder a la coacción. Se puede obligar a alguien a hacer lo que no quiere cuando se dispone de algún medio de intimidación o presión (expulsarlo de la comunidad, reprobar su examen, inhibir su ascenso o despedirlo, entre otros aspectos). Pero también el poder se las ingenia para determinar la voluntad de otro sin recurrir a ningún medio de fuerza, simplemente logrando que otro quiera lo que el poderoso quiere.

 

El monarca Luis XIV de Francia

EL ABUSADOR SILENCIOSO

El abuso de conciencia es el recurso último del poder, porque conforma la voluntad del sometido a la de aquel que ordena. Cuando se utiliza la coacción o la fuerza todavía se reconoce la libertad del otro, e incluso la libertad del otro queda intacta en cierto sentido, justamente porque ha debido ser coaccionada. Por esto, las formas más eficaces del abuso de poder son las que no utilizan la fuerza y operan por seducción (grooming), por exceso de familiaridad y confianza o por fascinación carismática. Como dicen los sociólogos, el arte del poder consiste en ocultar su remisión a la fuerza. Antes debía exhibir públicamente todo su potencial para destrozar el cuerpo y al alma del sometido (es cosa de recordar las imágenes aterradoras del infierno de la antigua educación religiosa), pero ahora debe extremar su capacidad de simbolización, es decir de remitir a algo que no se muestra ostensiblemente.

Sin límites

Sin límites

Un buen modelo del abuso de poder fue el monarca absoluto de la temprana modernidad Luis XIV, quien dispuso de él a toda hora y durante toda su vida. Uno de los dictadores más temidos de todos los tiempos, Adolf Hitler, quien dominó Alemania entre 1934 y 1945.

EL MEOLLO DEL PRINCIPIO DE LA CIVILIZACIÓN

Una nueva sensibilidad frente a la autoridad y el ejercicio del poder se comienza a instalar, sin embargo, en nuestra cultura moderna. Ante todo ha aumentado el rechazo al uso de la fuerza en todas sus dimensiones. En algún momento del siglo XVIII comenzó a ser intolerable el uso de la tortura y de la pena de muerte por tormento y, como dice Foucault, se inventó la prisión.

Desde entonces se ha ido expurgando el maltrato de las relaciones sociales, algo que ha tenido su mejor expresión reciente en los cambios drásticos de actitud frente a la violencia conyugal (“quien te quiere te aporrea”) y del castigo físico a los niños. La condena del maltrato animal es un último eslabón de esta larga cadena de rechazo al uso de la fuerza.

Norbert Elías consideraba todo esto como el meollo del principio de civilización, que luego de extraer de la sociedad toda su capacidad de utilizar la fuerza, la deposita en el Estado. Nosotros –las personas comunes y corrientes– no tenemos más remedio que entendernos cortésmente. Pero también el uso legítimo de la fuerza ha quedado limitado, como se puede ver por doquier con las dificultades con que tropieza la policía para controlar un disturbio manifiesto o también en la pérdida creciente de legitimidad de la guerra, incluso de aquellas que puedan ser consideradas justas. No se trata solamente de la violencia, sino también de la fuerza que se aplica en las relaciones sociales a través de una sanción negativa. Hoy cuesta más que antes despedir a alguien, reprobar un examen, negar una promoción, castigar a un niño aun sin tocarle un pelo. Las condiciones de ejercicio de la autoridad cambian cuando se deja de disponer de sanciones negativas.

 

Autoridad omnipresente. La dictadura de Joseph Stalin en la ex Unión Soviética transcurrió entre 1929 y hasta su muerte, en 1953.

 

Como decimos hoy, la autoridad desaparece en manos del liderazgo que se ejerce siempre a través de sanciones positivas, incentivos al rendimiento, orientación hacia resultados que son reconocidos, énfasis en el fundamento motivacional del trabajo o estimulación positiva. También se dice que el dinero ha venido en auxilio del poder: muchas cosas que antiguamente se resolvían con una orden perentoria, se solucionan hoy con un estímulo monetario. La sanciones negativas pueden imponerse pero excepcionalmente y, sobre todo, mediante normas y procedimientos impersonales previamente conocidos y acordados. La autoridad carece crecientemente –como se dice en la tradición jurídica– de confort moral para sancionar. Es decir, no puede apoyarse en otros y, en particular, no suele contar con el favor de la comunidad; debe, por ende, asumir por completo la responsabilidad de la sanción, algo que inhibe semejante decisión y se ha tornado extremadamente incómodo. Cuando se castiga a un niño en casa lo más probable es que los demás se resientan y lo consideren casi de inmediato un exceso.

 

Dominio encubierto. Las formas más eficaces del abuso de poder son las que no utilizan la fuerza y operan por seducción (grooming), por exceso de familiaridad y confianza o por fascinación carismática. Fue el caso del líder alemán de Colonia Dignidad, Paul Schäfer.

 

Una nueva sensibilidad frente al uso del poder se viene construyendo desde la modernidad temprana, y no ha hecho más que progresar en nuestros tiempos. No se ha llegado al punto de identificar todo poder como un abuso, pero sus condiciones de ejercicio se han limitado severamente a medida que se gana en conciencia del valor propio de la libertad y de la dignidad de cada cual. Lamentar el ocaso del principio de autoridad frente a este panorama puede ser un camino, pero mejor será reconocer que el poder no debe ser la última palabra en el desenvolvimiento de las relaciones sociales.