América Latina 2018: un año incierto
La inseguridad y la corrupción son los problemas que más preocupan a la mayoría de los latinoamericanos. La incapacidad de los gobernantes para ponerles atajo explica, en gran parte, el desprestigio de la actividad política y la transversal desconfianza en las instituciones. En un año electoral decisivo para estas naciones, el fin de esta década puede significar un nuevo comienzo para la democracia de América Latina, pero ello requiere de voluntad política.
A pesar de que los ciudadanos reconocen que la democracia es la mejor forma de gobierno, persiste una generalizada insatisfacción con su funcionamiento. Esto principalmente debido a la percepción de que se gobierna para unos cuantos grupos poderosos, (Latinobarómetro, 2017), lo que explica la baja participación electoral en algunos países; la poca adhesión a los partidos tradicionales; la emergencia de nuevos movimientos; la multitud de candidatos independientes y el surgimiento de discursos de carácter populista.
Si bien en los últimos cuarenta años la mayoría de los países ha optado por regímenes democráticos, en algunos de ellos las libertades básicas se ven amenazadas debido a cambios constitucionales que han permitido a los gobernantes perpetuarse en el poder, adaptando a su amaño la normativa. Otros sufren de una inestabilidad casi endémica, la que se manifiesta en el hecho de que cerca de 20 mandatarios no han conseguido terminar su período. Sin embargo, son acontecimientos recientes como el impeachment que alejó de la presidencia a Dilma Rousseff y la llegada al poder de Michel Temer, y la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski con el consiguiente traspaso de mando a Martín Vizcarra los que denotan una cierta fortaleza institucional, tanto en Brasil como en Perú, al sortear la crisis dentro del marco establecido.
La inseguridad es uno de los temas que más afecta a los latinoamericanos, ya que impacta directamente en su calidad de vida. Con una creciente urbanización de la población, diversos países de la región enfrentan entornos de violencia producto del narcotráfico, la delincuencia y la extorsión, los grupos armados, las maras y las pandillas que asolan el espacio urbano. Según datos de The Economist, América Latina concentra el 38% de los asesinatos del mundo con solo el ocho por ciento de la población global, alcanzando la alarmante cifra de alrededor de 140.000 muertes violentas el año pasado. La debilidad institucional, la corrupción y la poca efectividad de las policías hacen difícil revertir las acciones de violencia, pese a ser una constante promesa de campaña electoral.
CLASE MEDIA EMPODERADA
Con la tímida recuperación del crecimiento económico –se calcula que la región crecerá este año (2018) en promedio alrededor del 2%, un punto menos que el resto del mundo– pareciera que no hay espacio para refundaciones ni nuevos experimentos que alteren la apertura de las economías, la integración a los procesos globales y la participación en instancias multilaterales. En un entorno de desigualdad, el desafío para los gobernantes radica en continuar por la senda del progreso paulatino, intentando responder a las aspiraciones por conseguir ciertos beneficios propios del desarrollo por parte de quienes aún no tienen acceso a ellos.
Este objetivo no parece posible sin las necesarias reformas estructurales que permitan transitar de países exportadores de materias primas a productores de valor agregado. Es lo que demanda la nueva clase media. En efecto, la reducción de la pobreza y la disminución de la desigualdad en la última década, así como el mayor acceso a la educación y a los bienes de consumo, han permitido la emergencia de una gran clase media –conformada por emprendedores, trabajadores calificados y técnicos– que reclama eficiencia del Estado, probidad y eficacia a la clase política. Es este sector, precisamente, el que exige transparencia en la administración pública, igualdad ante la ley y total intolerancia al conflicto de interés.
Estas son parte de las exigencias que enfrentarán los gobernantes que sean elegidos en los ocho comicios fijados para este año (2018) y que involucran al 75% de los habitantes de la región. Particularmente cruciales son los procesos electorales realizados en Colombia y los de México en julio y Brasil en octubre. De la capacidad de dar respuesta efectiva a las demandas de una ciudadanía empoderada dependerá el apoyo y la gobernabilidad de dichos mandatos. Igualmente clave para la convivencia regional significa el alejamiento del poder formal de Raúl Castro (quien continua como secretario general del Partido Comunista) y las expectativas de casi 60 años de que el régimen cubano dé señales reales de apertura política.
Esto podría, a su vez, impactar positivamente en la búsqueda de una salida a la grave situación de Venezuela. A la crisis económica y humanitaria en que se encuentran sometidos los venezolanos, se añade el quiebre institucional producto del desmantelamiento por parte de Nicolás Maduro del poder legislativo, de mayoría opositora, el que fuera reemplazado en sus funciones por una Asamblea Constituyente afín al chavismo, dándole carta blanca para convocar anticipadamente a elecciones presidenciales, lo que derivó en el quiebre de la mesa de negociaciones en que participaban representantes de la oposición y varios países de la región (entre ellos Chile) como observadores.
La ausencia de una competencia electoral efectiva debido a la desarticulación de las fuerzas opositoras por persecución, encarcelamiento o exilio forzado de sus líderes quitó toda legitimidad al proceso. La crisis venezolana plantea una dura prueba de coherencia para América Latina y sus organismos multilaterales, cuya agenda ha estado caracterizada por la defensa de los derechos humanos y el resguardo de la democracia. A pesar de ello, en el caso venezolano, la región no ha logrado impulsar una estrategia decidida en la defensa del pluralismo democrático. El no intervencionismo o el supuesto antiimperialismo no deberían servir de excusas para amparar las prácticas antidemocráticas de Maduro.
Ello quedó de manifiesto en la Cumbre de las Américas –realizada en Lima a mediados de abril con gran convocatoria– la que no solo fue opacada por la ausencia de Donald Trump –evidenciando la escasa relevancia que la región tiene para la administración norteamericana–, sino también por la dificultad para lograr una actuación multilateral de los países del continente, con miras a consensuar una condena y no una mera “preocupación” por el quiebre democrático en Venezuela. La realización de las ilegítimas elecciones presidenciales obliga a tomar medidas sancionatorias decididas por parte de los gobiernos latinoamericanos, liderando en los organismos internacionales acciones tendientes a recuperar la democracia venezolana.
También parece necesario un pronunciamiento respecto de las medidas represivas del gobierno de Daniel Ortega frente a las demandas democratizadoras en Nicaragua, las que han cobrado numerosas víctimas, y un apoyo decidido al proceso de negociación en curso. La firma del compromiso de Lima contra la corrupción puede constituir un paso decisivo para preservar la gobernabilidad democrática, cuya consecución depende de la fortaleza y la capacidad de inclusión de las instituciones (Acemoglu, D., y Robinson, J.: Por qué fallan las naciones), las que se ven vulneradas y desprestigiadas, derivando en entornos políticos inciertos. Afectados por la dramática pérdida de credibilidad en las instituciones, fenómeno global pero que se manifiesta con mucha fuerza en la región debido a la corrupción, los países experimentan bajos índices de confianza, tanto en el ámbito público como privado. Solo las iglesias sobresalen en algunos sectores. Frente al transversal desprestigio de la actividad política, una agenda valórica y hasta religiosa tiene una especial acogida, como ha sido el caso de candidatos cuyo principal atributo político es representar un cariz cristiano evangélico, consiguiendo gran apoyo tanto en Costa Rica como en Brasil.
LA SOMBRA DE LA DESCONFIANZA
Acrecentada por sucesivos escándalos, sospechas y denuncias, la desconfianza se ha convertido en terreno fértil para el surgimiento de líderes carismáticos, protagonistas de un discurso atractivo, aparentemente apolítico, lo que les permite atribuirse cierta superioridad moral frente al político “tradicional”. Su mensaje populista crea expectativas, ya que todo pareciera ser posible y, en sus promesas, se comprometen recursos públicos muchas veces inexistentes.
Como antes lo fuera la ideología, hoy el personalismo populista con rasgos nacionalistas se ciñe como una creciente amenaza en diversos países de la región. Su apoyo –muchas veces– radica en acoger la demanda ciudadana por terminar con las prácticas corruptas. Y es que 2018 estará marcado por la capacidad que tengan los países por superar los escándalos de corrupción. En efecto, más de 10 países han sido salpicados por el caso Odebrecht, la empresa constructora brasilera que desplegó una red de influencias mediante el pago de sobornos y financiamiento de actividades políticas. Si bien varios mandatarios han debido dar explicaciones, fue el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, quien se vio obligado a renunciar tras la presión parlamentaria. Con un Parlamento dividido y con fuerzas políticas en pugna debido al enfrentamiento que protagonizan los hermanos Fujimori, Martín Vizcarra, bien evaluado por su eficaz gestión edilicia anterior –pero no exento de acusaciones de malas prácticas– promete sortear la crisis rodeándose de un gabinete diverso y con redes de apoyo.
Mandatarios y altos funcionarios de gobiernos latinoamericanos han sido manchados por los escándalos de corrupción, en algunos regímenes la información se ha ocultado, pero en muchos, los tribunales actúan, como en Argentina, donde la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner es sujeto de una investigación por supuestas irregularidades ocurridas durante su gobierno y el de su marido. En medio de un clima marcado por procesos judiciales producto de la corrupción, las grandes democracias latinoamericanas enfrentan elecciones decisivas; en el caso de Colombia, donde también se investiga el financiamiento brasilero de actividades de la campaña de Juan Manuel Santos, la implementación de los acuerdos de paz ha sido el gran tema en discusión, mientras que en México y Brasil las indagatorias judiciales en curso son determinantes para los resultados y también para la revaloración de las instituciones democráticas.
El presente ciclo electoral definirá el futuro político de la región, la que, pese a sus esfuerzos integradores, no siempre logra definir un destino común. Sin todavía capacidad y voluntad de actuar en bloque (Bicentenario, 2016 para el caso chileno), subsisten las diferencias que dificultan los procesos de cooperación. Iniciativas como la Alianza del Pacífico parecen bien encaminadas para conseguir caminos de trabajo conjunto, convocando a otras instancias multilaterales, como el Mercosur, para posibilitar relaciones fluidas y armónicas que persigan beneficios comunes en la vecindad.
De allí que no sea indiferente para el destino inmediato de la región, el resultado de los procesos políticos en curso, especialmente el de Brasil, de cuyo desempeño dependen, en gran medida, las economías regionales. Los cambios institucionales orientados a reforzar la democracia y a desterrar las malas prácticas, así como las investigaciones judiciales destinadas a desentrañar las redes de corrupción, contribuyen a fortalecer el sistema político latinoamericano, procurando procedimientos transparentes y confiables, lo que puede ayudar a superar la crisis de confianza que tiene a la actividad política sumida en el descrédito. La década que termina puede significar un nuevo comienzo para la democracia de América Latina, pero ello requiere de voluntad política.
Brasil: Tras el golpe del martillo
Polémica causó en Brasil la serie de Netflix, O mecanismo, que describe desde la ficción –pero basada en hechos reales– la extensa red de corrupción que tiene bajo investigación a buena parte de la elite política y, entre rejas, a destacados parlamentarios y empresarios, y –por primera vez en la historia brasilera– a un expresidente, símbolo de la meritocracia popular.
La operación Lava Jato (autolavado) se hizo pública en 2014, cuando se descubrió una red de lavado de dinero en Curitiba, la que resultó ser parte del mayor “mecanismo de corrupción” de la historia brasilera, cuya operación consistía en lograr recursos mediante el sobreprecio que sistemáticamente pagaron empresas constructoras en contratos de obras públicas, en especial a Petrobras, con el fin de destinarlo al pago de favores de funcionarios, coaliciones y partidos políticos.
El dinero blanqueado se reintegraba al sistema mediante negocios de fachada. El caso ha salpicado a tres partidos políticos, más de 40 políticos y dos exmandatarios, pero en definitiva, ha desacreditado a todo el aparato público brasilero y de diversos países latinoamericanos. La persistencia del juez Moro por desentrañar la red de corrupción tiene al país dividido entre quienes aplauden el hecho de que nadie esté por sobre la ley y quienes acusan de persecución vengativa.
En este enfebrecido escenario se desarrolla la campaña electoral con miras a las elecciones presidenciales de octubre próximo, donde cualquier pronóstico parece arriesgado, especialmente luego de que Lula da Silva, quien encabezaba las encuestas, fuera encarcelado acusado de lavado de dinero y corrupción pasiva. Aunque varios nombres han surgido como posibles reemplazantes, la ausencia del sindicalista emblemático puede significar la irrelevancia del Partido de los Trabajadores, el PT, eclipsado por la figura de Lula y las acusaciones de corrupción, y la pérdida de la fuerza electoral del conglomerado de izquierda. El PT insiste en que Lula será candidato, pese a que la ley de “Ficha Limpia” impulsada durante su gobierno, excluye a quien sea acusado por corrupción.
A pesar del embate sufrido por las fuerzas de izquierda, el panorama de la centroderecha no se presenta tan fácil. Su principal arma, el sentimiento anti-Lula, ya no tendrá el efecto esperado, lo que obliga a plantear una plataforma política más elaborada. El candidato de la extrema derecha, Jair Bolsonaro, diputado y militar retirado, ha exacerbado su faceta religiosa evangélica para atraer a los votantes desencantados por los casos de corrupción, enarbolando la idea del cambio e intentando sacar provecho de la gran desaprobación del gobierno de Michel Temer; pero sin una vigorosa plataforma de políticas sociales, tendrá una difícil tarea electoral.
A meses de los comicios de octubre, una gran incógnita se cierne sobre Brasil. Con Lula en la prisión, la izquierda ha quedado sin líder y la centroderecha sin un referente adversario para hacer el contraste. En un ambiente de crisis, las fuerzas políticas están obligadas a reconfigurarse para dar respuesta a las demandas de una ciudadanía desencantada y enojada. Las elecciones debieran presentar la oportunidad para dar vuelta la página, dejando atrás las peores prácticas de la historia brasilera.
Colombia: Desacuerdos de paz
El próximo presidente de Colombia tendrá la compleja tarea de implementar los acuerdos de paz que consiguieron desmovilizar a la guerrilla más antigua de América Latina: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), cuya lucha armada ocasionó miles de víctimas y millones de desplazados.
Juan Manuel Santos deja el poder luego de conseguir el desarme de las FARC –lo que le valió el Premio Nobel de la Paz– pero en un ambiente crítico respecto de algunos puntos del acuerdo, especialmente en lo que se refiere a la posibilidad de enjuiciar a los líderes guerrilleros. También ha sido tema de debate su participación parlamentaria garantizada, al otorgarles el derecho de contar con 10 escaños, representatividad muy superior a la que se evidenció en las elecciones legislativas de marzo pasado, comicios en los que el partido de los ex FARC obtuvo una muy baja votación y en los que sus candidatos sufrieron constantes contramanifestaciones por parte de una población que no olvida los 50 años de enfrentamientos.
Es explicable entonces, que el tema que se impusiera durante la campaña fuera la implementación de los acuerdos. Episodios como la presunta participación de uno de los exlíderes guerrilleros en acciones de narcotráfico y la solicitud de extradición por parte de Estados Unidos, así como el asesinato de un equipo periodístico en la frontera con Ecuador perpetrado presuntamente por guerrilleros disidentes, demuestran la complejidad que implica terminar con la violencia.