• Revista Nº 162
  • Por Aldo Mascareño y José Antonio Viera-Gallo

Ideas en Debate

¿Cuál es la relevancia estructural del “tercer pilar”?

La voz de los ciudadanos, encauzada a través de las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC), ha llegado a un primer plano: ecología, género, cultura y deportes, entre otras temáticas fundamentales, están concitando tanta atención, que están influyendo en el diseño de las políticas públicas. Frente a este escenario, consultamos a Aldo Mascareño y José Antonio Viera-Gallo: ¿Están las OSC asumiendo un rol de liderazgo ante el desprestigio de las instituciones tradicionales?

Entre la autonomía y la coherencia por Aldo Mascareño

Si bien el rastro del concepto de “sociedad civil” puede seguirse hasta la Antigüedad, su posición actual como tercera instancia entre el Estado y el mercado comienza a perfilarse en los albores del tránsito hacia la sociedad moderna en el siglo XVII. Ahí ya se podía distinguir entre el soberano, un miembro del burgo (bürger, burgués) y un súbdito. Esta diferencia se reproduce y disuelve a la vez con la Revolución Francesa, en tanto el mundo civil (burgués, citoyen) se separaba de la aristocracia, del bajo pueblo aún marginal y del campesinado. Con Hegel, la sociedad civil se establece finalmente como ámbito de lo privado: civil es la relación de los individuos en una comunidad orientada a la satisfacción de necesidades materiales y sociales; el ciudadano, en tanto, pasa a ser entendido en el marco de las relaciones políticas.

En su concepción actual, sociedad civil consiste en ese amplio y plural espectro de compromisos grupales autoorganizados (en asociaciones, grupos, iniciativas, movimientos o redes) que no se orientan a la ganancia económica (non-profit) y que no dependen de intereses políticos de tipo partidista.

Las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) actuales ocupan un espacio intermedio entre el principio jerárquico de coordinación que emplea el Estado, y el principio de coordinación social altamente descentralizado e individual del mercado. La modalidad de coordinación que promueven las Organizaciones de la Sociedad Civil es la de las redes. Se trata de un principio híbrido, que combina la alta autonomía del mercado y de la democracia liberal con la capacidad de aportar la coherencia que tiene la jerarquía. En este sentido, pueden compensar las debilidades de la arquitectura estatal (en capacidad de inclusión social), así como las debilidades del mercado (en la satisfacción de necesidades materiales) y de la democracia (en cuanto a la pertenencia a grupos de rango menor a la república).

La creciente complejidad de las sociedades modernas (su diferenciación funcional, especialización técnica y pluralidad normativa) hace cada vez más difícil para el Estado tener una tuición general sobre lo que acontece en su territorio. El último intento democrático de lograr esto es el del Estado de bienestar, pero su crisis financiera y la dificultad técnica de manejar ámbitos altamente especializados tampoco son convincentes en cuanto a su futuro. Por ello, las Organizaciones de la Sociedad Civil pueden adquirir un rol particular de coordinación intermedia entre el macronivel de la organización estatal y el micronivel de las decisiones individuales en el mercado y la democracia liberal.

Visto de este modo, las Organizaciones de la Sociedad Civil contienen un potencial de suplemento de lo incompleto. Mientras el Estado observa universalmente y el mercado lo hace individualmente por medio del mecanismo de los precios, las Organizaciones de la Sociedad Civil pueden dar cuenta de las particularidades territoriales y normativas de la población, de sus carencias y expectativas. Su diversidad no depende de nada más que de la capacidad de observación e intereses de individuos asociados. Una nueva organización surge porque distintos individuos coinciden en la relevancia de un tópico y en el compromiso de hacerse cargo civilmente de él.

En cualquier caso, esto tampoco asegura un suplemento absoluto de la incompletitud del Estado y el mercado. Al ser autónomas, las Organizaciones de la Sociedad Civil podrían emerger ahí donde no se las requiere o incluso formarse organizaciones contrarias a principios democráticos o con componentes identitarios fuertes que producen antagonismo antes que solidaridad. Pero la ventaja está en que la sociedad civil puede autorregularse y responder con prontitud ante estos desafíos mediante refuerzos asociativos. Esa es la gracia de su autonomía e independencia: no requiere de un mandato central para actuar como el Estado, y controla su atomización por medio de la acción colectiva.

 

El vigor de la sociedad civil por José Antonio Viera-Gallo

Las OSC se han vuelto un actor social relevante. Las nuevas tecnologías de la comunicación han amplificado su radio de acción y facilitado su intervención en los asuntos públicos. Esta red tiene hoy un estatus constitucional. Sin embargo, al referirse a algunas de esas organizaciones, la carta fundamental desconoce su naturaleza específica y limita su acción, es decir, se manifiesta un cierto recelo al respecto.

Sin duda, este será un tema debatido en la futura Convención Constitucional. Es de esperar que, siguiendo el principio de solidaridad y el derecho de asociación, se establezca un estatuto más coherente con los organismos de la sociedad civil y de su participación en la administración del Estado, siguiendo el camino abierto por la Ley 20.500. Lo interesante es que tanto la estructura del Estado como la del mercado, circunscritas ambas a ciertas fronteras, han sido sobrepasadas. Hoy emerge fuertemente la sociedad civil a nivel global. Este fenómeno, en pleno desarrollo, implica la emergencia de una nueva conciencia de lo que podemos llamar con toda propiedad una ciudadanía global, aunque hoy estamos muy lejos de ese ideal. Resulta fundamental revitalizar a la ONU y rediseñar formas nuevas del orden internacional.

Veo mayor vigor en las OSC que en las grandes organizaciones del poder que, como ha señalado Moisés Naim en El fin del poder, han ido perdiendo relevancia y muestran dificultad para adaptarse al nuevo escenario. No se trata de ver quién tiene la razón, los desafíos son múltiples y globales y no podrán ser enfrentados adecuadamente si no se logra una relación virtuosa entre los tres pilares de la sociedad.

Si uno analiza un mapa actual de las OSC a nivel global, puede advertir que ellas son fuertes en los países democráticos, inexistentes en los regímenes autoritarios, y particularmente dinámicas en las naciones de tradición anglosajona como la India, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Esta tendencia más propia de ese tipo de cultura se ha ido expandiendo a los demás países democráticos, entre ellos, a América Latina.

Ello se vuelve cada vez más fuerte en la misma medida en que los partidos políticos languidecen y en que cunde la desconfianza ante las instituciones tanto públicas como privadas. A veces, incluso, se han formado partidos políticos surgidos desde la sociedad civil.

Juan XXIII reconoció en 1961 como uno de los signos de su tiempo la creciente socialización (Mater et magistra, 1961): “Es indudable que este progreso de las relaciones sociales acarrea numerosas ventajas y beneficios. En efecto, permite que se satisfagan mejor muchos derechos de la persona humana, sobre todo los llamados económico-sociales, los cuales atienden fundamentalmente a las exigencias de la vida humana: el cuidado de la salud, una instrucción básica más profunda y extensa, una formación profesional más completa, la vivienda, el trabajo, el descanso conveniente y una honesta recreación”.

Es un signo de madurez democrática la apertura del ágora a las voces de la sociedad y sus organizaciones, que en una democracia representativa siempre exceden los canales de comunicaciones formales con las autoridades. Otro tanto ha ocurrido en el campo económico, dando origen al concepto de responsabilidad social empresarial y al desarrollo sustentable. La globalización y el debilitamiento de los vínculos políticos del Estado han volcado a los individuos hacia su identidad más básica, incluso con fundamento biológico.

Estos movimientos identitarios buscan un espacio en una sociedad que, por definición, se ha construido sobre la base de conceptos y normas universales, es decir, a lo que define a todos los ciudadanos por igual, y que por lo mismo se muestra reacia a aceptar estas nuevas reivindicaciones.

Se trata, pues, de abrir las identidades particulares hacia una dimensión política nacional y universal: de la asociatividad social a la acción política, manteniendo entre ambas dimensiones una relación constante, aunque a veces asomen los conflictos. Solo así se mantendrá la vitalidad de la democracia y se podrá alcanzar la eficacia en la lucha por los ideales que se sustentan.

La asociatividad en la sociedad civil nace de la necesidad urgente o del altruismo. Se unen las personas para enfrentar las emergencias que las afectan directamente, o bien, movidas por los valores, lo hacen para ayudar y sostener a los más desvalidos. En ambas situaciones los mueve la solidaridad, como unión de las fuerzas y energías para bregar por algo y como la responsabilidad compartida de hacerse cargo del destino de los demás.

La solidaridad aparece, entonces, como un principio activo de la sociedad, que el Estado debe reconocer y fomentar. Es el motor de la acción ciudadana. La autoridad política debe alentar esa actividad, recoger sus aportes y mantener un diálogo permanente con las organizaciones que nacen de ella.

Aquí surge el principio de subsidiariedad en su sentido auténtico: los problemas deben resolverse con la gente, al nivel más cercano posible, mediante un Estado descentralizado y desconcentrado en el territorio. Se trata de que en su actividad el Estado supere el esquema del servicio y del cliente, para entender que al ejercer sus potestades públicas y las correspondientes prestaciones sociales solo está cumpliendo con el deber de respetar y promover los derechos humanos, y que los beneficiarios son ciudadanos soberanos en quienes reside la fuente de legitimidad de su poder.

Así, la política recuperará su legitimidad en el empeño constante por un bien común, en cuya definición todos tienen una palabra que decir.

Desde su formulación en el pensamiento social de la Iglesia en la encíclica Quadragesimo anno, luego de la gran depresión de 1929, la subsidiariedad no está concebida para postular un Estado “mínimo” frente a un mercado fuerte, sino para acercar a la autoridad a los ciudadanos y lograr una relación virtuosa entre Estado, mercado y sociedad civil (Pío XI, Quadragesimo anno, 1931).

Una sociedad civil viva y activa es la mejor garantía de salud de una democracia y el antídoto más eficaz para evitar cualquier desviación o abuso de poder.