fotografía de un ojo abierto de una androide
  • Revista Nº 150
  • Por Francisco Ortega Ruiz

Dossier

¿Sueñan los androides con pesadillas eléctricas?

Por años la ciencia ficción nos vendió un porvenir de autos voladores y estaciones orbitales. No tenemos nada de eso, pero nos convertimos en algo aún más futurista, en una civilización cibernética incapaz de existir sin un pequeño aparato en nuestras manos. Nuestras costumbres han variado, nuestra manera de comunicarnos ha evolucionado, los robots ya llegaron y somos nosotros.

Antes de  Black Mirror estaba Philip K. Dick. El escritor norteamericano, profeta electrónico, inventor de la ciencia ficción contemporánea, autor de la novela en la que se basó la película Blade Runner y padre espiritual de todas las historias desarrolladas en la serie de Netflix sobre el “espejo negro” (acaso la mejor imagen para referirse sin referirse a los teléfonos celulares), lo creó todo. Lo de todo es en serio.

Philip K. Dick vio nuestro 2018 ya en la década de 1950, mientras escribía una novela a la semana tecleando páginas nerviosas en la Underwood que había heredado de su padre. Claro, porque K. Dick fue un autor de la vieja escuela, esa que llenaba los kioscos con ficciones baratas y nombres rimbombantes para consumo masivo; un autor despreciado por la crítica, mirado en menos por sus pares y que los años han puesto en el lugar que siempre mereció: el de uno de los tres autores más importantes de la ficción americana del siglo XX.

Lástima que ello sucediera cuando K. Dick ya estaba muerto. Fallecido tempranamente en 1982, ni siquiera sobrevivió para disfrutar de la valorización de su obra tras el estreno de Blade Runner.

Fue él el responsable de uno de los cuentos más brillantes de la anticipación científica, La fe de nuestros padres (Cuentos Completos. Editorial Planeta/Minotauro, 2008). En este relato, unos personajes situados a mediados de la década del 2070, comienzan a investigar las religiones del siglo XX encontrándose con el cristianismo, ya extinto hacia fines del siglo XXI. En ese encuentro los protagonistas hacen dos hallazgos: el primero que hacia 1990 un grupo de teólogos y científicos no solo habrían descubierto que Dios realmente existía, sino que se trataba de una entidad intrínsecamente maligna que venía jugando con la humanidad desde los albores de esta.

El segundo, que el cristianismo no murió sino mutó hacia una nueva religión, una tecnocracia dedicada a replicar al verdadero Dios en avances tecnológicos, el más importante de todos, un panal que enlaza a todos los computadores del planeta para vigilar y controlar a la humanidad como una especie de gran hermano al cual todos son adictos, por el solo acto de usarlo.

Sin nombrar la palabra internet, que entonces no existía, Philip K. Dick adelantó un porvenir en el cual una red de comunicación inteligente ha reemplazado a Dios, como ente creador y gobernante del universo. Dicen los personajes del escritor que, así como la verdadera fe está en el temor a Dios, el futuro está en el temor a las máquinas.

En la superficie ha de resultar exagerado; pero si uno bucea un poco en nuestro día a día descubre que en 2018 habitamos un mundo muy cercano al profetizado por Philip K. Dick. Quizás la red no sea Dios, pero la adoramos como a uno. Vigilamos a nuestros amigos y ellos nos vigilan a nosotros a través de un ojo que todo lo ve, oculto bajo el espejo negro de la pantalla del teléfono inteligente que portamos en el bolsillo.

La aceptación social la buscamos y la logramos mediante una máquina. Nuestros bisabuelos se sentían desprotegidos al estar lejos de Dios, como desesperamos nosotros cuando el teléfono se nos queda en casa. No es dependencia, es un acto de fe. No es casual que en la película 2001: Odisea del espacio, Stanley Kubrick ejemplificara a una inteligencia superior (y creadora) en un rectángulo negro, ¿acaso el monolito que flota entre las lunas de Júpiter al final de la cinta no sea otra cosa que un gigantesco iPhone?

Por años la ciencia ficción nos vendió un porvenir de autos voladores y estaciones orbitales. No tenemos nada de eso, pero nos convertimos en algo aún más futurista, en una civilización cibernética incapaz de existir sin un pequeño aparato en nuestras manos. El celular se transformó en la mejor de todas las naves espaciales, porque con un clic es capaz de llevarnos a cualquier parte del universo sin movernos. Por supuesto, esta pequeña extensión de inteligencia artificial implica un cambio de paradigmas. Nuestras costumbres han variado, nuestra manera de comunicarnos ha evolucionado, los robots ya llegaron y somos nosotros. Sin el teléfono inteligente no habría redes sociales y sin redes sociales el mundo sería aún un lugar demasiado grande. El pequeño espejo negro construye ilusiones, la más poderosa de todas es que habitamos un planeta enano. Si eso no es futuro ni idea qué pueda serlo.

Las pesadillas de Philip K. Dick visionaron un siglo XXI complejo y aterrador. El presente es complejo y aterrador, a veces como una pesadilla. Pero lo mejor de las pesadillas es que uno siempre despierta de ellas y cuando lo hace puede cambiarlas. Aprender de ellas para mejorar el mundo real. La Matrix existe solo si creemos en ella, el porvenir de K. Dick también. La responsabilidad del poder de las máquinas para dibujar nuestros próximos días está en nosotros… todavía.