punta de una pluma para escribir punta de una pluma para escribir
  • Revista Nº 166
  • Por Humberto Eliash

Columnas

¿De qué modernidad hablamos cuando hablamos de modernidad?

Chile ha mostrado a lo largo de su historia una enorme capacidad para replantear sus bases existenciales con un carácter refundacional y lo que está ocurriendo ahora, desde el estallido social de octubre de 2019, no es ajeno a esa tendencia. El primer “sismo social del siglo XX ocurrió entre 1918 y 1925 y sucedió un siglo después del ocurrido entre 1823 y 1829 (Salazar, G.; Construcción de Estado en Chile 1800 -1837. 2021). Curiosamente, todos ellos incluyeron pandemia, estallido social, crisis política y cambio constitucional (¿Coincidencia?).

La cultura forma parte de esos episodios de replanteo que remecen, cual terremoto con tsunami, a todo el organismo social y nos cuestionan qué tipo de modernidad andamos buscando.

El siglo XX “problemático y febril” vio nacer, desarrollarse y cuestionarse la modernidad en sus más diversas versiones: desde la modernidad naif de las primeras décadas, a la modernidad heroica de los años 40, al desarrollismo sesentero, la posmodernidad y la modernidad líquida (Modernidad líquida. Bauman, Z.; 1999).

Entre tantas versiones, vale la pena detenerse hoy a mirar ese momento de replanteo del rol cultural de la arquitectura ocurrido en los años ochenta, articulado en el frente nacional por las bienales de arquitectura y por los seminarios de arquitectura latinoamericana (SAL) en el frente internacional; sus búsquedas irían más allá de la disciplina.

Las bienales de arquitectura fueron creadas por el Colegio de Arquitectos de Chile a fines de los años 70, en plena dictadura de Pinochet, y en medio de lo que se llamó el “apagón cultural”. Su efecto local fue inmediato, pero su estatura internacional se logró en los años 80 con una repercusión que superó con creces las fronteras de la arquitectura.

Contemporáneamente se crean los SAL en el año 1985, en medio de la Bienal de Buenos Aires como reacción a un ambiente generalizado que valoraba más a Mario Botta que a Rogelio Salmona, a César Pelli que a Eladio Dieste, a Coop Himmelblau que a Lina Bo Bardi y a Richard Meier que a Luis Barragán.

En síntesis, más los ecos de los países desarrollados que las indagaciones más propias de América Latina.

Se produce, entonces, lo que algunos llamaron la crisis de la modernidad o la crisis posmoderna. Se pone en discusión la identidad local versus la universal, se propende a la autonomía disciplinar, pero al mismo tiempo, a la integración de saberes relacionados (arquitectura con urbanismo, teoría con práctica, arte con diseño). Se valora más el ladrillo y la madera que el “alucobond”.

El espíritu de las primeras bienales y los primeros SAL logró construir una narrativa propia y supo levantar un starsystem con héroes locales: Colombia con Salmona y su poética del ladrillo, México con la nueva paleta cromática de Barragán, Argentina con el oficio de Togo Díaz y el liderazgo de Ramón Gutiérrez.

En ese contexto, surge el concepto de “modernidad apropiada”, acuñado por el arquitecto chileno Cristián Fernández Cox, quien desarrolla una relevante labor como teórico y autor de obras fundamentales. Destacaba el triple significado: modernidad apropiada en el sentido de adueñarse, apropiada o adecuada a nuestra realidad y apropiada en cuanto a hacerla propia. Esta línea de pensamiento toma carta de ciudadanía en los SAL, permeando la discusión a nivel iberoamericano y le hará merecedor del Premio América en 2011.

Esa búsqueda de Fernández Cox está estrechamente relacionada con el Taller América y su cuestionamiento de la identidad; el grupo del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA) y su interés por la ciudad; Eduardo San Martín y su planteo de las arquitecturas de resistencia; Fernando Castillo Velasco y su arquitectura comunitaria; Edward Rojas y su regionalismo crítico. Todas esas búsquedas pusieron en tela de juicio la modernidad de entonces y elevaron el nivel del debate. Hoy tales nombres parecen distantes e incluso desconocidos para los jóvenes, pero nutrieron tanto la teoría como la práctica de fines del siglo XX, lo que coincide con la recuperación de la democracia en 1990 (¿Otra coincidencia?).

Ante las demandas sociales del presente, uno no puede dejar de recordar al Taller América como caja de resonancia de estas inquietudes. La conciencia de que los temas políticos y económicos no podían copar toda la agenda, y que había una dimensión cultural –con raíces profundas en la América Latina–, que debía ser considerada a la hora de hablar de modernidad y desarrollo, siguen totalmente vigentes. El sociólogo Pedro Morandé y la antropóloga Sonia Montecino, entre otros, han profundizado esta postura, sin que hasta hoy Chile logre –tal vez por los éxitos neoliberales que entronizaron a la economía durante dos décadas– encontrar su propia ruta hacia la modernidad.