fotografía del padre Joaquín Alliende Luco fotografía del padre Joaquín Alliende Luco
  • Revista Nº 150
  • Por Miguel Laborde Duronea
  • Fotografía Álvaro de La Fuente

Miramundo

Padre Joaquín Alliende Luco: “Toda recuperación parte por conocer la realidad”

En estos momentos críticos de la Iglesia, el sacerdote y poeta entrega su mirada de la institución en la cual ha sido protagonista por más de cincuenta años. Pensador opinante, no titubea al avanzar en el desértico presente; y es que cree en “el Dios de los oasis”.

No estaba muy dispuesto: “Ya no soy el mismo de antes”, explicó al teléfono. Alude a su memoria, pero no andamos detrás de datos ni fechas, sino de su pensamiento. El de un sacerdote que, desde los tiempos del  Cardenal Raúl Silva Henríquez –de quien fuera estrecho colaborador–, ha dialogado con obispos y pontífices. Como descubrimos en una larga conversación, sigue en poder de la misma mente lúcida que, en diversas situaciones, ha sido convocada desde el Vaticano.

—Usted ha participado en varias conferencias episcopales latinoamericanas, entre ellas las de Santo Domingo y Puebla: ¿cómo ve la relación actual de la Iglesia con el resto de la sociedad, en esta América Latina de encuestas que reflejan una pérdida de terreno de los católicos?

—Con Medellín, el Papa Paulo VI quería, justamente y entre tres iniciativas principales, impulsar la evangelización mediante la liturgia y con participación de los laicos, para acercarse a los fieles. Para ello se nos pidió, al filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré y a mí, organizar un Congreso de Liturgia convocando a muchas personas de corrientes distintas. Ahí surgió –y Methol era un gran pensador–, algo que luego tomó forma en Puebla; y es que, desde un análisis cultural histórico, se propone asumir y desplegar la religiosidad popular. Había, en el primer posconcilio, una distancia en todo sentido de la Iglesia con la cultura popular.

—¿Qué ocurrió en el caso de Puebla y su “opción preferencial por los pobres”?

—Por entonces se sobrevaloró una visión de la realidad latinoamericana que era más sociológica que cultural. Con el padre Hernán Alessandri nos reunimos en un diálogo con altos dirigentes de la DC, en los tiempos más duros de la dictadura. Era para explicarles a los políticos nuevas tendencias en la interpretación de la fe católica en América Latina. Claudio Orrego dijo algo que después he recordado mucho: “la DC, y por su parte también la derecha política, no los van a entender tan fácilmente en cuanto al análisis que hacen de la cultura popular en América Latina. Ustedes tienen la óptica de una reflexión cultural en el sentido antropológico de la palabra. Eso no es común en Chile, nuestros análisis son más económicos, sociológicos y políticos”.

Líder en Maipú.

Líder en Maipú.

Apenas ordenado sacerdote, se le nombró rector del Templo Votivo de Maipú, rol que ejerció entre 1966 y 1976 y donde dejó una impronta duradera, ya que fue el primero en ese cargo. Fotografia archivo personal.

EL PORTAL CULTURAL

En su trayectoria como poeta, el padre Alliende da cuenta de su sentir ante los sucesos que acontecen en el mundo contemporáneo; desde la tragedia de Chernobyl a las Torres Gemelas. Aunque palpa el sinsentido en mucho de la cultura actual, él piensa desde la fe, la cual le permite sentirse históricamente protegido por el amor de Dios. Pero también es el arte lo que lo hace vibrar y comprender las inquietudes del ser humano en el presente. Con humor, recuerda que fue tras un ensayo en el Teatro Municipal que su amigo Jaime Celedón le pegó un puñetazo en el antebrazo y le dijo que pensaba como un cura, que debería tomar en serio la posibilidad de meterse al sacerdocio.

—Usted es poeta, ha sido actor, asesor de Canal 13, cercano a la música. ¿Cómo se relaciona hoy con las artes? ¿Le sirven, como a Pedro Prado, para “vivir adentrándose en uno mismo”?

—Escribir poesía me es tan necesario como comer o dormir. Además, no sé rezar sino poéticamente, lo otro me asfixia. Es la poesía la que me articula. El “mí mismo” con el “nosotros”. Lo mío no es un puro merodear por mi mundo interior, por lo que pienso o siento, sino lo que me permite el encuentro con los demás, donde vibra el Dios de Jesucristo. Soy un animal comulgante y me interesa mucho la presencia del arte en la Iglesia.

Participé en varias iniciativas, comenzando con el arquitecto Martín Domínguez, con quien apareció la música chilena en la liturgia. La imaginería religiosa brotada de las manos y del sentir de los artesanos populares es un desafío riquísimo. Conocí a Manzanito, una especie de Picasso de los mimbreros; la madera inédita de los hermanos Rodríguez; el ascético barro de Julita Vera. Por ejemplo, ella nunca había modelado figuras expresamente religiosas.

Por ahí le encargué un pesebre para el Santuario de Maipú. Para hacer esas figuras se vistió con un traje solemne como para entrar en un ritual único, se puso de rodillas y, en intensa oración, plasmó en el barro a Jesús, María, José, pastores… En este contexto, por aquel tiempo, fundamos –en 1974– con Lorenzo Berg la exposición de arte popular sostenida académicamente por la UC. Se registró así la indispensable necesidad de hermanar hondamente lo académico con lo popular, en un diálogo que supere la miopía de un secularismo ilustrado, que suele dar la espalda al catolicismo mestizo de nuestro origen cultural. Se emprendía una nueva política para asumir lo popular en vibraciones muy auténticas de “la chilenía”. Por ejemplo, el festejar autóctono de las procesiones, la santería en greda, el guitarrón de Pirque y los telares doñihuanos, a los que invitamos a tejer ornamentos litúrgicos con uvas y trigos de sus genuinos telares.

—Parece que la política está ahora empeñada en descubrir cuál es la mejor fórmula para llegar al desarrollo, pero sin un horizonte cultural. ¿Cómo podremos salir de este encierro?

Para la política del futuro pensar chileno tenemos un referente todavía bastante ignoto: el pensamiento de Pedro Morandé. Él funde el alma mestiza de América Latina con la ética social del siglo XX y con el Concilio Vaticano II. Es un esfuerzo de poner el oído en el corazón del pueblo, entrelazar las manos con los dirigentes generosos, con esos millennials que están hoy diseminados, a los que hay que invitar a pensar, sentir y amar nuestra identidad. Soy optimista, en todo caso, porque creo en el Espíritu Santo que hace pulsar el alma de todos los hombres solidarios. Y creo en la Iglesia, no enjaulada, sino como una discreta, pero activa levadura.

En comunión con lo popular.

En comunión con lo popular.

Cercano al arte por vocación personal, su pensamiento lo llevó a valorar la cultura que se expresa en artesanías que ennoblecen los materiales locales, expresión profunda de lo que él llama “la chilenía”. Fotografía archivo personal.

—Ser católico en Chile, como antes en los países protestantes, se ha vuelto una identidad acosada. ¿Le ve usted alguna explicación a este fenómeno?

—¿Quién llega a la situación de acosado? Es un alguien a quien se quiere desplazar del centro y ponerlo contra un muro de indiferencia o de martirio. La única posibilidad de salir es un retorno, refrescante, a la identidad propia. La explicación radica en nuestra desnutrición, en el debilitamiento de nuestra autenticidad más existencial. Esto siempre ocurre en los cambios de época, cuando una nueva existencia histórica del cristianismo pasa por un parto, inducido por el Espíritu Santo. Está bien que la Iglesia esté doliente, porque sus espasmos son signos de un nuevo nacimiento secular que nos urge. Mientras mayor es el dolor en los espasmos de la madre, más próxima está la vida nueva.

—Lo que lleva al hombre a lo trascendente, esa aventura sin retorno que nos “dispara a la eternidad” en la frase del padre Hurtado. ¿Cree que en el presente está más distante?

—Es que la cultura sin lo religioso queda a la intemperie, expuesta a los vientos huracanados que soplan salvajemente en cada época y al despiadado sol de los desiertos. Es una especie de red floja que nada sujeta, un cuerpo sin ombligo, sin origen, sin raíz ni tronco firme. Origen y meta son puntos demasiado distantes, y eso produce el pánico de equivocar la brújula, de agotarse. Viene la parálisis del desierto y la angustia esteparia, y aquí hay una cosa que es fundamental: no solo hay que tener certeza de la puerta final, que Dios nos abre para entrar a su casa y a su corazón, sino también del Dios de los oasis.

Su labor con el cardenal

Su labor con el cardenal

Su trabajo fue cercano al cardenal Raúl Silva Henríquez, con quien aparece aquí en el santuario del valle de Schoenstatt, en Alemania. Junto a él participó en la búsqueda de un equilibrio entre la consideración de los problemas sociales y el cultivo de la piedad, en orden a custodiar. Fotografía archivo personal.

LA HORA PRESENTE

Joaquín Alliende es sacerdote del Instituto Secular de los Padres de Schoenstatt. En La Florida, antes rural y distante y ahora una de las comunas más populosas del país, está el santuario de Schoenstatt, junto al cual él vive. Entre árboles cuyo follaje esconde las casas dispersas, es un lugar acogedor.

Pero el día en que nos recibe, ese mismo día, la prensa registra otro hecho luctuoso, de los que avergüenzan a la Iglesia Católica chilena. Nos hablará de la difícil coyuntura en la cual se cerró el Seminario Pontificio, entre 1968 y 1977. Los años sin él, en los que se perdió una tradición sabia que, de siglo en siglo, decantó en aquellos tiempos un conocimiento para apoyar afectivamente a los jóvenes con vocación, acompañándolos en el proceso para que lograran sobrellevar su soledad y sublimar sus impulsos.

Recordará que varios seminaristas se organizaron en pequeños grupos, en casas de población para estar, con nueva generosidad, más cerca de los pobres. En ese contexto Alliende recuerda y reflexiona sobre unas palabras textuales de un profético obispo de Talca, monseñor Manuel Larraín: “‘Joaco, temo a estos jóvenes sacerdotes que mezclan los santos óleos de la extremaunción con el tabaco de una pipa’. En verdad, hasta antes del Concilio había una cierta cultura sacerdotal que ya era vetusta, sobrepasada. Entonces, apareció un tipo de sacerdote más como toda la gente. Había muchas cosas buenas en ese cambio de estilo. Los sacerdotes nos hacíamos más cercanos a unos laicos que también habían cambiado mucho. Pero todo fue tan brusco que varios perdieron el timón y fueron llevados a unas playas que antes nunca imaginaron. Por ejemplo, el trato con la mujer, que tenía un estilo donde se marcaba una distancia prudencial hasta esa época. La cercanía era pastoralmente buena, pero se asumió con una ingenuidad un tanto angélica, desconociendo lo que es el afecto masculino y femenino. Hubo de todo, desde personajes buenos, pero ingenuos, hasta sacerdotes frívolos y mujeres frívolas también, y también personas consagradas que tenían que revisar de un modo más realista su consagración virginal al Dios vivo y a la causa de Dios entre los hombres. Esto derivó en una grave crisis sin contrapeso.

Chile pasó a ser el segundo país con más deserciones sacerdotales en el mundo. El primero fue Italia. ¿Por qué Chile? No lo sé bien, pero probablemente hay algo en cómo vivimos los chilenos los años 60. Nos creíamos muy “choros”, capaces de crear toda una cultura de un día para otro… pero, de hecho, nos faltó más profundidad humana y creyente. Se trataba de un optimismo fácil, con pocas raíces, con poca fuerza auténticamente plasmadora. Ese bache grave de la tradición eclesial, en concreto, en la formación de los sacerdotes, nos está cobrando la cuenta hasta el día de hoy. Pude ser amigo de muchos sacerdotes destacados, personas excelentes en lo humano, pero no sabios y experimentados en el trato con la mujer, que era muy distinto al del pasado inmediato. Falta totalmente hasta ahora un análisis serio de esta materia y se hace necesario hacerlo pronto”.

—¿Puede indicar aquí una consecuencia concreta que ejemplarice ese proceso tan radical?

—Durante 400 años (desde el decisivo Concilio de Trento), la Iglesia tuvo un estilo de selección y formación de los futuros sacerdotes. Eso se desplomó en los años 60 del siglo pasado. Esa crisis sacerdotal que sobrevino con el vertiginoso cambio de época que sucedió al Concilio Vaticano II tiene también repercusiones gravísimas en estos años y en estos estremecidos meses de 2018.

—Pero actualmente no solo registramos un replantearse la relación sacerdote-mujer, sino una crisis que hasta alcanza ribetes de perversión, como el abuso de niños… ¿Qué puede anotar usted al respecto?

—En mi opinión es, tal vez, la crisis más grave del catolicismo en Chile. Habrá varias lecturas en los próximos decenios, pero hoy hay que buscar claves de comprensión indispensables. El Papa Francisco no se ha puesto a estudiar científicamente el tema. Tiene un primer análisis serio y responsable. Ha cortado por lo sano y no le ha tiritado la mano, aunque haya sido brutalmente doloroso. Toda recuperación parte por reconocer la realidad y la gravedad de la crisis. Otra solución sería frívola y pecaminosa. Es radical la crisis, pero se ha reaccionado comenzando a purgar el pecado y a renovar el futuro con los nuevos elementos de juicio que tenemos, y apelando a la certeza de que el Espíritu Santo no abandona a la Iglesia de Jesús. Sin olvidar nunca que tales convulsiones pueden ser de agonía o de nacimiento de un tiempo nuevo.

—¿Usted es optimista o pesimista?

—Quiero ser crudamente realista, pero soy esperanzado, con una confianza que me viene de la persona del Cristo redentor de todo lo humano, en cada época. Solamente será posible salir de esta crisis si nuestra Iglesia en Chile saca consecuencias cruciales de lo sucedido, y si es capaz de ser maestra en esperanza auténtica, no ingenua ni verbalista. Le vibra la voz, con esperanza. La sombra cayó sobre los árboles y lo dejamos evocando el comienzo de su conocido poema “Viaje de pájaros”, el que parece definir su vocación, desde que oyó una voz detrás de la voz de Jaime Celedón: Por una voz el colibrí dejó la huerta,/ saló sus alas. Por una voz/ cruzó el muro de las cumbres./ Por una voz se embarcó en el océano./ Nieve y espuma/ le silbaron/ por el esqueleto…