• Revista Nº 152
  • Por Paulina Valenzuela Gerlach
  • Fotografía César Cortés

Chilenos todos

Romain de Chateauvieux y la Fundación Misericordia

Los containers de colores de la Fundación Misericordia simbolizan un mensaje de esperanza para niños y jóvenes en un barrio vulnerable. Allí desarrollan actividades culturales, académicas y espirituales para impulsar a las nuevas generaciones e imaginar un futuro más promisorio.

Ser futbolista es el sueño recurrente y acotado de muchos niños en La Pincoya. Pero varios de los que han llegado hasta la  Fundación Misericordia, emplazada en el corazón de ese barrio, han podido extender sus horizontes e imaginar otros futuros. Los voluntarios que allí trabajan tienen entre sus objetivos fomentar un desarrollo integral, animando a los niños a descubrir y desarrollar sus talentos, a veces ignorados y escondidos.

No es fácil cuando se vive en uno de los once barrios de alta complejidad de la Región Metropolitana. Esta calificación es asignada por el Ministerio del Interior a territorios afectados simultáneamente por hacinamiento interior y exterior –Huechuraba tiene un 19% de hogares en esta condición, cifra superior al 16%  del país, según datos oficiales a junio de 2017– mala calidad de las viviendas y el entorno, déficit de servicios e instituciones, con una comunidad en conflicto, alta concentración de pobreza, exclusión social, tráfico de drogas, delincuencia, violencia e inseguridad.

Hoy entre los escolares que asisten al centro educativo de Fundación Misericordia, ya hay quienes anhelan ser músicos, arquitectos, sacerdotes o médicos, entre otras vocaciones.

Junto con ofrecer a los niños la oportunidad de aprovechar el tiempo libre de manera constructiva, en este lugar se releva la dignidad y refuerza la autoestima de cada uno. Verse a  sí mismos de forma positiva, estar motivados y percibir que esforzarse vale la pena, los lleva a idear proyectos de vida y a cumplir compromisos para alcanzarlos.

“CUIDEN A LOS NIÑOS”

Beatriz Mayer es vecina de La Pincoya y madre de tres hijos, el menor de los cuales asiste a reforzamiento escolar y a los talleres en el centro educativo, donde descubrió su fascinación por la música.

“Quiero ser pianista”, dice Javier. Con 11 años está aprendiendo a leer las notas musicales y de paso adquiriendo una disciplina que se ha reflejado en su rendimiento escolar. Existe, además, otra razón que convierte a este lugar en algo importantísimo para él: “Mis amigos son de aquí y del colegio”. No hace vida de barrio y su madre explica por qué. “El lugar donde vivimos es un tanto conflictivo. A la plaza a veces llega gente a drogarse, o se producen peleas. Por eso, opté por no dejarlo jugar en la calle”.

El centro educativo es el logro más consolidado de la fundación y la prioridad que le han asignado los misioneros se debe a que los propios vecinos abogaron para que la atención a las nuevas generaciones estuviera en primera línea.

El arquitecto Romain de Chateauvieux, quien junto a su esposa Rena fundó Misericordia, cuenta que luego de instalarse en La Pincoya iniciaron un proceso de levantar información para diagnosticar cuáles eran los requerimientos más acuciantes. Para ello, durante seis meses recorrieron las casas, tocaron puerta a puerta para conversar con los vecinos y la conclusión fue clara: “Cuiden a los niños”, era lo que más escuchábamos. El traficante que estaba parado en la esquina nos decía: “yo ya estoy fregado, pero no quiero que le pase lo mismo a mi hermanito. Quiero que sea diferente”, señala de Chateauvieux.

Por eso, proteger a quienes se están formando es una urgencia y el resultado se percibe. “Siento que los brotes están naciendo. Ellos van a ser los protagonistas del cambio mañana. Es muy esperanzador”, asevera el misionero francés. Se refie­re a los 50 niños y jóvenes que asisten actualmente al centro. Son escolares de entre 7 y 15 años que participan en las diver­sas actividades.

Organizados por grupos y a cargo de tutores, reciben re­fuerzo en lenguaje, matemáticas y lectura, y participan en talleres de piano, coro, danza, teatro, viola, violín y fútbol, en actividades pastorales y en retiros. “Los niños y jóvenes no vienen a un colegio, sino a una especie de segundo hogar. El objetivo es ayudar a los padres en la labor de educar a sus hijos. Los apoyamos, no los reemplazamos”, explica de Cha­teauvieux. Para esta labor de respaldar la sana formación de jóvenes y niños, cuentan con el apoyo de una psicóloga y de otros profesionales del área de la salud.

El número de escolares y de sus familias interesadas en ser parte de esta experiencia supera la capacidad de recibirlos a todos. Por eso, la comunidad espera impaciente la ampliación del Centro Misericordia.

Antes de que se incorporen como asistentes regulares a las actividades, los niños y jóvenes son entrevistados, porque es importante que participen por voluntad propia y no obliga­dos. Los padres, por su parte, asumen el compromiso de cui­dar el lugar como si se tratara de una casa común, y realizan una vez al mes algún servicio: preparar las colaciones, lavar las cotonas o limpiar vidrios. Asimismo, participan en char­las familiares y en instancias para compartir y para recibir el mensaje evangelizador que entregan los misioneros. Los ges­tores de esta obra aseguran que no existe proselitismo de ninguna índole, y que se respetan los diversos credos religiosos que profesan las familias.

El Centro Misericordia comenzó a funcionar en 2016, tras el período de diagnóstico de las necesidades más relevantes, en una construcción basada en containers pintados de colores, circundados por un jardín. Allí también se realizan actividades pastorales, talleres de costura, charlas para apoyar a las madres en la crianza de sus hijos, prácticas deportivas, y se recibe una vez a la semana a las personas sin hogar.

Desarrollo integral.

Desarrollo integral.

En el centro educativo, los escolares reciben refuerzo académico organizados por grupos y a cargo de tutores. A través de talleres, también se busca educar el sentido de la belleza y despertar el interés por la cultura.

En busca de la felicidad

Hasta los 21 años de edad, Romain de Chateauvieux había sido un católico formado en la fe, pero sin mayor dedicación a practicar la religión. Ese año, mientras estaba en Chile rea­lizando un intercambio académico en la Escuela de Arquitec­tura de la Universidad Católica, en su tercer año de carrera profesional, viajó al norte de Brasil a visitar a un amigo sacer­dote que vivía en una favela.

En ese lugar, mientras compartía con personas marginadas y con dolorosas historias de vida, tuvo la revelación de que sir­viendo a los pobres encontraría la felicidad. También fue allí donde conoció a su esposa, Rena, nacida en esa favela y en ese entonces directora de su pastoral juvenil. Se casaron y comen­zaron la vida como misioneros laicos. Una fundación católica francesa les encomendó ir a Estados Unidos a vivir en una co­munidad de inmigrantes ilegales por dos años, y luego la iglesia latinoamericana les encargó ser misioneros itinerantes.

Convirtieron un bus escolar amarillo en una casa rodante y durante tres años recorrieron un total de 16 países de la región, con sus 3 hijos. Hoy tienen 5, todos hombres, de entre 12 y 3 años. En Chile, la Conferencia Episcopal les propuso que buscaran un lugar para asentarse. Para escoger ese destino Romain pregun­taba a los taxistas: “¿Cuál es el lugar más bravo de Santiago?”; y le respondían: “La Pintana, La Legua y La Pincoya”. Al venir a esta última se dieron cuenta de que había un sector, al norte de esa población, que estaba muy desatendido, con muchas ca­rencias. Resolvieron instalarse allí, en lo que de Chateauvieux describe como “la periferia de la periferia”. Romain y Rena viven hoy en una casa en La Pincoya, con sus cinco hijos.


Crece el proyecto

Misericordia, la obra que fue bautizada así porque une compasión con evangelización, es una fundación con personalidad jurídica. Su financiamiento proviene de socios, aportes de empresas y de otras fundaciones, y de la Iglesia Católica. Otros dos centros Misericordia se han abierto replicando el modelo de este primero ubicado en La Pincoya. Uno en Buenos Aires, en una población marginal, y otro en un suburbio de París, donde el 40% de la población es musulmana.

En Chile, Misericordia está creciendo mediante una expansión física, tras la compra de un terreno adyacente en el que se está construyendo una nueva infraestructura que permitirá duplicar la capacidad del centro educativo, para atender a 100 niños en lugar de 50, y que hará posible tener una sala de música y otros espacios dedicados especialmente a las actividades culturales, educativas y deportivas, como también contar con una capilla.

Integrar, un beneficio para todos

La labor formativa es la expresión más visible y conocida del quehacer de Fundación Misericordia, pero no es su única motivación. Como parte de su tarea de apoyar a los más débiles también propende a fortalecer los lazos entre los habitantes de la población en que está inserta. Las acciones para promover que los vecinos se conozcan y vuelvan a confiar unos en otros han dado resultado.

“Se han vuelto a tejer lazos que estaban rotos”, asevera Romain de Chateauvieux. En la época de las tomas que dieron origen a las poblaciones del sector, se generaron fuertes vínculos entre las personas y prevaleció un espíritu solidario que se fue perdiendo. “Debido al materialismo y al consumismo, de a poco comenzó a ganar terreno el individualismo, que sumado al aumento de la delincuencia, provocó que la gente se fuera aislando, encerrándose en sus casas y perdiendo el diálogo con los otros”, dice de Chateauvieux.

Agrega que Misericordia ha logrado restaurar los lazos entre habitantes del barrio. Pero para el fundador de Misericordia, todavía más importante que ese logro es lo que se ha conseguido a nivel profundo y espiritual: reavivar la esperanza. Cuando las personas ven que los misioneros vienen aquí a hacer lo que nadie quería, como cuidar a los niños y a las personas en situación de calle, dicen: “Nosotros valemos la pena. Lo merecemos. Y eso eleva la autoestima”. Lo que más necesitan las personas es ser escuchadas y consideradas, asegura.

Un rol esencial en esta transformación que se está gestando en La Pincoya la cumplen los misioneros y voluntarios. Los misioneros, que participan solos o en pareja, son enviados por la Iglesia Católica a participar en esta obra. “Son jóvenes que no provienen de ninguna congregación, pero que han sentido el llamado para vivir un tiempo determinado –6 meses, 1 o 2 años– de manera radical el evangelio, y que hacen una pausa en sus estudios, o están recién titulados.

Vienen desde el extranjero, especialmente de Francia, se dedican tiempo completo a la misión, y viven en pequeñas fraternidades”, indica Romain de Chateauvieux. En La Pincoya, actualmente hay cuatro casas de misioneros y en ellas viven cerca de una veintena de jóvenes. Los voluntarios, en tanto, son en su mayoría chilenos, y participan en forma puntual de algún proyecto como el refuerzo escolar, atención de salud o en las actividades que se realizan los días miércoles con las personas en situación de calle.

Las atenciones en el área de salud las entregan los misioneros y voluntarios durante las visitas diarias a los vecinos en sus casas con afectuosa disposición a escuchar, acoger y dedicar tiempo sin prisa. “Ayudar a la gente me hace feliz”, cuenta Clara, una misionera francesa, estudiante de medicina y que vive en una de las comunidades de La Pincoya. “Es importante la dignidad. Los ayudamos simplemente porque son personas”.

Apoyo a los inmigrantes.

Apoyo a los inmigrantes.

Una vez a la semana se realizan talleres de costura para madres inmigrantes, quienes asisten con sus hijos y también encuentran un espacio de acogida.


Nada a cambio

Todos los miércoles, la Fundación Misericordia recibe a gente en situación de calle. Durante esta visita ha llegado un grupo de cerca de 20 personas para compartir un desayuno y, sobre todo, según ellos cuentan, recibir cariño. Los misioneros y voluntarios los acogen con alegres sonrisas y efusivos abrazos haciendo caso omiso del penetrante olor que despiden las ajadas ropas de algunos visitantes. A cada uno lo llaman por su nombre y les preguntan por hechos particulares, porque conocen sus historias, sus preocupaciones y problemas.

En el jardín del centro Misericordia la mesa los espera con marraquetas con queso, jamón, tomate y café. Con cantos religiosos se bendicen y agradecen los alimentos. En una de las salas al interior de la fundación, la misionera francesa Clara corta cuidadosamente el cabello y afeita la barba de José, mientras conversa con él. Sabe encontrar temas que sean de su interés. Esta vez hablan de comidas. Veinte minutos después está listo para entrar a la ducha y vestirse con ropa limpia.

Luis Yáñez tiene 38 años, pero se ve mayor por la piel curtida y los dientes ausentes. Su buena dicción y amplio vocabulario denotan que proviene de otro entorno. Cuenta que estudiaba informática y que cayó en la droga. Por esto, dejó los estudios, cortó lazos con la familia, trabajó como micrero y después como colectivero, hasta que su adicción le pasó la cuenta. Hoy cuida autos en la noche, duerme de día en las Iglesias, y desayuna y almuerza en comedores de organizaciones religiosas. Apoya con entusiasmo el sueño de Roman de Chateauvieux de hacer un centro de rehabilitación para personas con problemas de drogadicción. “Cuando vengo aqui me siento tranquilo, sereno. Nos dan cariño sin esperar nada a cambio, solo respeto. Nos sentimos queridos”.